El siguiente episodio fue evocado una y otra vez por el presidente Javier Milei en sus entrevistas más íntimas. Sin embargo, bien vale reconstruirlo en virtud de un detalle contextual.
Corría un lunes otoñal de 1982 en un departamento del barrio de Villa Devoto. La familia Milei estaba atornillada ante el televisor. Un cronista de 60 Minutos, el noticiero top de la última dictadura, comenzaba su reporte.
Era Nicolás Kasanzew, quien cubría la guerra de Malvinas desde Puerto Argentino. Su voz era solemne y monocorde, aunque cargada de triunfalismo.
Ello hizo que al pequeño Javier, de once años, se le ocurriera decir:
–¡Es una locura! Esto va a terminar mal.
Tal frase bastó para que su progenitor, don Norberto, saltara del sillón para prodigarle una paliza impiadosa, ante la indiferencia de su madre, doña Aida, y el horror de su hermanita, Karina, dos años menor.
Fue como si los golpes y patadas que recibía Javier fueran para ella. De modo que se descompensó.
Doña Aida, al tratar de reanimarla, le soltó a Javier una advertencia:
–Tu hermana se va a morir y es culpa tuya.
Desde la pantalla, Kasanzew remataba su informe con dos palabras que harían historia: «¡Vamos ganando!».
Al respecto, un interrogante: ¿hasta qué punto, en la psiquis de Milei, el recuerdo de los castigos paternos está asociado al tono victorioso que esgrimía Kasanzew en aquella ocasión?
Pues bien, las vueltas de la vida hicieron que, a más de cuatro décadas, el destino de ambos se cruzara. Es que, durante la mañana del jueves pasado, la vicepresidenta Victoria Villarruel sumó al casi olvidado movilero, ya de 75 años, al gobierno del líder libertario, pero con un cargo –diríase– simbólico: titular de la Dirección de la Gesta Malvinas del Senado, un sello –de acuerdo a sus impulsores– tendiente a revertir «las falsedades en torno al conflicto del Atlántico Sur».
«La historia siempre la escriben los que ganan, como dice la canción. Y en este caso la han escrito los ingleses. Ellos nos han bombardeado con ideas destinadas a humillarnos, como que fue una guerra absurda, y que estábamos condenados al fracaso», supo explicar Kasanzew, quien a tal fin invoca la «memoria completa», una expresión que Villarruel suele poner en su boca con frecuencia, pero referida a lo que ella denomina «lucha contra la subversión».
Lo cierto es que aquellos dos seres están enlazados por un personaje que Kasanzew conoció en Malvinas: el segundo jefe de la Compañía de Comandos 602, coronel Marcelo Villarruel (a) «Cachucha», un veterano del «Operativo Independencia» contra el foco rural del ERP en Tucumán, entre otras acciones represivas. Su hija es precisamente la señora Victoria.
Pero vayamos a la biografía del flamante funcionario para comprender su afán por reescribir la historia, siempre –ya se sabe– acuñada por vencedores de toda laya. Su abuelo fue un ruso que tuvo que huir de la revolución en 1917 por haber integrado las filas de la Guardia Blanca, una milicia que combatió a los bolcheviques para restaurar el régimen zarista. Su destino fue Austria.
Nicolás nacería en la ciudad de Salzburgo en 1948.
De ello se desprende que la familia Kasanzew vivió allí plácidamente, pese al Anchluss de ese país por parte de la Alemania nazi, soportando sin ningún problema los rigores del Tercer Reich.
Pero, al parecer, la posguerra no habría sido para ellos tan idílica, puesto que, a los cinco meses de haber nacido Nicolás, emigraron a Buenos Aires.
Así es que la saga de los Kasanzew estuvo signada por dos derrotas históricas. La tercera, para el bueno de Nicolás, sería la de Malvinas.
Claro que esa recurrencia marcaría a fuego su trayectoria periodística.
Fue a mediados de los ’70, cuando comenzó a trabajar como redactor en el diario La Nación y luego, en la revista Siete Días. Pero el gran salto lo dio en el informativo de ATC al ser enviado al Atlántico Sur.
«El único corresponsal de guerra argentino en el teatro de operaciones». Así era vendida su figura en las promociones de aquella emisora, aunque, en rigor, había otros diez enviados nacionales, casi todos de la agencia Télam.
Las coberturas de Kasanzew fueron memorables. Pero no precisamente por su apego a la veracidad de los acontecimientos.
De hecho, las imágenes bélicas que exhibían sus envíos transcurrían en sitios alejados de donde él realmente se encontraba. El tipo jamás estuvo en las primeras líneas de combate. Ni en Ganso Verde. Ni en Darwin. Ni en San Carlos. Ni en Tumbledown y menos aún en Monte Longdon. Kasanzew no se movía de las diez manzanas que, por ese entonces, tenía Puerto Argentino.
Alojado, junto con el camarógrafo Alberto Lamela, en una residencia debidamente calefaccionada y provista de víveres, pasaba sus ratos de ocio bebiendo whisky escoses con oficiales, no sin privarse de las exquisitas tortas requisadas en la pastelería del pueblo. Las Malvinas eran para él una fiesta.
En esas condiciones entrevistaba a soldados hambrientos y atravesados por el frío, a quienes les hacía recitar guiones que él mismo ideaba.
Hubo un caso que lo pinta por entero: el emotivo testimonio que logró de un soldado del Regimiento 4 de Infantería. El chico se encontraba internado en el hospital local a raíz del congelamiento de un pie.
La escena era idílica, dado que le mostraba al mundo lo bien que eran tratados los combatientes argentinos. Tanto es así que la mesita junto al lecho estaba bien provista: café, facturas y porciones de pastel. Todo eso había sido traído por Kasanzew.
La cuestión es que, al concluir la entrevista, guardó aquellos manjares en un tupper para llevárselos con él. Una hermosura de persona.
Cabe también decir que las coberturas de Kasanzew ocultaron con sumo esmero las vejaciones y torturas padecidas por soldados en manos de oficiales, a manera de escarmiento por alguna falta disciplinaria.
En esa tarea, «Cachucha» Villarruel se destacó con creces.
Ahora, su hija pródiga y Kasanzew se lanzan a la epopeya reivindicativa de aquella tragedia bélica, algo que a este último le viene como anillo al dedo.
Porque no es una exageración decir que él le sacó todo el jugo posible a su paso espectral por las islas. Y ya le dedicó tres libros: Malvinas a sangre y fuego, La pasión según Malvinas y La Malviniada, a lo que se le suman sus recorridas a lo largo y ancho del país para conferenciar al respecto.
Entre una cosa y otra, su carrera registra un largo, pero intrascendente, paso por varias señales televisivas de Miami y ciertos períodos de ostracismo más extensos de lo debido. Pero ahora está nuevamente entre nosotros.
Para bien o para mal, el pasado siempre vuelve. «