Ayer los distintos cuerpos policiales de Estados Unidos no asesinaron a ningún negro ni a ningún latinoamericano llevador de piel cobriza. Aparentemente, no asesinaron a ninguna persona. Podría ser, también, que la propia policía y los fiscales hubieran optado por ocultar la realidad como lo hacen habitualmente, tantos otros días de todos los meses de todos los años. O como lo hicieron el presidente electo y su futuro superministro ajustador el primer día del año, cuando a las puertas de un hotel de Donald Trump en Las Vegas estalló una camioneta explosiva (una Cybertruck) recién salida de una de las plantas de Tesla, la fábrica de vehículos eléctricos de Elon Musk. Lo condujo Matthew Livelsberger, de 37 años, un «boina verde» del Ejército estadounidense en servicio activo.
Los dos sujetos, Trump y Musk, callaron. Peor, dijeron tonterías.
Ayer fue un día precedido por una sucesión de días de horror iniciada el 29 de diciembre, cuando las autoridades revelaron que, 20 días antes, en una comisaría de la muy bella y cosmopolita Nueva York, 13 policías y una enfermera habían torturado hasta la muerte al negro Robert Brooks. No se dijo por qué se demoró la “investigación administrativa”. Todo fue ocultado, y cuando no quedó otra opción acudieron a un habla cuidadosa. Brooks fue “maltratado”, no torturado. A la tarima donde lo estaquearon la llamaron “mesa médica”. El parte oficial dice, delicadamente, que Brooks “murió debido a acciones de otra persona”. La fiscal general de Nueva York advirtió que algún agente podría ser dado de baja.
El tándem Trump-Musk –¿cuál de los dos gobernará?– se hará cargo de la seguridad interna del país cargando con una serie estadística que asusta, pero a la que nunca denunciaron durante los cuatro meses de campaña electoral. En todo 2024, sólo hubo 20 días en los que la represión no mató a nadie, y en los meses de setiembre y noviembre no hubo ningún día en el que no muriera alguien bajo las balas o la tortura policial. Pero el récord de la barbarie lo había tenido el 2023, en el que el 98% de las 1183 muertes violentas causadas por los cuerpos policiales, quedaron impunes. No se presentaron cargos, no fueron investigadas ni hubo consecuencias penales o laborales para asesinos y torturadores.
En esta materia, al menos, parece que al faro de la libertad, como les gusta presentarse a los norteamericanos, se le sulfataron las pilas. Y todo por culpa de una llamada “doctrina de inmunidad calificada”, votada por la Suprema Corte en 1967. La norma impide demandar a los oficiales del gobierno cuando violan la ley “si lo hacen de buena fe”, un concepto de una laxitud sin límites, tan criminal como los mismos crímenes que se deberían juzgar.