Cuando soplamos las velitas de los diez años, el 9 de abril de 1993, mi hermana y yo dijimos que no íbamos a querer una fiesta de quince, sino una computadora. Si nos adelantamos cinco años a 1998 fue por un deseo complejo, afirmativo y negativo también: fue en respuesta a un comentario como: «Qué rápido pasa el tiempo; cuando se quieran acordar, ya tendrán quince y estarán bailando el vals», o algo así.
A los quince, gracias a un ingreso monetario inesperado, mi hermana y yo recibimos una computadora. Recuerdo llegar de la escuela esperando ver la computadora nueva y encontrar a mi hermana sentada en el piso del cuarto, y a su lado la computadora íntegramente desarmada: tuercas, cables, circuitos, todo en el piso, y ella observando los componentes.
«¡Qué hiciste!», me acuerdo que exclamé con horror. «La desarmé para ver cómo era por adentro», respondió ella. Suelo decir que mi hermana desarmó y armó la computadora, pero esa computadora armó mi vida. Cuando ella ajustó la última tuerca, comenzó para mí la aventura de pasar a la compu la novela que había escrito ese verano de 1998. ¿El mejor verano de mi vida? Posiblemente. Una cosa llevó a la otra, y terminé escribiendo mi diario en la compu, costumbre que se mantiene hasta hoy. Durante 2017, impulsado al leer los diarios de Ricardo Piglia, solicité una beca del Fondo Nacional de las Artes para editar mis diarios. Se trataba de un proyecto demasiado ambicioso, pues contenían más de mil páginas. Tan ambicioso y tan difícil de organizar fue, que el único bloque que logré trabajar como algo autónomo fue aquella etapa, la de los quince años.
Cuando surgió la oportunidad de publicar estos diarios, la tarea pareció fácil, pues el trabajo ya estaba avanzado. Sin embargo, recordando que en algún cuaderno de la infancia había anotado un decálogo personal de escritura que quería rescatar, me puse a revisar un bolso con cuadernos viejos y encontré unos diarios escritos en papel, entre los dieciséis y los diecisiete, que yo no recordaba haber escrito. Eran cuatro cuadernos. Y al abrirlos y encontrarme con esa tipografía confusa, apasionada y crispada, sentí gran desánimo, porque tener que pasarlos a la computadora era un trabajo que no tenía planeado. Al leerlos descubrí, entre otras cosas, que la rotura de la compu, en 1999, me había hecho perder varias novelas y relatos escritos entre 1998 y 1999. También, nuevamente, volvió a sorprenderme la manía de escribir y la insistencia en transformar ese fervor en un objetivo de vida. Nunca encontré ese decálogo que buscaba, pero recuerdo claramente haberlo visto, y en uno de los puntos declaraba: «Tengo que vivir y saber sobre la vida para poder escribir sobre eso». También, en uno de los cuadernos encontré una prolija lista con todas mis obras completas de ese momento, incluyendo sus títulos, géneros, sinopsis y apreciaciones acerca de su calidad literaria. La escritura organizaba mi existencia.
En 2017, cuando empecé a revisar mis diarios, me pregunté qué ejes podría elegir para organizar diferentes volúmenes. Dudaba de que la escritura en sí pudiera ser un eje, pues pocas veces durante el resto de mi vida la preocupación por la escritura ocupó tanta atención como en los diarios de los quince. Con el tiempo entendí que escribir, para mí, no era solamente escribir literatura. Escribir era una práctica con la que aspiraba a lograr algún tipo de intervención en la realidad. Hace poco, por simple fe en el futuro, y por un desagrado profundo a la idea de controlar una cosa en un solo momento, llegué a pensar que un eje que pudiera organizar mis diarios solo podría ser descubierto con el tiempo y a través de la escritura. Naturalmente, pensé, yo solo podría conseguir organizar mis diarios si continuaba escribiendo acerca de eso durante el proceso de edición. Así fue que, al comenzar el 2022, junto con el trabajo de edición de este diario, comencé con gran ilusión un nuevo documento de Word, un nuevo diario donde voy registrando los lugares a donde puede llevarte intentar narrar qué es la aventura de escribir.
Hace poco, también entendí que la pasión con la que escribía motivó que la gente pensara que yo era un escritor, y que eso había sido también el viento, el aliento que movía las velas. Si a los diez años pensé en una computadora era porque ya estaba escribiendo. Si mi madre pensó en comprar esa pc era porque veía lo que yo estaba haciendo. Yo había armado un escritorio en mi cuarto y me tomaba muy en serio la tarea. Con ayuda de Irene, la bibliotecaria, mi primer cuento, «Los viajes de Esculapia», ganó una mención en un concurso y fue publicado en una antología. También otros escritos que hacía en la escuela generaban curiosidad entre conocides. Hoy me produce asombro recordar que mis hojas de carpeta circulaban entre la gente, que siempre me animaba a seguir escribiendo. Pasaron casi treinta años de esto y para mí fue quedando claro que escribir es una práctica que estructura nuestra relación con el mundo en un tipo particular de intercambio simbólico y espiritual, que, como se sabe, es social, es decir que no depende de voluntades individuales aisladas. Algo similar pasó también con este primer volumen de diarios, que, al igual que ese primer cuento, sale al mundo sin un plan muy claro de mi parte, aunque con la intuición de que, en el futuro, a este volumen le sucederán algunos otros donde podamos descubrir muchas cosas para las cuales sirve la escritura.
Adelanto, entonces, que la aventura de escribir es entregarse al futuro, es ser fiel a una demanda social compartida, que viene del pasado y vive en un presente que es futuro puro. Les agradezco por su aliento, por su compañía, y les doy la bienvenida al primer capítulo de esta aventura.
1998
11 de septiembre
Decidí empezar aquí mi nuevo diario por muy diversas razones (que en realidad no son muy diversas y tampoco muchas). En primer lugar, se me acabó el anterior. En segundo lugar, es más cómodo, más seguro, más fácil de escribir y de leer. No es conveniente porque es de difícil acceso. Si estoy en el campo, no lo voy a poder abrir. Por eso decidí que en cuanto tenga uno de en serio (ahora no lo tengo porque no tengo plata para comprarme un cuaderno, esa es otra de las razones por las cuales empiezo acá el diario), en cuanto tenga uno, imprimo estas hojas, si tengo tinta, y las pego en el cuaderno. Y listo.
Ahora mi vida se mide por páginas: hoy escribí tres, voy por la página 221; ayer escribí tantas, voy por la página tal, y así. El tamaño de letra es trece, como para desafiar a la suerte. Eso está mal. No hay que desafiar a la suerte. Siempre que la desafío, algo sale mal, aunque a veces tengo mucha suerte, ¿o acaso me rompí algún hueso en algún accidente? Decidí, o traté de decidir en todos estos días, no fijarme en cuántas páginas escribo. Imposible. Apenas logré no contar las líneas, pero esta es una cosa que se vuelve obsesión. Es extraño, porque a veces tengo unas ganas bárbaras de terminar la novela. Pero ir por esta novela me hace sentir protegida. Ya conozco a los personajes, sé lo que quiero escribir, siento que voy encaminada, es más fácil. Tampoco deseo apurarme, porque luego, más tarde, igual tendré que terminarla.
Pasa a veces por mi cabeza la idea de pensar qué ocurriría si mi cerebro pudiera intercambiarse por el de otra persona. Un sueño recurrente es aquel en el que me quedo sin memoria y olvido todas las novelas e ideas que tengo en mente, y el peor sueño es en el que, de repente, mi hermana borra todo el archivo de la novela que estoy escribiendo. Me quedo como muda, sueño que voy a la escuela y es como si nada existiera; yo miro a todos, que se ríen, se ríen, y yo estoy desesperada, tratando de retener en mi cabeza todo lo que había escrito antes. Es la peor desgracia, porque no puedo encontrarle el lado positivo.
Siento acidez en la garganta. Seguramente es de comer tantas mandarinas. Me hice una rapaz devoradora de las mandarinas silvestres, esas ácidas que parecen provocarle diarrea a todo el mundo. Podría comer ocho. Es gracioso, porque las recuerdo y se me llena de agua la boca.
También, últimamente estoy dudando con partes de la novela. Le falta algo de tensión, que es bastante fácil de lograr, pero creo que me equivoqué en algo: T. y K. no deberían haberse fugado juntos. A raíz de esto, descubrí que para estas cosas tengo intuición: cuando escribía el final de La ciudad, sentía que Ana no debía terminar con Álvaro. Sin embargo, se arreglaron, y eso hizo que la historia se terminara. Ahora me doy cuenta de que fue un error. En realidad, al principio la idea era que al final él abandonara la ciudad para siempre.
Más tarde. Vino F. y se fue F. A las chicas las invité a comer papas fritas, pero no podían venir. Comimos pan con atún. F., Victoria y yo fuimos a Musimundo, lo pasé bastante bien, pero no encontré al muchacho chino como la última vez. Me hubiera gustado tener mucha plata para comprarme un par de compactos. Varios pares, en realidad.
Hoy, parece mentira, pero limpié la computadora. Es la primera vez. Estamos solas Juli y yo. Comí muchas mandarinas y ahora no me siento muy bien. Me levanté sintiéndome débil, y por culpa de Musimundo, la cintura me dolía terriblemente. Tengo ganas de comer y no tengo hambre. Pero lo peor es mi cobardía: escribo estas boludeces para no enfrentarme con la novela, porque la dejé en una parte que no me satisface para nada. En uno de los múltiples callejones sin salida que me encuentro tantas veces. Quizás, como la última parte no me sale, vaya a hacer otra cosa, la novela de Sofía o el cuento «El Palichu».
Más tarde. 22:58. No, todavía no me voy. Nos quedamos solas Juli y yo. Ella se está bañando. Yo aprovecho para escribir tranquila.
Quiero decir que es fantástico fantasear acá porque no tengo que estar pensando en que la fantasía quede mal en el texto y en el contexto o que los diálogos queden demasiado extensos y esas cosas que limitan la imaginación.
13 de setiembre
12.09. Acompañé a F. hasta Rivadavia y Sarmiento, luego me volví con la bicicleta hasta acá, donde decidí enfrentarme con la novela. Claro que me enfrenté, pero salí perdiendo, pues sino, no estaría escribiendo aquí y ahora este diario. También acabo de decidir que las fechas e separarán para distinguirlas mejor y que las voy a subrayar con azul, como vengo subrayando con azul todas las fechas. En la novela, siempre anoto el día en que quedo y lo subrayo con azul. No sé por qué, pero para mí tiene vital importancia registrar qué día llevo a cabo cada cosa que tenga que ver con escribir.
14:08. Tenía que pasar. Estoy convencida de que tengo intuiciones demasiado fuertes, porque desde el momento en que fui a afanar mandarinas estaba convencida de que alguien me iba a ver. No puedo creer lo infantil que soy al afanar mandarinas de la planta de al lado. El perro empezó a ladrar y un nene vino y dijo: «Salí de ahí, che». Me quedé agazapada al otro lado de la pared, y sabía que el chico seguía ahí. Tenía cosa de pasar para mi casa porque el agujero de la pared es bastante grande y seguro el pibe estaba ahí. Creo que me tiró una piedra. No estoy segura. De lo que sí estoy segura es de que tenía un miedo y una vergüenza espantosos. ¡El pibito me había descubierto! Qué vergüenza. De otra cosa estoy casi segura: no más mandarinas, y las que comí como almuerzo me están cayendo mal. ¡Qué horror! Todavía no lo creo. Es que lo peor es que sabía que alguien me iba a ver. Soy demasiado inconsciente. Es lo que suele pasar.
A pesar de todo, lo primero que pensaba escribir apenas me desocupara era otra cosa. Era que, después de todo, estoy contenta de pertenecer a esta familia. No la cambiaría por otra. Me acuerdo de muchas cosas difíciles que puedo anotar. Cuando mamá empezó a trabajar afuera de la casa y teníamos que ocuparnos de levantarla a M. Luz para ir a la escuela. Era un infierno. Nuestras mentes estaban secas de inventar recursos para levantarla: títeres, la radio, su canción favorita, cantarle feliz cumpleaños, soplarle la cara, y qué sé yo cuántas cosas más… En realidad, el problema era lidiar con papá, que quería vestirla en el comedor y prometerle jugar con burbujas, cosa a la que Juli y yo jamás accedimos, y discutimos mucho por eso. Luego venía el regreso a casa, donde nos encontrábamos con hamburguesas crudas, papas fritas bañadas en aceite (papá jamás entendió el sencillo arte de escurrir papas fritas), o fideos sin nada, a los que él pretendía ponerles mayonesa.
Siempre cosas muy insólitas en mi casa, y siempre la plata demasiado justa. Siempre rezongar y hacer malabarismos entre nosotras para solucionar cosas sin tener que preocupar a mamá o a papá. Y seguimos haciéndolo. Hoy iba a calentar la comida y vi que la perilla del horno no giraba. La llamé a Juli, que siempre arregla todo, y ella vino y empezamos a desarmar la tapa para ponerle aceite, así giraba mejor. Buscamos el aceite en el lugar de siempre, y no estaba. Juli puteó contra mamá, que siempre esconde las cosas, pero a pesar de que lo buscamos, no apareció. Me cansé y me puse a comer mandarinas mientras leía Guía moral para jóvenes, pero a los dos renglones me cansé y agarré otro que había encontrado en el mismo cajón, En el umbral de la vida, o algo así, que es más entretenido. Bueno, mientras leía eso, Juli arreglaba el horno. De repente dijo:
—Cagadín cagadón.
—¿Qué? —dije yo asustada, pensando que se había roto el horno.
—No, nada —dijo ella y lo siguió arreglando mientras le decía a la perilla del horno: «Muévete, nena».
Todo esto es divertido. Así somos.
El autor
I Acevedo nació en Tandil el 9 de abril de 1983. Es un activista transgénero y escritor argentino. Licenciado en Letras (UBA). Ex codirector de la editorial digital La Colección. Publicó los libros de cuentos Trilogía canina (2017), Jajaja (2017), Late un corazón (2019), Paquete de fe (2020) y las novelas Una idea genial (2020), Quedate conmigo (2017) y el ensayo Obras robadas al sueño. (2018), entre otros trabajos.