“El tipo más echado de la Argentina.” Así define el historiador Bruno Napoli a su maestro y amigo Osvaldo Bayer. Se molestaron con él las autoridades de la facultad de filosofía cuando Perón le entregó el rectorado a un cura. Entonces Osvaldo viajó a Alemania y disparó desde ahí con su máquina de escribir, hasta volver para ingresar en el Partido Comunista para ser echado a los tiros por los camaradas indignados. Como secretario general del sindicato de prensa se negó a vender a sus compañeros y la patronal lo pasó a retiro, pero rápidamente Osvaldo decidió aceptar una invitación del diario Esquel y viajó a la Patagonia por primera vez. Apenas advirtió la corrupción de políticos y empresarios de la zona como parte de una forma de opresión contra los trabajadores, la peonada y los pueblos mapuche, comenzó a denunciarlos en el diario. La respuesta fue el armado de una causa falsa hasta que, finalmente lo echaron. Pero no conforme con la idea de volverse así nomás a Buenos Aires, con Marlies y sus cuatro pequeños hijos se mudaron a una cabaña en cuyo altillo, con ayuda del radical díscolo Chayep y de un mimeógrafo armó La Chispa, subtitulada: “Contra el latifundio, contra el hambre, contra la injusticia”. La respuesta, apenas unos meses después, tras lograr sacar ocho números incendiarios, fue la expulsión del pueblo a punta de fusil por parte de la Gendarmería.
Las situaciones se repiten, desde su visita a Rauch recordando la misión criminal contra los pueblos indígenas del militar prusiano y sugiriendo un cambio de nombre del pueblo, que deriva en su detención y envío a una prisión de mujeres, hasta la aparición de su nombre en uno de lo listados de la Triple A, cuando se ve obligado a exiliarse con su familia en Alemania. En ese país rechazó el subsidio para refugiados políticos porque el Estado alemán les vendía armas a los militares genocidas argentinos. Participó de polémicas intestinas y lo desinvitaron más de una vez de congresos o seminarios. A la vuelta del exilio, crítico de la presencia de ex funcionarios de la dictadura en el gobierno de Alfonsín, nadie le dio trabajo, hasta que Página 12 le ofreció publicar sus notas. En la década del 90 sobresale el momento en que, por unas líneas en un artículo suyo donde propone unir las “patagonias” chilena y argentina para marchar a una lógica bioceánica (desde una mirada latinoamericanista) y terminar con los negociados de algunos intereses privados y provinciales, fue declarado persona no grata en el Senado de la Nación, previa discusión en que algunos senadores querían acusarlo como “traidor a la patria”… ¡justo ellos que habían rifado el patrimonio público por chimangos! Su intransigencia lo ubicó también como crítico del kirchnerismo (lo que significó ejercicios de ninguneo y cuestionamientos por parte de un sector del progresismo). Durante el gobierno de Macri, al cual consideró como una reedición de la década del 30, se dejó visitar por una Cristina Kirchner en plena campaña por la elección intermedia, apenas publicada la edición facsimilar de La Chispa. Pero, con valoraciones y críticas, no movió ni un centímetro sus posiciones.

La familia Martínez de Hoz lo llevó a juicio y cuando le preguntaban qué haría en caso de perder respondía que sólo tenía su departamento (el mítico Tugurio en Arcos y Monroe), de modo que sin problema se iría a vivir a la placita cercana (Plaza Alberti). Gracias al patrocinio del recordado Beinusz Szmukler, Osvaldo ganó el juicio y se quedó hasta el último de sus días en el Tugurio. Por cierto, su partida fue plácida, se podría decir que el único lugar de donde no lo echaron fue este mismísimo mundo, al que se aferró con elegancia y pasión. Fue tan intransigente como pacífico, tan amable como cuestionador. No decía malas palabras, solo lanzaba frases hirientes para algunos y reivindicativas para otros –no hace falta aclarar qué le tocaba en ese reparto a las comunidades indígenas, a los trabajadores, a todos los que luchan y qué le quedaba a las patronales, los gobiernos y todos los que avalaron alguna forma de fascismo.
El día después del 24 de marzo, en el puesto Güer Aike de Río Gallegos (Santa Cruz), un tractor de vialidad nacional destruyó un monumento a Osvaldo Bayer, una escultura metálica que representa el dibujo de su rostro, con una leyenda que reza: “Bienvenidx, usted está ingresando a la tierra de la Patagonia Rebelde”. Es decir, el Estado atacó a la figura de un verdadero libertario. La casta política prebendaria violentó el memorial de una persona insobornable, singularísima. La pequeñez de quienes puedan estar detrás de esa provocación se corresponde con la cobardía de quien gobierna nuestro país, a base de viejas recetas y nuevas tecnologías, con la policía de su lado y el cuerpo lo más lejos posible de la escena. Hay quienes comparan al presidente con líderes fascistas, pero Milei no es comparable sino con los pusilánimes que hicieron posible semejantes experiencias políticas. Aunque rimbombante en su performance, de apariencia atormentada, no deja de ser, en el fondo, un pobre tipo, un personaje gris. Lejano a la gente común que lo votó, gusta de aviones privados, hoteles costosos, hermetismos presuntuosos…
Osvaldo mantenía su casa abierta. Las anécdotas de quienes lo visitaban a diario no dejan de brotar de nuestro suelo. En esos últimos largos años de su vida, bastaba con golpear la puerta y encontrarlo, dejarse invitar y conversar, seguramente en compañía de algún espirituoso. Su gesto pícaro y amoroso está grabado en nuestro deseo de justicia, su complicidad nos va a acompañar en el final de un gobierno que encarna la versión más estúpida de nuestro país, un final que vamos a celebrar brindando por Osvaldo. Los cobardes que se esconden detrás de un tablero de tractor o de una orden mal avenida a un policía (como cuando reprimen jubilados) encarnan el punto de vista de los asesinos de aquellos trabajadores de la Patagonia, se ubican sin estilo del lado de los estancieros locales y extranjeros, de los conservadores de todas las épocas, de quienes prefirieron siempre la riqueza a la vida, de brutos o cínicos que persiguieron a cuanta sensibilidad rebelde se interpusiera en su camino. Cuando un gobierno que reivindica a la dictadura de la desaparición de personas (como la solía llamar Osvaldo) avanza contra la memoria de una persona irreductible como Osvaldo Bayer, un libertario que ofreció en garantía su cuerpo por cada uno de sus enunciados, confirma la grandeza del agredido.
Lo único que nos va a quedar de este gobierno dedicado al estropicio es la indicación de no olvidar ni perdonar el daño que hizo. A Osvaldo lo vamos a seguir publicando, leyendo, construyéndole altares risueños y brindando hasta emborracharnos con su recuerdo. La destrucción de un monumento representa un minuto en la memoria eterna de su figura, mientras que el minuto de fama de Milei y los libertarianos está destinado a disolverse en el eterno e impasible olvido.
El autor es ensayista, docente en investigador (UNPA, UNA), integrante del IEF CTA A y del IPyPP, participa del Grupo de Estudio de Problemas Sociales y Filosóficos IIGG-UBA, codirector de Red Editorial, autor de Nuevas instituciones (del común), entre otros, coautor de La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco), con Miguel Benasayag, Del contrapoder a la complejidad, con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag, El anarca (filosofía y política en Max Stirner), con Adrián Cangi, entre otros. Fue conductor y coproductor de Pensando la cosa, integró Arte sin techo entre otros proyectos sociales.