Me recuerdo con ternura a mí mismo en los inicios tratando de dilucidar la frase «No hay que confundir la libertad de prensa con la libertad de empresa». La había escuchado varias veces en boca de periodistas, de empresarios de medios y de funcionarios y políticos. ¿Qué es lo que no debíamos confundir? Tardé un tiempo en darme cuenta que el poder no quería voces altisonantes, distantes de las suyas y que no le gustaban desafíos o insolencias. Como si dijera, ambas libertades me pertenecen. La inquietud permanece porque, pese a que el dicho integra el catálogo de lugares comunes superados por usos y costumbres (a la par de «La libertad de uno termina cuando comienza la libertad del otro» o «No hay que confundir libertad con libertinaje»), en cualquier momento retorna en boca de alguien interesado en que la pelota continúe en el campo de la empresa. En la Argentina la libertad de expresión exhibe heridas lejanas, aunque no pasadas ni, mucho menos, olvidadas, por la violencia omitida durante la dictadura y, más cercanas, por el momento del periodismo, devastado por la precarización y la polarización.

La libertad de prensa, y de imprenta, tiene tantos años como la Patria, hasta que ingresó con derechos propios en la Constitución Nacional de 1853 en su artículo 14. Desde la siempre bien ponderada Gazeta de Buenos Ayres, de Mariano Moreno y compañía, escribas y ciudadanos lucharon por pensar sin cerrojos y poner en marcha herramientas que permitan pensar y faciliten caminos de realización y, de paso, fortalezcan el sistema democrático. La libertad de expresión no es otra cosa que un promedio entre los intereses políticos y las realidades sociales; entre las ambiciones de las empresas y las necesidades de los trabajadores; entre la conciencia personal y la ética profesional. ¿Imaginan lo que puede ser ese promedio en el país de Bukele? En ese lugar y en cualquier otro en situación similar, el promedio desciende hasta casi su extinción, si partes significativas de su población padece hambre, desigualdad, desocupación, restricciones de diversa índole y los intereses individuales, pasan de mezquinos a autoritarios y terminan superando a los colectivos. La consecuencia es algo que ocurre hoy en nuestro país: contamos con una libertad de expresión de baja calidad e intensidad.  Sobrevuela la impresión que podemos decir de todo (incluso cualquier cosa) pero en cada ocasión que el grito se vuelve medular o peligroso aparece la decisión de silenciarlo.

Partiendo de la paradoja de que una cárcel de Uruguay, tan temida como poblada durante la dictadura, lleve el nombre de Libertad (desde 2018 hay allí un memorial) Mario Benedetti convocó en poesías, canciones y ficciones a esa palabra a la que, con razón calificó, como enorme. Ahora que entre nosotros la libertad no es pareja para todos viene al pelo una sutil pregunta que se hizo el autor de La Tregua: «¿Por qué a los mismos que les encanta la palabra libertad los asusta tanto la palabra liberación?».