Jean-Paul Sartre dijo alguna vez: “Paul Valéry es un pequeño burgués, pero no todos los pequeños burgueses son Paul Valéry”. Un razonamiento similar puede aplicarse a Maradona.
No se puede negar (no es necesario) que existe un uso político y comercial del fútbol y su espectáculo. También de Maradona, de su vida y su muerte. Existe una industria sobrevaluada del deporte en general y el fútbol en particular, propia del puño visible del mercado que convierte en mercancía y rompe todo lo que toca. Una hipermercantilización que no es muy distinta a la que ocurre con el cine, el teatro o la música.
León Trotsky, que tenía una sensibilidad particular para el arte y las cuestiones de la vida cotidiana, escribió: “El deseo de divertirse, de distraerse, contemplar espectáculos y reír es un deseo legítimo de la naturaleza humana”. Y, siguiendo el espíritu de Marx, vinculó esto con el aspecto litúrgico de la religión: “No es en absoluto por piedad por lo que [el obrero ruso] va a la iglesia; la iglesia es luminosa y bella, hay mucha gente y se escuchan cantos: he ahí bastantes cosas agradables que no se encuentran ni en la fábrica, ni en la familia ni en el vaivén cotidiano de la calle”. La iglesia como la posibilidad de vivir un espectáculo extraordinario que quiebre la monotonía gris del mundo de los pobres diablos. En ese sentido estricto se puede comparar con el espectáculo deportivo o con el fútbol como “opio del pueblo”, más allá de este epigrama muchas veces unilateralmente entendido. Porque funciona también como “el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación carente de espíritu”.
Al mito Maradona no se lo puede separar de la industria que lo puso en el centro y lo convirtió en una mercancía. Una maquinaria que muchas veces se devora a la persona en pos de explotar hasta la última gota del producto. Su última aparición, organizada por la AFA fue una muestra de eso: estaba visiblemente desmejorado y lo hicieron caminar hasta el sillón para que se vea el sponsor. Lo que menos importaba era su cumpleaños. Ese mundo lo tironeó y lo arrastró hacia su territorio en no pocas ocasiones en las que tuvo actitudes u opiniones más que cuestionables. Pero eso es lo más fácil de discernir. En ese campo de batalla en el que fue convertido Maradona, otros entraron en la disputa.
Las que lo convirtieron en Maradona fueron otras cosas, entre ellas la identificación popular con el espíritu plebeyo de reivindicar al chico pobre de Villa Fiorito que se impuso a golpes de pura gambeta en el mundo de los ricos: hay un resentimiento clasista en eso, aunque expresado como la empatía de superar la situación con la hazaña individual; la identificación por la epopeya del 86 y sobre todo el “partido revancha” con los ingleses: hay un sentimiento antiimperialista ahí, pero de una sociedad en parte derrotada (y que venía de ser “procesada”) y aspiraba –por lo menos– a ganar una batalla “de mentira” como premio consuelo porque se había perdido la guerra de verdad; y, en sus años italianos, una identificación por haber llevado a la Italia rica a rendirse a los pies de un club pobre. También se agregan las declaraciones simbólicas: “tanto oro” en el Vaticano mientras la gente pasa hambre, la pelea con la FIFA de Joao Havelange (muchos creen que en 1994 lo fueron a buscar para “cortarle las piernas” y no interesa si es cierto porque es verosímil), el impulso al “sindicato de jugadores”, el apoyo a los jubilados o el partido que organizó para recaudar fondos para la operación de un pibe pobre en Italia, pese a que el club y la FIFA no querían que se jugara. Se jugó y en una cancha embarrada.
Pero, además, está el artista de este peculiar arte tan arraigado en nuestra cultura popular. Albert Camus dijo que “todo lo que sé con certeza acerca de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. Para Pasolini el fútbol era un sistema de signos, por lo tanto, un lenguaje. “Hay momentos que son puramente poéticos, se trata de los momentos de gol, cada gol es siempre una invención, una subversión del código”. Algo bilardista, pero está bien.
El arte pone pinceladas de color a un mundo incoloro, lleva una chispa de esperanza a las vidas sin sentido, nos deslumbra y abrimos los ojos aunque sea solo por un momento efímero, nos hace sentir que hay algo más, que podemos ser mejores de lo que somos. Este artista excepcional con la pelota habilitó con sus toques mágicos esa posibilidad de soñar. Por eso lo más interesante no es, parafraseando al Negro Fontanarrosa, qué hizo Diego de su vida (discutible, como todas), sino qué hacemos con lo que él hizo de la nuestra.