Tan atípico en todo, Qatar 2022 también es único para los argentinos y para todos quienes vivimos en el hemisferio sur: un Mundial en verano. Desde su primera edición, en Uruguay 1930, las Copas del Mundo siempre se jugaron entre junio y julio, pleno verano boreal, acorde a un orden mundial manejado desde el norte: un evento al final de la temporada, casi veraniego, para jugarlo en mangas cortas y disfrutarlo con una cerveza al aire libre.
Claro que hubo Mundiales organizados en países meridionales, y entonces vimos a futbolistas en mangas largas, como Chile en 1962, Argentina en 1978 y Sudáfrica en 2010, pero no cambiaba la ecuación. Para quienes habitamos esta parte del mundo, todos fueron Mundiales con camperas, en habitaciones cerradas y cerca de estufas y, para quienes viven al norte del Ecuador, todas fueron Copas del Mundo con calor, poca ropa y bajo el sol o las estrellas.
Este extraño Mundial entre noviembre y diciembre cambió la ecuación de quienes lo vemos por televisión debajo del trópico de Capricornio. Es la primera vez y será, también, la última.
La multitud que este sábado por la tarde se juntó alrededor del Obelisco y la avenida Corrientes, más la enorme cantidad de hinchas con camisetas de Lionel Messi en calles, bares, plazas y colectivos que siguieron moviéndose por Buenos Aires y en el resto del país durante toda la noche, empiezan en la conexión entre la Scaloneta y los argentinos. Hay una generación (ya no sólo de hombres, como había ocurrido en el fútbol hasta hace un puñado de años) que redescubrió su alegría por la selección tras la Copa América. A esa conexión, por supuesto, lo acompañan los resultados, este pase a los cuartos final, el nivel de Lionel Messi, el jugador del que nada puede decirse a su altura.
Pero además hay un condimento desconocido que ayuda a la invasión callejera de la patria futbolera: el verano (ok, en rigor, el final de la primavera, pero su espíritu). Qatar 2022 es una Navidad futbolera. ¿Cuántos «Messis» vimos ayer sábado y hoy domingo, y veremos mañana lunes y este viernes de cuartos de final ante Países Bajos -encima feriado-, por cada cuadra? ¿Cinco, seis, siete camisetas con el número 10 cada 100 metros?
Los Mundiales en verano son hermosos y no lo sabíamos. Es un privilegio reservado a los septentrionales, ya sean europeos, norteamericanos o japoneses: festejar un triunfo en bermudas o vestidos livianos un sábado a la noche al aire libre, o ver un domingo a Kylian Mbappé al lado de una pileta o frente a un ventilador o con las ventanas abiertas, es un placer. Parece ornamental pero no: amplía el volumen de fiesta, las calles se convierten en tribunas. Si el fútbol es una excusa para las relaciones humanas, un Mundial al borde de fin de año lo multiplica.
A un simple tuit como «Mundial y verano, ese combo imbatible», el director Asif Kapadia, a cargo de uno de los mejores documentales de Diego Maradona, escribió desde su residencia en Londres: «Hasta ahora no había pensado en esto, pero es el primer Mundial en ‘verano’ para argentinos, brasileños, australianos y los habitantes del hemisferio sur».
El final del gobierno de la Alianza -sus decenas de muertos alrededor de Plaza de Mayo- dejó un fantasma que se repite desde hace 20 años: «a ver qué pasa en diciembre en la calle». Nada de lo que haga la selección solucionará las urgencias económicas ni sus reclamos. Pero ahora, aún a espera del partido ante Países Bajos por un lugar en las semifinales, lo que tenemos es un diciembre hermosamente futbolero, con chicos, chicas, mujeres y hombres vestidos de Argentina por la mañana y por la noche, al aire libre, cerveza fría en mano, como si todos cantáramos la versión argentina de una de los temas más famosos de los Mundiales, el de Italia 90, «Un verano italiano», esa de «Noches mágicas, persiguiendo un gol, bajo el cielo de un verano italiano».
El de Qatar es un Mundial bajo el cielo de un verano argentino.