La rebelión de los «chalecos amarillos» asestó una derrota al gobierno de Emmanuel Macron. Detonada por un impuesto a los combustibles, la revuelta se extendió y se convirtió en un fenómeno mucho más profundo que un reclamo corporativo: la rebelión de los perdedores contra el gobierno de los ricos.
Macron intentó frenar el movimiento mediante la suspensión del impuesto que debía comenzar a regir desde enero y luego –ante la persistencia de la movilización popular– tuvo que anular el tributo. Pese al retroceso vergonzante, para los manifestantes es demasiado poco y demasiado tarde. Las acciones continúan, los estudiantes se sumaron a la ola amarilla y salieron a las calles, mientras la mayoría abrumadora de la sociedad apoya el movimiento.
El chaleco amarillo forma parte del equipo de auxilio que los automovilistas deben portar para eventuales contingencias. Toda una metáfora de la situación en la que se encuentran las mayorías populares en el país galo: en estado de emergencia permanente.
¿Qué reclaman los «chalecos amarillos»? Si el aumento del impuesto a las naftas fue la chispa, las reivindicaciones policlasistas, variadas y diferentes, pero con fuerte impronta popular pueden sintetizarse en: vivir dignamente del salario o de las jubilaciones, dejar de ser los que pagan la fiesta de los privilegiados.
La cuestión viene desde allá lejos y hace tiempo. Los últimos gobernantes franceses, como el conservador Nicolás Sarkozy o el «socialista» François Hollande aplicaron una misma receta para la crisis del país: redujeron los impuestos a las grandes fortunas, al tiempo que aumentaron los que pagan las mayorías. Sarkozy los recortó en 15 mil millones de euros, Hollande en 10 mil millones. El «socialista» de la triste figura no tuvo mejor idea que acompañar este generoso favor a los poderosos con el congelamiento de las pensiones jubilatorias por cinco años y aplicó un programa de auxilio a los empresarios para «facilitar la creación de empleo». Una propuesta que nunca jamás funcionó en ningún lado, tampoco en Francia. Un banquero formado en la banca Rothschild era su ministro y asesor: se llamaba Emmanuel Macron. Como en tantas otras ocasiones, los moderados del mal menor abrieron el camino más directo hacia el mal mayor.
Cuando llegó al gobierno sobre las ruinas del viejo régimen de partidos, Macron continuó con la misma hoja de ruta de eliminación de impuestos a las riquezas con la excusa de facilitar la, ejem…, «lluvia de inversiones». La consecuencia fue el aumento del desempleo y el enriquecimiento mayor de los más ricos. Pero también complementó su programa con el impulso al desmantelamiento de los ferrocarriles –en ese marco enfrentó una dura huelga– y ajustó organismos estatales en diferentes esferas. Achicó el Estado y no agrandó a la nación. Además, impuso unilateralmente una contrarreforma laboral que benefició a los empresarios porque puso un límite a las indemnizaciones y facilitó los despidos por presunta crisis, entre otras bellezas.
No es casualidad que los jubilados sean legión entre los «chalecos amarillos» y que el movimiento tenga una faceta contradictoria ante la cuestión impositiva: el rechazo a los impuestos que algunos quieren enmarcar en una narrativa neoliberal clásica, pero que sin embargo tiene el motor de la desigualdad con respecto a quienes tributan y quienes son los favorecidos (y exentos) de siempre.
Ante la irrupción del movimiento, también surgieron análisis superficiales o interesados que etiquetaron mecánicamente a los «chalecos amarillos» como idénticos a quienes fueron base de los llamados populismos de derecha en otros países: la participación de personas referenciadas en el Frente Nacional de Marine Le Pen aportó a esas lecturas, así como algunas demandas sectoriales que exigen rebaja de aportes patronales. Pero como bien describe un artículo de opinión publicado en The New York Times, lo que hace diferente a la revuelta francesa es que no ha seguido el habitual libreto de las movidas populistas: «No está ligada a un partido político y mucho menos a un partido de derecha. No se enfoca en la raza o la inmigración y esos problemas no aparecen en la lista de reclamos de los ‘chalecos amarillos'». Tampoco está dirigido por un líder único y el nacionalismo chovinista no forma parte de la agenda.
En un escenario con sindicatos extremadamente moderados que fueron impotentes para detener las afrentas de las últimas décadas y con la crisis de un régimen cada vez más escindido entre representantes y representados –el macronismo es la etapa superior de esa crisis– es que se puede entender el rechazo popular de la política entendida como politiquería.
En la remembranza de la tradición de revuelta y revolución que acumula la historia de Francia, también comenzó una disputa por el linaje en el que hay que inscribir al movimiento. Algunos, desde la derecha de la pantalla, aseguraron que los «chalecos amarillos» recuerdan a los jacquerie, nombre con el que se conocen los levantamientos de los campesinos franceses de la Edad Media. Con esa denominación pretendieron destacar despectivamente el contorno más brutal o hasta de tosca estupidez «campesina» que caracterizaría a los manifestantes. Sin embargo, las profundas aspiraciones democráticas que expresan y una crítica radical a toda delegación, implican para otros –como el destacado historiador Gérard Noiriel– que hay que remitirse a la tradición de los sans-culottes de 1792-93, los ciudadanos-combatientes de febrero de 1948, los communards de 1870-71 o los anarcosindicalistas de la Belle Époque.
Por supuesto, el movimiento no está libre de contradicciones y las perspectivas están más que abiertas. Su evolución en un sentido progresivo o eventual victoria no será el fruto del análisis, será el producto de una tarea estratégica. Para ese desafío no es indistinto si el énfasis se coloca en los límites o en las potencialidades. En todo caso, como diría Antonio Gramsci: «En realidad, ‘científicamente’ sólo se puede prever la lucha».
La revuelta ya cambió el escenario político francés e introdujo a Macron en una crisis aguda y también implicó una contratendencia a los avances de las derechas que parecían teñir de lleno el panorama internacional.
El movimiento de los «chalecos amarillos» también deja lecciones para el diseño de una solución francesa a los problemas argentinos. Es un alerta para el gobierno de Macri (que tanto festejó a Macron en el reciente G20): no todo aparente quietismo ante un ajuste salvaje es sinónimo de pasividad eterna. Pero el movimiento deja más conclusiones para los dirigentes de la moderada oposición política, sindical o de los movimientos sociales que se consideran expertos en el tiempismo condicionado por un electoralismo a prueba de balas. A todos ellos y ellas no les vendría mal un poco de odio francés. «