2024 ENERO

Lunes 1, Santa Teresita

Va a la playa con Clara y Lisandro pasada la medianoche. Bajan por la 32 y caminan hasta la 35. Les gusta el ritual costero de cientos de personas que se instalan frente al mar, como delante de una inmensa pantalla, con tragos, comida y música para recibir el Año Nuevo. No hay tanta gente como ha ocurrido en años anteriores, seguramente por la última devaluación y la incertidumbre que generan los anuncios del gobierno. La atmósfera festiva se contamina de todo esto y el ánimo social decae pero en la playa, casi de un modo milagroso, esas preocupaciones parecen disolverse. Una pareja corre de manera alocada y se mete al agua, sin sacarse la ropa, dejándose azotar por las olas, como si tropezaran con alambrados en un campo de agua disolviéndose en la oscuridad. Les tiene un poco de envidia y se le viene a la mente una metida al mar en una playa de Ecuador, allá por los años noventa, cuando se abrió paso en una alfombra de cangrejos para darse un chapuzón en un mar de una transparencia oscurísima, le sale escribirlo de esa manera. Su hijo le dice que le gustaría meterse alguna vez en el mar de noche. Dale, lo hacemos, le responde.

Lunes 1, de tarde

En la playa de la 32 se da chapuzones rabiosos, cuatro o cinco y sale desnorteado del agua. Entró al mar con una sensación amarga porque en las primeras horas del año apuñalaron a un pibe que vivía en Mar del Tuyú. Hay imágenes de Tomás –así se llamaba– defendiéndose de los golpes que le tiraban unos cinco o seis flacos dentro del agua, pasando el muelle. Es una réplica horrible de casos anteriores. Frente a la comisaría de Santa Teresita hay refriegas, la tele registra y azuza, hay un conato de represión que se diluye a poco de empezar. Temprano llovió, cuando fueron al mar pescaron un poco de sol y eso fue todo. El primer día del año, escribe, ojalá pudiéramos borrarlo de nuestras vidas.

Martes 2, playa de la 32

Entrada al mar en pleno mediodía. Olas rápidas, todo un océano en cámara rápida que arroja una ola tras otra. Se da seis, siete chapuzones, mientras se seca al sol se pone a observar los chapuzones de las demás personas, entrecierra los ojos y hace visera con la mano derecha. El mar está marrón café con leche y por momentos se pone plateado; brilla la espuma que salta de una ola a otra, le gusta imaginar que se prestan la espuma, incluso las turbulencias. Los últimos chapuzones se sucedieron como acordes finísimos: pudo sumergirse por entero y atrapar la turbulencia de la ola con los pies, uno de sus movimientos predilectos que consiste en arquearse un poquito, sentir que la ola va retirándose y entonces darle, con la punta de los pies, un envión de despedida. Tiene la certeza de que los mejores chapuzones se los da al mediodía o antes del mediodía; los de la tarde obedecen más a la costumbre, ¿será? Dos chicas entran al mar, una con una camiseta de fútbol de un club que desconoce, la otra con una remera violeta. Juegan a tirarse arena hasta que la segunda se cansa del bombardeo y le dice “dejá de tirarme barro”; la otra no le hace caso, sigue hasta que queda tirada en la orilla, exhausta, de repente los reflejos se le meten como briznas en los ojos, se distrae del resto del mundo y queda ahí, con la cabeza en cualquier lado, mientras la otra se da brevísimas zambullidas para sacarse la arena del pelo. Después de mirar tantas veces el comportamiento de otras personas cuando se paran frente a una ola y la atraviesan, concluye que existen siete maneras básicas de darse un chapuzón:

1) dar como un saltito ni bien llega la ola, un pequeño brinco con el propósito de aminorar la intensidad del impacto;  2) la de los pibes que chocan contra las olas como si quisieran destrozarlas; ) la técnica de las personas más grandes, temerosas o menos atrevidas, que optan por ponerse de lado para evitar la caída;  4) lo que llama “descontrol”, tirarse con el cuerpo suelto, a lo que venga;

5) darle la espalda a las olas como un reaseguro de estabilidad; 6) la gente que hace tirabuzón o se convierte en remolino, da vueltas cuando llega la ola y sale en cualquier dirección; y 7) los chapuzones clásicos de entrada y salida (como los suyos).

Martes 2, de tarde

Escribe que con su hijo se quedaron más de media hora dentro del agua, en la playa de la 31; aunque estaba un poco fría dejaron pasar los minutos, imantados por su transparencia y las tonalidades de un verde mineral. Hablaron de paisajes, del mar, de lo increíble que es el mar visto como paisaje y de cómo el paisaje se desdibuja cuando lo mirás desde adentro. Permanecieron en medio de la canaleta de olas altas que Lisandro “esquivaba” elevándose, al mismo tiempo que él se puso a hacer la plancha hasta que una ola lo dio vuelta. Una tercera ola entró con más fuerza en la canaleta y le mojó la cabeza a su hijo; él se hizo el distraído y evitó reírse para que no se sintiera ofendido.

Miércoles 3, de mañana

Calor, sol picante (el sol picante, escribe, vino para quedarse, fagocita cualquier tipo de piel, ¿cuándo será el día en que ya no se pueda ir a las playas sin vestirse por completo?). Deja el morral entre las playas de la 32 y la 33; se da dos largos chapuzones, el segundo más automático, como si fuera una fotocopia del primero. Hay canaleta, el agua parece un tapiz marrón que por momentos se hace líquido, se deshilacha por una fuerza interior que teje y desteje; no hay demasiadas olas y cuando se forma una de mayor tamaño resulta ser inofensiva, una ola blanda sin importancia. Los chapuzones, entonces, lejos de resultar beligerantes se vuelven una diplomacia regida por el vaivén. Hamacas de agua, rasantes, quién pudiera colgarse durante horas, como si fuese una embarcación vuelta hacia abajo, ya sin timón, algo inorgánico a lo que el vaivén le insufla vida (ocultarse del mundo en esos desplazamientos providenciales, qué locura). Le llegan, atemperados, los sonidos de la vida en las orillas. Quiso, más tarde, rememorar esa sordina debajo de la ducha y no hubo caso. 

Miércoles 3, de tarde

El mar, en la playa de la 33, sigue tan lindo como hace un rato, aunque estuvo mejor meterse de mañana. Hay mucha gente en el agua y ya no puede recuperar la sensación aquella, la permanencia en el vaivén, ese hamacarse; extraña aquel cobertor tejido de olas y se siente poco menos que una boya despintada, desviviéndose en su tarea de esquivar personas, por acá y por allá, a los codazos, no terminan de armarse las olas que habiliten el chapuzón, se retira con las manos vacías. 

Jueves 4, de mañana

Frescor sorpresivo en el arranque de año; nubes chicas y bajas, el sol mucho más débil que ayer, aunque esto puede cambiar de un momento a otro; es muy probable que después del mediodía haga más calor, escribe, y de inmediato se desdice: podría ser al revés, que la temperatura suba es decisión del viento. Se queda mirando el agua, no sin extrañeza y a la vez con pretensiones de oráculo; lo invade la sensación de un divorcio ilógico porque no hay chapuzón, ese nudo gordiano donde su cuerpo y las olas extravían sus diferencias.

Jueves 4, de tarde

El mar sigue revuelto. Desde hace días, una canaleta pronunciada delimita la zona donde está permitido zambullirse de la otra, la peligrosa por oceánica (no es un problema para él; escribe, una vez más, que lo suyo es el chapuzón y, en segundo plano, o como una consecuencia directa, hacer la plancha).

No le interesa la natación. A pesar de su cuerpo macizo y un tanto fláccido, puede flotar con extrema facilidad; pero nadar le cuesta, siempre le ha costado la brazada, la combinación armónica de una serie de movimientos, la respiración ajustada, siente el acto de nadar como un chaleco de fuerza, no es lo suyo, no es para él. En cambio el chapuzón, con esa ausencia de épica y esa falta de instrucción le viene al pelo, porque él se siente así, bastante rústico y un poco antisistema, las palabras que elige para delimitarse un poco más son “renegado” y “periférico”. El nado es central; el chapuzón, en cambio, es su rémora. No hay olimpiadas de chapuzones y los clavados, aunque estén en la familia del asunto, nada tienen que ver.

Camina hasta el borde de la canaleta, donde se disuelven las olas; inexplicablemente surge una ola buenísima, hermosa, una ola explosiva, y antes de la salida de ese chapuzón ya está buscando una nueva ola que estire un poquito más esa sensación, pero no aparece, entonces se mete un poco más abajo y cambia de posición en la superficie, pero nada, entonces decide no esperarla más y sale del agua. A metros de él hay un niño macizo que le da trompazos al mar, le grita, insulta en otro idioma, pelea, tira patadas, destruye el muro de olas que se le cae encima, resiste, resopla, grita una vez más, de repente corta la batalla con un chapuzón impecable y sale corriendo del agua.

Viernes 5, de mañana

Hay más de 50 metros de arena firme en la playa de la 33, algo inusual porque en ese lugar siempre es bien corta, aun con la marea en bajante, y los turistas se apilan (se han resignado de que así sea en las playas más céntricas). Sol, viento, nubes pesadas y a la vez dispersas, el agua marrón, revuelta, y al mismo tiempo con olas débiles, no da para sincronizar el cuerpo en la turbulencia o meterse rasante, bien por debajo, menos que menos se puede hacer la plancha. En la orilla hay huevos de pescado, no tantos como las “perlas de plástico” que ha visto en San Sebastián. Se da un chapuzón corto, retraído, recortado de la escena, de entrada pero con los modos propios de un chapuzón de salida, qué difícil está ensobrar el cuerpo cuando el mar no se deja.

Después: toallón, protector 50, piluso carioca, anteojos de leer, novela de Doris Lessing. Se concentra rápido, el libro se hace líquido, avanza la lectura y de repente frena: se pregunta si los chapuzones son la excusa para leer en la playa y no, se dice que no, aunque reconoce que las dos acciones funcionan en paralelo; nunca lee antes de darse el chapuzón del día, es siempre al revés, entonces el efecto del chapuzón trabaja sobre las lecturas.

Unos pibes hacen un pozo, juntan decenas de huevos de pescado y les fabrican con la arena mojada una fortificación. Lee hasta que se le seca la malla y regresa, por el mismo camino de ida, a la casa de su padre. 

Hay menos playa que a la mañana, el mar sigue marrón, revuelto, algunas olas están mejores y el juego de fuerzas se mantiene, el viento no molesta, en la orilla se arraciman decenas de huevos de pescado. Entra al agua, no está fría, se da tres o cuatro chapuzones hasta que encuentra una ola mayúscula, torrencial, con destreza estira su cuerpo dentro de ella y se deja estar (un poco más, otro poco más, como quien surfea una ola al revés); ojalá pudiera quedarse ahí todo el día, toda la semana, hacerse un ranchito con un tejado de turbulencias, esto lo piensa no ahora que lo escribe sino cuando la ola, más temprano, lo empujó atrapándolo, con un abrazo de despedida. Ola hermosa, perfecta, qué manera de celebrarla hasta que algo le golpeó la rodilla derecha: un barrenador amarillo que se le había escapado a un pibe. Lo sujeta y en el último flujo de la ola lo suelta; el pibe dice “gracias señor”, es la señal de salida que esperaba.

Viernes 5, de tarde

En un segundo chapuzón se pierde en turbulencias menores que reproducen las de la primera ola; se queda fijo como un arbusto hasta que llega la ola de salida: una ola poderosa, fuerte, la turbulencia raspándole la espalda: sí.

Sábado 6, de mañana

Chapuzón matutino después de la tormenta. Va con su hija a eso de las once. El mar, en la playa de la 33, está repleto de huevos de caracol y restos de hojas, ramas gruesas y unas pocas bolsas de basura que viajaron desde las bocas de tormenta hacia la playa. Poca gente en el agua, no más de quince personas entre el muelle y el espigón de la calle 27. La primera sensación al entrar fue que estaba mucho más fría que el día anterior; en el mar revuelto encuentra un par de olas extraordinarias, como salidas de un catálogo e incrustadas por el océano para él. Pasa menos de diez minutos dentro del agua pero así está muy bien.

En la orilla hay turistas en estado de confusión: algunos con mallas, una pareja en jean o ropa deportiva, mangas largas y gorras, han bajado a la playa a sacar fotos y a caminar. Él queda como desfasado, fuera de la realidad circundante, como si compareciera desde un lugar muy lejano.

Sábado 6, de tarde

Chapuzones bajo olas de turbulencias sólidas, el agua fría, mar revuelto, las burbujas se le figuraron tan sólidas como los huevos de pescado que fue pisando allá en la orilla. Consigue quedarse adentro de un par de olas potentes, pesadas; el mar áspero, marrón, cuesta integrarse a esas formas líquidas pero compactas, como hechas de un plástico semiduro. Hay días en los que el mar le da la espalda, las pruebas a la vista.

Domingo 7, de mañana

Sigue esa canaleta bien larga (como una zanja territorial) y hay una sucesión de olas muy tranquilas, líneas apenas de un pespunte regular donde se pone a hacer la plancha, pone la mente en blanco. En la segunda entrada (nomás con el propósito de refrescarse) se da unos chapuzones efímeros, insustanciales, sale y se pone a leer. Cada vez que levanta la vista del libro observa las tres franjas que tiene adelante, una bandera hecha de arena mojada, mar y cielo, y piensa qué bonito sería un país con esa bandera. Un ratito antes de irse anota lo que ve en la playa de la 33: una adolescente jugando a la pelota con su hermano, la rompe toda; un vendedor de panchos al que se le quema el carro porque el fuego de la hornalla, con el viento, le destruye la perilla de plástico primero y después le consume las servilletas y los envases de cartón; alguien le acerca un baldecito con agua de mar y el vendedor no lo agarra, se tapa la cara, una mujer apaga el fuego y el pobre muchacho está tan fuera de sí que ni siquiera le da las gracias. «

El autor

Carlos Ríos es escritor y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Nacional de La Plata, Nació en Santa Teresita el 24 de junio de 1967. Publicó más de 20 libros. Entre ellos, las novelas Estonia, El Artista Sanitario, Manigua, Cuaderno de Pripyat, Cielo Ácido y Falsa Familia; el ensayo Ecosistema de los Libros Cartoneros y los libros de poemas Un shock póstumo, La recepción de una forma y Perder la cabeza. Parte de la obra se publicó en Francia, España, Brasil, Chile, Uruguay y México.