Madera y hierro. Los tablones se movían como olas. El domingo era griterío y euforia, pañuelos de cuatro puntas y los jugos Pindapoy. En la puerta del Gasómetro de Avenida La Plata estaba «Chupete», con una galera en la cabeza. Siempre: zapatos negros y medias grises, sentado con un cajón de lustre y un cartel pegado en la galera escrito con tinta de lapicera Scheffer. No veía los partidos; jamás lo vi en la cancha, ni en los pasillos ni en las tribunas. Siempre en la puerta, los domingos, viendo todo.
Entre las tribunas y la cancha había un pasillo que rodeaba todo el estadio. Era más que una necesidad de la arquitectura; era un ágora circular donde la gente se encontraba para hablar. Todos debían ir por los pasillos para entrar a cualquier lugar de la cancha: los periodistas, los ex jugadores, las mujeres, los niños, los directivos, los que tenían guita y los secos. Era un espacio donde no había diferencias y todo quedaba a la vista: un día lo vi al tucumano Albretch y él me guiñó el ojo; otro día un viejo le pegó un paraguazo a García Blanco, el periodista que iba con el gordo Muñoz; en un partido de noche, el gringo Scotta pateó una pelota que rebotó contra un tablón y fue a parar al pasillo, justo donde yo estaba.
Fue en esos pasillos donde vi por primera vez en mi vida a un hombre llorar. En 1968, cuando salimos campeones, mi tío me vino a buscar a la platea de niños, me abrazó y lloró como si él tuviera seis y yo 30 y pico. Después de un rato, se secó las lágrimas con el pañuelo, me miró a los ojos y me dijo: no hay que llorar. Y con sus dos manazas de mecánico se tapó la cara y siguió gimiendo como un chico.
Al lado de la cancha, por la calle Muñiz, había un conventillo. Ahí vivían los Vera, el Narigón y el Cabezón, en el fondo, pegados al baño. Por el techo de los baños saltábamos para ir a la cancha. Los días de partido o los otros días. Incluso los lunes, que el club estaba cerrado. Caminábamos por las chapas que estaban debajo de las tribunas para recoger lo que se le había caído a la gente el domingo. Monedas, alguna cadenita; una sola vez una billetera con poca plata. Dábamos toda la vuelta. Era como estar en las entrañas del Gasómetro, caminar por las tripas. Nadie nos veía. Un día salté con María Inés, los dos solos (el narigón Vera me pidió cinco pesos para dejarme pasar). Nos sentamos en las chapas debajo de la tribuna visitante. Yo tenía unos cigarrillos Benson de mi viejo. Eran caros. Fumamos y después nos empezamos a besar. Ella se sacó la remera, arriba de las chapas, arriba mío. Gemía mucho, entrecortada, miraba para un lado y para otro. Yo me sentía Tarzán. No sabía nada de nada; sus gemidos eran el efecto de mi fortaleza, eso creía. Hasta que ella encontró el Ventolín. Soy asmática, me dijo, después darse una dosis. Esa mañana, debajo de la tribuna de la calle Mármol, dejé de ser un pibito para siempre.
El 2 de diciembre de 1979 no sabíamos que el cero a cero con Boca era el último partido. Zorrería de gorra y botas; en plena dictadura no había espacio para defender al Viejo Gasómetro de su desaparición. La canalla dirigencial que lo entregó arde en el mismo infierno que el milico que lo ofreció como parte de un negociado, no hay dudas de eso.
Estuvo cerrado muchos años. Un día llegaron unos tipos y comenzaron a desarmarlo. Los hinchas pasaban y se llevaban algo, un pedazo de tablón, una arandela, un azulejo de la pileta. Lo que se iba de a partes era la historia, una que había que volver a tejer en otro lado.
A Chupete no lo vi nunca más. Y mi tío nunca entendió por qué en el Nuevo Gasómetro no hicieron un pasillo como aquel.