Las filtraciones de información plantean, siempre, algunas discusiones hacia el interior de los medios ¿se publica o no el dato que llega? No toda filtración posee calidad o por lo menos algunas deben ser rigurosamente cuidadas o evaluar hasta dónde y cómo publicar. En una época donde cada acción se convierte en datos y con las tecnologías no del todo seguras; el tratamiento de las filtraciones debería, por lo menos, llevarnos a una reflexión humanitaria.
Las filtraciones que llegan a las manos del periodismo son siempre interesadas. Detrás del dato filtrado, siempre hay alguien que desea incomodar a otra persona. Así hay que saber que, como dice la periodista española, Petra Scanella: «filtrar es una política muy bien pensada por los funcionarios que quieren influir sobre una decisión política, promover una línea de actuación (…). La filtración es el aceite informativo de la máquina de gobernar”.
Ahora bien, hay cuestiones éticas que deberían ponerse en valor: qué se quiere difundir, sobre quién y con qué finalidad.
Hay filtraciones válidas e incuestionables para publicar y son aquellas que se basan en secretos del poder, por ejemplo: sociedades offshore. En esto es meritorio remarcar el trabajo del Consorcio Internacional de Periodismo de Investigación (ICIJ) que luego de rastrillar los datos filtrados pone en funcionamiento un protocolo de cuidados y autocuidados que consiste en: chequeos; encriptaciones, embargo de la publicación constatada hasta la fecha acordada de publicación; aviso y ofrecimiento de descargo a las personas involucradas. En este caso, las filtraciones son válidas porque un mundo sin secretos del poder es un mundo más justo.
Lo antedicho es un protocolo pensado en los poderosos que guardan secretos. Pero ¿qué pasa cuando la persona involucrada no es parte del poder y se filtra información indeseada? Es lo que pasó con Fabiola Yáñez, ex primera dama de Argentina.
Se difundieron imágenes de su rostro y de su cuerpo con marcas de golpes, aparentemente, propinados por su expareja, el entonces presidente de Argentina, Alberto Fernández. Es indiscutible, que las imágenes filtradas fueron un atentado contra la privacidad de la víctima. Y que con el correr de las horas se colocó a la violencia de género como insumo de disputa política que desdibuja la gravedad del hecho. Lo cierto es que para aquellas filtraciones que muestran a las víctimas no hay protocolos ni templanza alguna.
Las filtraciones son útiles cuando se molesta al poder y no cuando mortifican a una persona. Se pudo haber narrado que el expresidente tenía una doble moral y que la justicia tomó cartas en el asunto. Con eso alcanzaba. Todas aquellas filtraciones que apelen al dolor de una víctima son de mala calidad. Además, es desleal por no tener en cuenta las asimetrías entre el poder de los medios y la persona dañada.
No sirve que una filtración exponga, sin reparos, a la víctima porque no solo profundiza el daño sufrido. Sin embargo, es posible que esa filtración sea en beneficio del supuesto victimario porque, quizás, se justifique aludiendo a la existencia de sospechosos intereses en esa la difusión. Por último, tampoco sirve a la sociedad que seguirá haciendo del morbo el combustible de su indignación. Aun así, no se puede menospreciar el valor noticioso de la denuncia por violencia machista contra un expresidente, pero sí es para reflexionar cómo se la publica.