La ejecución del albañil Matías Paredes, de 26 años, cometida en Mar del Plata por una patota operativa de La Bonaerense, tuvo una historia previa no menos ominosa: el asesinato, en ocasión de robo, del kiosquero Cristián Velázquez. Su pecado: haberse resistido con un aerosol de gas pimienta.

Dicho sea de paso, ese elemento de autodefensa le había sido útil nueve meses antes en una situación análoga, cuando el tiro que recibiría por respuesta se desvió hacia un exhibidor metálico de chicles, salvando así su vida, mientras los atracadores se daban a la fuga.

Pero esta vez no fue así, ya que el tiro lo llevó sin escalas al Más Allá. 

Eso había ocurrido en la tarde del 3 de febrero.

A partir de aquel instante, los pistoleros Ignacio Bustos Nieto y Cristian Monje (a) «Guachín», quien a los 35 años exhibía un «abultado» prontuario –de acuerdo a la adjetivación de la prensa local–, se transformaron en los prófugos más buscados de la «Ciudad Feliz».

El asunto le vino de perillas a seres tan sensibles como el intendente local, Guillermo Montenegro, y el diputado libertario José Luis Espert, entre otros.

El primero «apuró» a las autoridades provinciales con reproches de rigor hacia «la puerta giratoria», los «derechos de los delincuentes» y el «garantismo», deslizando que las leyes penales vigentes «no garantizan la seguridad». Pero con el tino de no aclarar lo que realmente propone en su reemplazo.     

El segundo, en cambio, fue más directo: «Hay que llenar de balazos a los delincuentes y colgarlos en una plaza».

En medio de tales circunstancias, el gobernador Axel Kicillof le ordenó al ministro de Seguridad, Javier Alonso, reestructurar con urgencia la Jefatura Departamental Mar del Plata de La Bonaerense.

Ello, claro, le costó el puesto a su titular, el comisario Luis Senra, por «no cumplir las expectativas», según el decreto correspondiente.

Cabe destacar que éste había asumido en junio de 2024, en reemplazo del comisario José Segovia, quien había sido detenido por «hacer caja» desde una «asociación ilícita integrada por policías, abogados y otros civiles».

Ahora, el sucesor de Senra es el comisario Edgardo Vulcano, en cuya foja de servicios se advierte su paso como jefe de la Policía de Seguridad Comunal de General Alvarado entre marzo y septiembre de 2021, cuando fue separado del cargo en el marco de la investigación por la muerte de Luciano Olivera, de 16 años, asesinado por un subordinado suyo en Miramar.

Lo cierto es que ni bien aterrizó en Mar del Plata para asumir su flamante función, este sujeto de encarnadura gruesa y mirada dura, cuyo temperamento le hace honor a su apellido, no tardó en mostrarse exigente.

– ¡Quiero resultados ya! –fue su primera directiva.

No es una exageración decir que su tropa cumplió con creces.

Horas después, con un semblante cargado de suficiencia, el comisario le comunicó al ministro Alonso el arresto Bustos Nieto. Y bravuconeó:

–Monje tiene ahora las horas contadas.

Faltaba a la verdad. En realidad, el tipo parecía tragado por la tierra.

Recién en la madrugada del seis de febrero una llamada telefónica realizada a un oficial de la Subcomisaría Camet echó algo de luz al respecto.

Desde el otro lado de la línea, un «buche» al servicio de esa repartición se mostró parco y preciso:

–El «Guachín» se está por rajar a Miramar en un Fiat Palio rojo.

También aportó la zona desde donde partiría (para que sus perseguidores pudieran planear la emboscada) y, antes de cortar, informó que el prófugo lucía una camiseta del Club Atlético Alvarado.

El zafarrancho de aquella cacería fue algo atolondrado.

La patota provenía de cuatro dependencias distintas (las seccionales 14ª, 15ª, 16ª y la subcomisaría Camet). Estuvo integrada por los oficiales principales Héctor Murray, Emilio Bernardo Flores y Javier Yancamil Masia; el subteniente Juan Molina y el sargento Julio Manuel Rufino Gerez. Todos con pistolas Bersa Thunder calibre 9 milímetros. Sin embargo, carecían de uniformes, insignias o chalecos que revelaran su condición policial. Y se desplazaban en un automóvil Volkswagen Bora gris y en una camioneta Ecosport negra, ambos sin balizas, patentes y sirenas. Esa falta de identificación iba a contramano de la legalidad.

Fue en la calle Fortunato de la Plaza y la avenida 39 cuando los policías detectaron un Fiat Palio rojo. Uno de sus tres ocupantes (que estaba en el asiento trasero) lucía la camiseta de Alvarado.

En ese instante comenzó la cacería, que culminaría a casi doscientos metros, después de que el Bora bloqueara al Palio.

Los policías, armas en mano, saltaron de las cabinas, gatillando sin pausa ni freno. La secuencia completa de ese tiroteo (unilateral) fue registrada por las cámaras de seguridad y luego transmitida profusamente por TV.

En total, los atacantes dispararon 18 tiros, de los cuales siete impactaron en el Palio y cuatro en la espalda de quien ellos suponían que era Monje.

Grande fue su sorpresa al descubrir que, en realidad, se trataba de Matías.

Entonces, tal como consta en el acta policial –labrado a las apuradas– los cinco matadores argumentaron haber visto a la víctima con un arma en la mano y que «llegó a disparar, al menos, una vez».

Claro que en la escena del crimen no había arma alguna.

Ahora, ese quinteto ya languidece en Unidad Penal 44 de Batán.

En otro sector de esa cárcel, también está alojado Cristian Monje, quien fue detenido en la noche de ese jueves en un aguantadero marplatense.

Pero volvamos al asesinato de Paredes con un interrogante: ¿Acaso una calamidad que se repite se convierte en un estilo?

Porque la coreografía de lo ocurrido aquel jueves en Mar del Plata posee una notable semejanza con la llamada Masacre de Wilde, perpetrada el 10 de enero de 1994 por efectivos de la Brigada de Investigaciones de Lanús.

Ellos debían «cortar» a dos narcos, Héctor Bielsa y Gustavo Mendoza, que se negaban al pago del diezmo policial para seguir existiendo.

De manera que, tras una trepidante persecución a través de calles y rutas del Gran Buenos Aires, un Peugeot 505 y un Dodge 1500 fueron cruzados por móviles de aquella Brigada. Hubo entonces una sinfonía de tiros

En apenas unos segundos, ambos vehículos adquirieron el aspecto de un queso gruyere.

En el primer auto yacía el remisero Norberto Corbo junto a dos pasajeros. Eran Bielsa y Mendoza.

La presencia allí de este último inquietó a los matadores, dado que –según creían– debía estar en el Dodge.

¿Quién, entonces, había muerto en su cabina?

El país entero sabría, horas después, que se trataba del librero Edgardo Cicuttín, quien tuvo la pésima suerte de tener un auto idéntico al de Mendoza.

La historia suele repetirse, pero no siempre en forma de farsa. «