En abril de 2011 tuve el gusto de encontrarme a conversar con Edgardo Cozarinsky, que acababa de publicar una nueva novela, La tercera mañana (Tusquets). En ella, su protagonista realiza un balance personal a partir del recuerdo de tres noches, cuyas mañanas posteriores resultan significativas en el contexto de la historia de su propia vida. La adolescencia, la juventud y la madurez vistas desde aquellas tres madrugadas, como sucesivos pasos de una larva pasando de un capullo a otro y que tal vez nunca llegue a hacerse insecto. Que justo esa haya sido la novela que nos reunió no deja de resultar significativo el día que se conoció su fallecimiento.
Se trata de la transcripción completa de una charla que originalmente se publicó, recortada, como tapa del viejo suplemento Cultura de Tiempo. Hablar con él de su último libro inevitablemente llevaba a recorrer cualquiera de sus trabajos anteriores, y seguramente también los que vinieron después. Porque en todos ellos, como en sus películas, Cozarinsky solía pulsar las cuerdas del tiempo y la memoria, que cruzadas por la ficción devienen en memorias y tiempos múltiples, siempre distintos. Como algunos dioses, los libros de Cozarinsky son únicos y todos a la vez.
Un día después de su muerte, ojalá que rescatar esta charla que mantuvimos hace 13 años también ayude conservar algo de ese espíritu, aunque sea de forma muy parcial.
Conversación con Cozarinsky
-Usted tardó bastante en editar su primer libro de ficción, porque Vudú urbano apareció recién a mediados de los 80 y usted escribía hace rato.
–Vudú urbano (Fondo de Cultura Económica) es un libro que se fue formando sólo, por agregación de notas, de textos breves que había ido escribiendo. Creo que antes nunca había tenido coraje de terminar lo que escribía, por miedo a publicar. Escribía pero no terminaba, nada me convencía. Tenía siempre miedo de publicar, porque públicar significa enfrentarse con el público, decir «bueno, yo hice esto, doy la cara, pongo el cuerpo y si quieren tirar, tiren contra mí».
–Pero también pasó mucho tiempo, casi 15 años, para que publicara su siguiente libro, que fue La novia de Odessa, editado cerca del 2000
-Ocurrió que en 1999 estuve muy enfermo, creí que era el final, y estando en el hospital me puse a escribir los primeros cuentos de La novia de Odessa. La enfermedad me dio un empuje bárbaro, primero para salir adelante (porque salí perfecto), y después para decir “¡basta de perder el tiempo, tengo que organizar mi vida, tengo que sentir, para hacer lo que realmente tengo ganas y dejar de perder el tiempo en pavadas!”. A partir de ahí las cosas se aceleraron y los libros fueron saliendo: no es que los tuviera todos preparados, pero de alguna manera las cosas estaban almacenadas. Y me propuse escribir todos los días sabiendo que lo que uno pone primero no es lo que va a quedar al final. Hay mucho que se descarta o se reescribe, pero hay que empezar por llenar la página y yo no padezco para nada la famosa angustia de la página blanco, que dicen les agarra a algunos escritores.
–¿Cree que las amistades notorias que usted ha tenido en la vida, empezando por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo o Adolfo Bioy Casares, pueden haberse convertido en un piso demasiado alto que influyó en ese temor a publicar lo propio?
-No lo creo, más bien ha sido pereza. Pereza y timidez. No creo que haya habido ninguna influencia de ese tipo, sino que yo mismo era mi peor enemigo.
–Entonces esas amistades sí le han servido para ir formándose, antes de convertirse en escritor.
-Si, eso puede ser. Creo que han colaborado sobre todo con lecturas, mencionando autores que yo no conocía y que me ponía a leer, aunque no necesariamente se convirtieran en mis autores preferidos. Pero me han dado diferentes perspectivas, como las experiencias de la vida que, buenas o malas, te van formando el carácter.
-Pero imagino que más allá de esas lecturas sugeridas, también habrá obtenido enseñanzas concretas. Usted menciona algo de eso, como al pasar, en uno de los ensayos de su libro Blues (Adriana Hidalgo Editora), en el que recuerda a José Bianco.
-Sí, claro. Las amistades son parte esencial de mi vida, aunque han cambiado mucho. En aquella época de mi vida, salvo algún caso particular, en general me gustaba rodearme de gente mayor, porque habían vivido más, tenían cosas muy interesantes que decir. Pero ahora me rodeo totalmente de gente menor, porque me parece que tienen más frescura en la mirada, porque tienen gustos, opiniones y miradas diferentes sobre la vida y siempre representa un desafío para mí ponerse en contacto con lo distinto.
-En todo ese tiempo en que usted no publicaba, se dedicó a acumular experiencia como director de cine.
-Experiencia no sé si será la palabra. Si hay tres o cuatro películas que rescataría, pero era más bien una ocupación… Digamos que ahora escribo todos los días para mantenerme vivo, pienso que mientras siga escribiendo me mantendré vivo. Lo cual no significa que vaya a dejar de hacer cine. Pero tampoco tengo ganas de hacerlo dentro de un esquema tradicional o convencional, ¿no? El año pasado hice Apuntes para una biografía imaginaria y ahora estoy trabajando, preparando otra que se llama Nocturno, que continúa un poco en esa veta pero que no tiene archivo, sino, apenas, flashes muy breves de archivo. Ambas integran seguramente la parte uno y dos de algo que va a tener tres partes, que es un capricho. Y un capricho porque es la típica creación cinematográfica que se hace al margen de las estructuras de la industria pesada.
-Bernard Shaw escribió en su libro Dieciséis esbozos de mí mismo que «las mejores autobiografías son confesiones. Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas sus obras son confesiones». Detrás de sus libros siento que hay algo de esto.
-Hay una parte de eso, pero a mí me gusta mucho jugar mezclando cosas de mi experiencia vivida con otras completamente inventadas. Pero no lo hago como un recurso para esconder o disimular lo verdadero entre la ficción, sino que simplemente pienso que lo que uno imagina es parte de la experiencia, porque aquello que imagino corresponde a una parte de mí y otra persona imaginará otra cosa. Entonces, aún lo que yo imagino es parte de mi experiencia, de mi vivencia. Lo imaginario, lo inventado son tal vez como lo vivido.
-De allí viene el título de su película, Apuntes para una biografía imaginaria.
-Qué te voy a decir, muchas de esas cosas corresponden a lo que me hubiese gustado que pasara. Y lo que me hubiese gustado que pasara es mío: si no ocurrió como experiencia vivida, ocurrió como deseo, y ese deseo es mío. Estoy reivindicando la idea de que lo subjetivo, lo que es inventado, también es propio. Pero subjetivo no es la palabra, es propio. Y después todo está mezclado. No me interesa la confesión por la confesión, para nada, ¿eh? Me interesa inventar, pero lo hago a partir de cosas que me han pasado o que conozco. Y después el entretejido, el entramado es a veces tan fuerte que yo mismo no llegó a hacer la distinción entre que es uno y que es otro.
-Las referencias temporales también son una marca en sus libros, el hablar sobre el pasado. Incluso en sus ensayos.
-A mí me interesa mucho el pasado, porque es para mí como la reserva ecológica donde todavía permanecen cosas que han desaparecido hoy. El presente, para mí, es muy difícil de novelar, de tomar como elemento de ficción, me parece que es algo que se escapa entre los dedos. En cambio, del pasado uno va tomando cosas que se dejan manejar y que las encuentro con una cierta extrañeza, porque ya no existen. Son como pedazos de un meteorito que han quedado en la tierra.
-En alguna parte de su última novela escribió que «el reencuentro nunca es feliz: pueden salirme al paso ausencias que señalen, como si hiciera falta, el mero paso del tiempo.”
-Si, pero eso es en el sentido afectivo más bien. Lo que yo digo es material: agarrar un diario viejo y empezar a mirar los anuncios, las noticias policiales, todo eso para mí es muy entusiasmante, me sugiere muchas cosas. En mi novela El rufián moldavo puse algo de eso en movimiento, pero es algo que a mí siempre me ha gustado. En una época iba muy a menudo a la biblioteca del Congreso, que está abierta toda la noche, y como yo padecía de insomnio me iba ahí a mirar diarios viejos y a tomar nota de cosas curiosas.
-En el libro 120 historias de cine, Alexander Kluge afirma: “No tengo derecho de propiedad alguno sobre el presente, pero los pasados me pertenecen. […] Me da miedo que se pinte el futuro mejor de lo que es.”
-“Me da miedo que se pinte el futuro mejor de lo que es”, es brutal pero es cierto. Un sentimiento hoy muy compartible. Yo siempre desconfíe de los redentorismos, ¿no?, de “los mañanas que cantan”. No se qué será el futuro ni qué nos espera, pero es como la enfermedad: cuando aparece una droga que la vence, aparece otra que toma su lugar. Hay una necesidad de enfermedad de alguna manera y creo que todos los desastres de la historia se van suplantando unos a otros. Hoy ya no se habla de guerras mundiales, pero todo el mundo está en guerra. Son guerras parciales. Jünger tiene una frase muy interesante: “en el futuro todas las guerras serán guerras civiles”. En fin, vamos a ver que nos depara Libia hoy. Nada bueno seguramente. Si interviene Estados Unidos, nada bueno puede pasar.
-Pero en definitiva todo este asunto del miedo al futuro o de una enfermedad reemplazando a otra, ¿no es una oda a la victoria eterna de la muerte?
-O a la supervivencia del hombre, si querés, porque las dos cosas van juntas. Pero no, creo que victoria de la muerte no hay; supervivencia de la muerte sí, como del hombre.
-En uno de sus cuentos incluidos en el libro ¡Burundanga! (Mansalva) escribió: “¡Ah, sí ‘el amor que no osa decir su nombre’, hoy que ha osado decirlo pudiera dejar de vociferarlo por un instante…!” ¿Qué piensa de la mediatización de las causas de la comunidad homosexualidad en el siglo XXI?
-De nuevo, creo que hay un lado positivo y otro negativo. Por un lado es espléndido que se termine con la discriminación. Por otro lado se convierte en una cosa políticamente correcta y como todo lo políticamente correcto, se vuelve un chiche. Durante mucho tiempo en las películas norteamericanas no se podía presentar a un negro como personaje negativo, porque era racista y políticamente incorrecto. Pasó mucho tiempo hasta que pudo presentarse a mafiosos negros. Ahora pasa lo mismo con los homosexuales: antes eran personajes ridículos. Se asociaba homosexualidad con afeminamiento, que era una caricatura. Ahora todos los homosexuales son nobles, lindos, sufridos. Y va a pasar mucho hasta que vuelva a aparecer el homosexual malo y perverso como personaje de ficción. En el cine estoy hablando.
-¿Y en la realidad?
-En la realidad la ley del matrimonio universal, por ejemplo, a mí me parece totalmente ridícula, porque se ha luchado tanto tiempo por que se reconozca la diferencia y ahora se lucha por el derecho a la igualdad. Alguien me dijo hace poco, no recuerdo quién, que eso es totalmente cierto, pero que nadie obliga a los homosexuales a casarse, como nadie obliga a las mujeres a abortar ni a los matrimonios a divorciarse. Que si existe la ley de divorcio, la despenalización del aborto y la ley de matrimonio universal, se acabó la discriminación. Y si alguien lo hace se podrá decir “no: no tenés derecho a discriminar, porque ante la ley el homosexual es igual al heterosexual”. Después si se casan o no se casan ya es un problema de cada uno. Lo que pasa es que a mí el matrimonio me parece una institución funesta para todo el mundo, aún entre heterosexuales: me parece que es un contrato en el que se unen intereses para evadir impuestos.
-En sus libros también es importante el tema del viaje: todos sus personajes siempre parecen estar viajando. O descienden de un viaje o van hacia un viaje. ¿hay algún tipo de creencia personal detrás de esa insistencia?
-Evidentemente no soy un sedentario y eso se ve reflejado en lo que invento, en lo que escribo, porque como decís muchos de mis personajes son viajeros. Sé que leí en algún lado, en algún libro que después o casi nunca encontrarás, eso de la muerte como un viaje que sucede en etapas, una cosa gradual y no súbita.
-Usted mencionó recién el título de su próxima película, Nocturno. Y la noche justamente es otro de los mundos en en los que los personajes de sus libros y películas habitan todo el tiempo. ¿Que es lo que sigue buscando en la noche?
-Creo que eso es herencia del romanticismo alemán. La noche es un lugar íntimo y el día el lugar social. La luz iguala todo, la penumbra quita relieve. Nocturno va a ser una película cuya banda de sonido estará íntegramente construida con poesía: va a haber Hölderlin, Novalis, Robert Frost. Mucha poesía en off, dicha, no declamada. Y hay un personaje que circula por toda la ciudad, de noche, viendo, entreviendo, imaginando cosas distintas. Pero en uno de los textos que no son citas de poesía, sino un texto que escribí yo, dice algo así como “nosotros, los de la noche, nos reconocemos. Cuando otros van a refugiarse en la paz engañosa del hogar, nosotros salimos a confrontarnos con esa verdad que la luz oculta y la oscuridad revela”.
–La tercera mañana, su última novela, comienza justamente así, con un chico que descubre la noche. Porque pareciera que descubrir la noche es descubrir la vida.
-Bueno, para él es así. La noche es el negativo del día: el día es lo aceptado, la vida de familia, lo cotidiano. La noche es algo de lo imaginario, lo que él asocia con las películas que vio y con las novelas policiales que leyó.
-Justamente, dice que los recuerdos en la memoria están ligados con el mismo mecanismo del montaje en las películas. Entonces, así como una película puede montarse de mil maneras ¿puede ser que con los mismos recuerdos puedan montarse diferentes memorias?
-¡Uh, totalmente! Pero no deliberadamente: la memoria va eligiendo, así como cancela aquello que quiere borrar, va privilegiando otras. Los últimos años de vida de mi madre, en los que lentamente se iba hundiendo en la senilidad o en el Alzheimer, yo le preguntaba cosas del pasado, de mi infancia -algunas inverificables, porque eran anteriores a mi memoria- y lo que ella recordaba era completamente distinto de lo que yo recordaba. Y no sé si era la senilidad de ella la que le borraba cosas o, al contrario, si recordaba muy bien y era mi memoria de adulto la que había cancelado cosas porque le resultaban incómodas y no las quería recordar. Cuando se realiza un montaje, uno elige algunas cosas y deja otros fuera. Es muy difícil saber hasta qué punto la memoria opera de ese modo.
-En El rufián moldavo (La Bestia Equilátera) usted refiere a un concepto parecido. Habla de “el temible poder de lo callado”. Y cuando uno escribe o hace cine, como usted decía recién del montaje, es uno el que elige que conserva y que descarta. ¿Pero qué cree que es más difícil: decir o callar?
-Es que no lo veo en esos términos. Escribir es ir eligiendo, hacer un montaje. Yo por ejemplo escribo siempre mucho más largo de lo que después termina siendo el libro y después voy cortando. Lo ideal es que lo que se elige parezca la punta de un iceberg y que el lector sospeche que hay nueve décimas debajo. Eso le da cierto poder, cierta densidad a la ficción. Pero eso tiene que ver con una cuestión de economía literaria, porque hay distintas maneras de narrar, distintas maneras de concebir la escritura. Para mí es: escribir y después ordenar, cortar, cambiar de lugar. Montar, casi cinematográficamente. Ahora, “lo callado” es otra cosa. Yo creo que lo callado es lo sagrado. Así como Borges dice que en El Corán hay 99 nombre de Dios y un centésimo que nunca se nombra, creo que lo callado es lo que alimenta la imaginación. No es por azar que tanto el psicoanálisis como la Iglesia Católica trabajen sobre la palabra dicha: uno va descargando cosas. Y una vez que uno descarga esas cosas, se purifica. Pero no es una idea de salud, en el sentido terapéutico, que a mí me interese. Al contrario, yo creo que uno trabaja con lo oscuro que hay adentro y que lo va sacando de una manera desviada, metafórica, a través de la ficción, de lo que uno escribe. Por eso para mí lo callado es lo que mantiene viva a la ficción, lo que yo llamo lo imaginario. Pienso que hay cosas que una vez que las escribo, me libero de ellas.
-Usted ha dicho sobre Borges que “la condición real de sus ensayos es la de ejercicios narrativos”. Eso lo escribió en los años ‘70…
-Sí, pero es un libro que no me interesa reeditar. Lo único que tenía de interesante es justamente ese ensayo y prefiero que quede así. Si alguien me quiere tomar en serio, que empiece por Vudú urbano.
–Pero tantos años después, ¿no siente que hay una definición sobre su propia escritura en eso que ha dicho usted sobre Borges?
-Puede ser. Alguien dijo, no recuerdo quién, cuando se editaron juntos La novia de Odessa y el libro de ensayos El pase del testigo, que alguno de los cuentos podía parecer un ensayo y viceversa, que podía haber vasos comunicantes entre ambos libros.
Después de casi una hora de charla, Cozarinsky me sugirió amablemente que dejemos el resto de mis preguntas, que todavía eran muchas, para otra oportunidad. Me agradeció la gentileza de haber pensado en él y me despidió presentándome a otro hombre, otro periodista, que de inmediato ocupó la silla que yo le dejaba tibia. Con él siguió con la charla, que seguramente era la continuación de alguna también pendiente, como la que acabábamos de dejar.
Aquella vez Cozarinsky, que no era muy afecto a ser fotografiado, me pidió que la entrevista se hiciera sin fotógrafos. Pero esa misma tarde me envío por correo varias fotos. Entre ellas una bellísima, en la que se lo veía muy joven, en 1974, mientras escribía con la ayuda de la luz que iluminaba París una mañana de hace exactamente 50 años. En algún lado la debo tener guardada. Ahora pienso que tal vez, como ocurre con los integrates de algunas culturas primitivas, Cozarinsky no quería cederle ningún pedazo de su alma a los fotógrafos y prefería reservar lo que le quedaba de ella para sus próximos libros. En ellos sus lectores podremos seguir charlando con él, hasta que nos toque acompañarlo.