En días en que la mayor potencia contemporánea se empeña en sacudir el orden internacional nacido en 1945, mientras otras potencias buscan pescar un área de influencia en el río así revuelto, es paradójicamente aleccionador el discurso del flamante canciller de un país sin atributos de potencia, pero que siempre ha encontrado el modo de hacerse oír. En presencia del presidente Yamandú Orsi, el nuevo Ministro de Relaciones Exteriores, Mario Lubetkin, inauguró su gestión con un discurso que fue más allá de lo protocolar y fijó pautas que vale la pena considerar, no sólo por la orientación que definen, sino por los modos con que se construyó.

Antes que nada, definió el lugar de Uruguay en el mundo: priorizará el fortalecimiento del Mercosur, la ratificación del acuerdo del bloque con la Unión Europea, un rol activo en la Comunidad de Estados de Latinoamericanos y Caribeños y el diálogo con países emergentes a través de una posible participación en el BRICS. El país, entonces, se propone “ser con otros” en la arena internacional, compensar el pequeño tamaño buscando agregaciones de intereses en la vecindad inmediata, en América Latina y con actores de otras regiones acomunados en la vocación por el desarrollo. Orsi, en las horas posteriores a su investidura, el 1 de marzo, fue por esa senda: fue anfitrión de una reunión conjunta de los mandatarios progresistas de América del Sur (Lula, Gabriel Boric y Gustavo Petro) y de una bilateral con el presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier para tratar de impulsar el tratado comercial interoceánico.

A esas apuestas más o menos seguras, Lubetkin le agregó la renovada vocación de hacer de Uruguay “un actor de paz y de pacificación”. La tradición del país como mediador honesto le ha granjeado a lo largo de su historia un reconocimiento muy por encima del poder relativo del país. El Uruguay buen ciudadano internacional es un capital intangible acumulado por generaciones, una reputación para atesorar que permite la maximización del poder blando del país. Presente con sus inminentes 95 años en las actividades de traspaso del mando, Enrique Iglesias, exsecretario ejecutivo de CEPAL, expresidente del BID y exsecretario general Iberoamericano, encarna esa proyección uruguaya.

El cuidado de esa reputación explica el subrayado de Lubetkin sobre los elementos de continuidad con la gestión de Luis Lacalle Pou y sobre el papel crucial de la diplomacia profesional. Reivindicó explícitamente las gestiones iniciadas por éste para que Uruguay acceda al Nuevo Banco de Desarrollo establecido por los BRICS y las tomó como punto de partida para uno de los cambios que el gobierno del Frente Amplio viene a proponer: un rol más activo en ese bloque, que Lubetkin asoció a la noción de “sur global”, y que arranca aceptando la invitación a la cumbre de la que Brasil será anfitrión en julio en Río de Janeiro.

Con Brasil, Paraguay, Colombia, Chile, Honduras, Panamá, Guatemala, República Dominicana, España y Alemania representados a nivel de jefes de Estado, el traspaso del mando de Yamandú Orsi fue el que ha contado con mayor y más jerarquizada presencia internacional desde el retorno a la democracia. La ausencia clamorosa fue la de Argentina, cuyo gobierno actual no envió representación política de ningún nivel. Más allá de la falta de respeto, esa ausencia marca el contraste de cómo concibe la política exterior la extrema derecha en la banda occidental del río Uruguay: una mera expresión de la ideología del gobernante divorciada de toda noción de los intereses del país que gobierna. A esa indiferencia inexplicable, Lubetkin respondió con el compromiso de profundizar la relación y cooperación bilateral con “nuestros hermanos argentinos”.

Fijando su hoja de ruta, el Uruguay de Orsi nos ofrece, sin proponérselo, un manual conceptual para la reconstrucción de la política exterior argentina sobre bases realistas y aceptables para todos los partidos democráticos una vez concluido en esta orilla el experimento Milei.