Cada lugar del planeta encarna para el turista la promesa de un placer determinado. Apoyadas parcialmente en la realidad, dichas promesas son apenas la proyección de una serie de fantasías colectivas a las que la industria del turismo saca provecho. Así, obsesionado por causa de una de esas ilusiones, es como viajé a Costa Rica, esperando encontrar las playas del Caribe que más se ajustaran a mi idea de un paraíso terrenal.
Salvo que su capital, la ciudad de San José, a la que me dirigía, se encuentra a por lo menos cuatro horas de la costa más cercana. Por supuesto que no dejaría de tomarme ese tiempo para ir hasta el mar, pero la situación me obligaba a encontrar otras formas de placer que no incluyeran el plan de nadar en aguas cristalinas.
Amante de los dulces, ya en la combi que iba del aeropuerto al hotel se me ocurrió consultar al chofer para saber, así como el dulce de leche y el alfajor son dos clásicos rioplatenses, cuáles eran las golosinas típicas de Costa Rica. El hombre no lo dudó. Pues la cajeta, exclamó pronunciando esa jota exhalada distintiva de Centroamérica. ¡Vaya!, dije mirando de reojo y un poco incómodo a mi compañera de travesía. Empecé a lamentar el hecho de no haber viajado solo.
Mis cavilaciones duraron muy poco: el conductor no tardó en aclarar que, a diferencia de nuestro dulce de leche, en Costa Rica la cajeta se prepara con leche en polvo. Una vez más como siempre el lenguaje volvía a mostrarme su sonrisa traicionera.