“Lleve este casero, es el Bukowski boliviano”, me sugirió un librero callejero, en las cercanías de la Catedral de San Francisco, centro marginal de La Paz. “Si se da una vuelta por los barcitos de mala muerte que están cerca del Cementerio General, puede encontrar ese mundo que caminó Víctor Hugo Viscarra”, agregó el vendedor. Y yo compré.

Así conocí la obra de Viscarrita a principios de los 2000. Años de andanzas y desandanzas por las rutas bolivianas y de más allá. Con una pandilla salvaje de amigos traficábamos ladrillos de libros entre La Paz y Buenos Aires. Seguro eran más rentables los ladrillos de cocaína. Nunca fuimos buenos para los negocios. Jaime Sáenz, Humberto Quino, la Allison Spedding, Adolfo Cárdenas y por supuesto los libros piratas de Víctor Hugo viajaban en nuestras mochilas de dealers literarios.

“Soy antropólogo: soy experto en antros”, decía Viscarra para presentarse como relator del submundo boliviano. Este cronista del margen paceño y cochabambino escribió sobre lo que vivió en carne propia: el laberinto de las empinadas calles andinas, las cantinas de mala muerte, la cárcel, el mortífero y cómplice alcohol barato, la delincuencia, las drogas y la marginalidad. También sobre la soledad, la dignidad de los nadies y su imperecedera necesidad de escribir. Pese a todo escribir sobre este sitio inmundo que llamamos mundo. Murió hace exactos 18 años, el 24 de mayo de 2006. Lo seguimos extrañando.

viscarra

Memorias de Víctor Hugo

Viscarra nació el 2 de enero de 1958. Su madre era pobre, su padrastro era pobre, todo el mundo –salvo dos o tres familias dueñas de las minas de estaño– era pobre en la Bolivia de aquellos años. “Puedo decir que a los doce años me sumergía de cabeza en la noche. En sus oscuras entrañas aprendí cosas, buenas y malas. La noche de La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin, y uno puede perderse para siempre”, escribe Viscarra en “Frío en el alma”.

Desde aquella noche iniciática, las leyendas urbanas sobre sus derivas lo transformaron en un auténtico mito dentro de la literatura andina: efímeros pasos por redacciones, algunas changas como escritor fantasma y otras fugaces intervenciones menores en diversos oficios terrestres con la omnipresente sombra del alcohol a cuestas.

Su primer libro, que no lo rescató del anonimato, fue Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano (1981), un soberbio documento recopilatorio del lunfardo y el argot carcelario, que la policía nacional publicó sin siquiera mencionar al cronista. Luego de aquel primer mal trago llegaron el notable Relatos de Víctor Hugo (1996), luego Alcoholatum & otros drinksCrónicas para gatos y pelagatos (2001), más tarde el clásico de clasicos Borracho estaba, pero me acuerdo (2002), poco antes de su muerte el premonitorio Avisos necrológicos (2005) y el póstumo Ch’aki fulero (2007). Auténticos best sellers piratas.

En 2018, la editorial paceña 3600 publicó La del estribo, con edición al cuidado de Marcelo Martínez. El libro reúne en un volumen ladrillo toda la obra del cronista.

“Cuando uno está farreando entre amigos y quiere tomar la última copa, se dice ‘vamos a tomar la del estribo’. Esto se da antes de partir, cuando ya sólo queda tomar lo último. Es un buen título para las obras completas”, explicó Manuel Vargas Severiche, prolífico escritor vallegrandino e histórico editor de Viscarra, cuando el libro vio la luzTiene más de 600 páginas, cuatro prólogos y la portada tatuada con una filosa ilustración de Viscarra, con una botella escarlata incrustada en su pecho, que es obra de Frank Arbelo. ¡A tu salud, Víctor Hugo!  

Viscarra y otros drinks

Desde los callejones paceños y cochabambinos, Viscarra supo transformarse en la punta de lanza del grupo de narradores bolivianos que comenzaron a gestar sus proyectos literarios algunas décadas después de que el cimbronazo político y social de la Revolución del ’52 quedó empantanado en reformismos tibios. Pero no tan alejados de la dura herencia de los gobiernos militares y los años dulces de la cocaína y el neoliberalismo. Un poco antes de la llegada de Evo Morales al poder.

Relatos urbanos, realismo sucio con un manejo erudito del argot callejero . Historias donde el humor ácido y la ironía se beben de un saque. En sus libros, Viscarra trazó una cartografía marginal de mercados negros, comedores populares, basurales, puteros, comisarías, bares, cabarets y barriadas periféricas. Una ciudad de La Paz semiclandestina. La de antros fantasmagóricos como La Casa Blanca, La Curvita, Las Cadenas (con sus vasos y ceniceros encadenados a las mesas), El Pezón de la Mariposa, El Averno (con sus paredes decoradas con imágenes de La Divina Comedia), El Abismo y El Volcán. Cuevas donde los tragos servidos en latas oxidadas cuestan centavos y la regla es amanecer muerto o, con suerte, desnudo.

Si quieren una muestra audiovisual de este infierno encantador, vean la película El cementerio de los elefantes de Tonchy Antezana, basada en la vida y obra de Viscarra.

La última curda

En una de sus últimas entrevistas, Viscarra se despidió a su manera: “El mío es un trabajo contraliterario. Hay muchos que se sienten ofendidos con mi literatura. Con mi libro Borracho estaba… he tenido tres juicios por difamación. Pero como no tengo un lugar fijo donde vivir, no pasó nada. Además, todos los que me homenajean son unos hipócritas que viven en la porquería. El Apocalipsis dice que vendrá el Juicio Final y habrá gente que se irá al infierno por sus actos, pero yo digo: me da igual, porque he vivido toda mi vida en un infierno”.

Con su especial manera de narrar su resistencia, el escritor luchaba como un extranjero en su propia lengua. Construyó un espacio al margen del canon literario boliviano, que lo condenó a un frío ostracismo. Y lo sigue haciendo.

En varios de sus relatos, Viscarra vaticinó su muerte antes de llegar a los 50 años (“Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”). No hizo falta. El tiro del final se lo dio una cirrosis fulminante. Murió el 24 de mayo de 2006. Su última curda.

Muchas veces peregriné con mis amigos hasta el Cementerio General paceño, donde descansan sus restos. Medio apunado, mareado y borracho estaba, pero me acuerdo.