Salvo Donald Trump, todos los últimos presidentes estadounidenses necesitaron de una guerra exterior para apuntalar su apoyo interno. Y Joe Biden no parece una excepción, con las tensiones crecientes sobre el conflicto entre Rusia y Ucrania. Un conflicto del que tanto Estados Unidos como la OTAN no son ajenos. ¿Para qué le serviría una guerra al actual inquilino de la Casa Blanca? Como varios analistas perciben: para lograr el apoyo y la legitimidad que tanto el Congreso como la oposición republicana están socavando a cada instante, cuando este jueves apenas se cumplió el primer año de su mandato. Pero desde una perspectiva más amplia, para unificar a una sociedad literalmente partida en dos, donde los individualismos extremos llevaron a la consolidación de un bloque “trumpista” que no perdió vigor y amenaza con el regreso en 2024.
Para apuntalar estas perspectivas baste recordar que los ataques a las Torres Gemelas, del 11 S de 2001, se produjeron a casi exactos ocho meses de la asunción de George W. Bush al gobierno. A 20 años de aquellos acontecimientos, el resultado latente fue la pérdida de garantías constitucionales para los ciudadanos en el marco de leyes “patrióticas” para combatir la amenaza del terrorismo y la degradación de EE UU como potencia mundial.
Desaparecida la Unión Soviética en diciembre de 1991 -30 años, otro número “redondo”- tanto el impulso de las fuerzas políticas nacionales como las organizaciones creadas en torno a lo que fue la Guerra Fría, como la OTAN, quedaron sin la competencia de un contrincante de esos que obligan a despabilarse. Y allí está el origen de esta situación que complica los días de Vladimir Putin en la presidencia de Rusia y que altera la tranquilidad de los líderes europeos, que temen que la escalada entre Washington y Moscú termine por envolver al continente en una guerra entre potencias nucleares de consecuencias letales para la civilización occidental y para ellos, que serían el campo de batalla.
Putin lo recordó hace unos días en respuesta a una periodista británica en un video que se viralizó rápidamente. Su argumento es que durante la administración de Ronald Reagan, los líderes soviéticos y el propio presidente de la Federación Rusa, Borís Yeltsin, habían logrado garantías de que se respetarían las fronteras de la nueva entidad y que la Organización del Tratado del Atlántico Norte no avanzaría hacia el Este. A cambio, retiraron las tropas y los pertrechos desplegados en las naciones de la antigua órbita soviética. Error estratégico de haber creído que eran otros tiempos.
Melvin Goodman, un ex analista de la CIA y profesor en la Universidad Johns Hopkins no duda en culpar a Bill Clinton, el sucesor demócrata del republicano Reagan, por la militarización posterior a la disolución de la URSS. Según Goodman, Clinton intentó una política de distensión y de respeto por los acuerdos establecidos al inicio de su gestión, pero no tuvo agallas para enfrentar al lobby militar industrial y sobre todo el Pentágono y terminó aceptando la expansión de la OTAN y de las bases militares estadounidenses.
Por otro lado, en lo que alguna vez Putin definió como “comportamiento de nuevo rico”, tanto la Casa Blanca como la OTAN comenzaron con incursiones armadas fuera del ámbito de la ONU, sin la anuencia del resto del mundo, o manipulando información falaz. Lo hicieron entonces en Yugoslavia y luego, ya con Bush hijo y Barack Obama, en Afganistán, Irak, Siria, Libia, entre las más conocidas.
Trump ninguneó a la OTAN cuanto pudo y dio paso al retiro de las tropas occidentales de Afganistán que implementó -a la desesperada- Biden. Con el prestigio de la OTAN por el suelo y una muestra de debilidad extrema en la alianza atlántica, en setiembre pasado se anunció el pacto AUKUS, entre EE UU, Australia y el Reino Unido contra China, que fue recibido como un insulto por los gobiernos de Francia y Alemania, que habían tenido que tolerar el impulso de Trump al Brexit.
Luego de estos deslices, el aparato mediático afín a las estrategias del “Estado Profundo” renovó su andanada contra Rusia. Habla de amenaza de invasión pero ignora que desde 2014, con el derrocamiento del gobierno de Viktor Yanukovich, el tablero regional se trastocó en perjuicio de Moscú, que recuperó el control de Crimea y se pone de garante de los derechos de los habitantes rusófonos de las regiones del Donbass, enfrentadas con el nacionalismo de la dirigencia encaramada en Kiev.
“¿Qué pasaría si Rusia despliega armamento nuclear en México o Canadá?”, dijo Putin, parangonando a lo que percibe como amenaza de que Ucrania se incorpore a la OTAN. A mediados de diciembre, el canciller Sergei Lavrov presentó la propuesta de Rusia para destrabar la situación. Entre los puntos clave obliga al cumplimiento de los acuerdos de Minsk en Ucrania y a respetar las disposiciones de la Carta de la ONU en sus áreas sensibles.
En esta semana se volverán a reunir Lavrov con su par estadounidense Antony Blinken, mientras por su lado, representantes de los gobiernos británico, francés y alemán, buscan su turno en la agenda del funcionario ruso.
Es que Rusia es socio comercial, proveedor de energía a través de gasoductos -uno de ellos a través de Ucrania- pero sobre todo, salvo para el establishment militar industrial y los líderes políticos menos perspicaces del otro lado del Océano, la guerra es un riesgo que vale la pena evitar.
Más allá de las palabras grandilocuentes, hay una realidad y es que Kiev, que ni siquiera controla todo el territorio que los mapas escolares le asignan a Ucrania, también tiene entre sus dirigentes a personajes que solo pueden sostenerse en base a extremar posiciones que, bajo cuerda, no resultan aceptables para la comunidad europea.