En defensa de la política de exterminio implementada por Israel en las tierras palestinas, Donald Trump ya no disimula las formas de hacer política en todos los niveles, y tras abrir frentes por el mundo lanzó a sus hordas a librar una guerra no declarada contra la democracia, las libertades, la inteligencia, la educación en general y las universidades en particular. Las manifestaciones de repudio al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu y de solidaridad con el pueblo palestino en las más prestigiosas casas de altos estudios, tradicionales recintos liberales (no libertarios), dieron pie a una desbocada arremetida que se manifestó con un inaudito paquete de exigencias y chantajes para que implementen “cambios de fondo que ayuden a combatir el antisemitismo en los campus”.
La justificación y financiación de las matanzas en Medio Oriente parece haberse convertido en el leitmotiv de la opereta trumpiana. La Casa Blanca exige la sumisión académica y ahora cargó sus baterías especialmente sobre Harvard, la más antigua, rica y elitista de las universidades. La más díscola también. Y hablando ya en el lenguaje sudamericano nacido en la Córdoba reformista de 1918, la más firme defensora de la autonomía y el laicismo. Desde su óptica prohijada en las cavernas, Trump acusa a Harvard y otras selectas casas de altos estudios de “permitir que el antisemitismo florezca en sus claustros”. Por ello ordenó al Ministerio de Seguridad que investigue y certifique la buena conducta de estudiantes y docentes como condición para evitar el retiro de subvenciones y exenciones fiscales.
Lo que se propone Trump es limitar la libertad de expresión en las universidades y más allá. Busca poner bajo control los centros académicos, expulsar a estudiantes extranjeros por sus creencias, hostigar a la prensa con demandas desorbitantes, perseguir a los juristas que hayan actuado en los juicios que le merecieron alguna de las más de 40 condenas por la comisión de los más variados crímenes. “Nos parecemos cada vez más a esos países donde la democracia es un adorno. Vehículos sin identificación, listas secretas, escraches, nuestro estado policíaco ha llegado”, escribió Masha Gessen en el derechista The New York Times. “Quienes hemos vivido en países aterrorizados por fuerzas represivas no podemos no sentir una espantosa familiaridad”, agregó al describir “la realidad de hoy en todas las ciudades”.
A mediados de abril ya se habían anulado las visas de unos 700 estudiantes extranjeros, y el canciller Marco Rubio, citado por la agencia AP, reconocía que fue porque supuestamente habían emitido conceptos críticos sobre el gobierno y “su presencia en el país podría tener consecuencias potencialmente adversas y graves para la política exterior». Mahmoud Khalil, un brillante estudiante de posgrado de Columbia, espera su deportación, porque aunque “sus actividades eran legales –admitió Rubio– el gobierno desea expulsarlo porque discrepa con sus opiniones”. Harvard fue contundente en una carta pública firmada por su rector, Alan Garber: “Ningún gobierno debe decir lo que las universidades pueden enseñar, a quien admitir y qué áreas de estudio e investigación pueden desarrollar”, dijo.
Y mucho más
En su estilo siempre insultante, Trump definió a Harvard como una cueva socializante y dijo, casi a modo de denuncia, que “esa universidad sólo recluta a izquierdistas radicales, idiotas y cabezas de chorlito”. Olvidó, ignoró, los cientos de Premios Nobel formados en sus claustros. El afamado Instituto Tecnológico de Massachusetts, que también entró en la barrida de los improperios presidenciales, respaldó indirectamente a Harvard al denunciar la revocación inesperada de visados de alumnos y docentes extranjeros como medida que desalienta la llegada de “talento internacional, comprometiendo la competitividad científica futura del país”.
La intromisión presidencial en la vida académica dejó en un plano secundario la firma de un decreto que busca modificar el sistema electoral, transfiriéndole al Poder Ejecutivo facultades propias de los estados y del Congreso. Entre esas potestades se incluye la entrega del registro de votantes de cada estado al Departamento de Seguridad Nacional y al Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), la oficina sin existencia jurídica que dirige Elon Musk, el hombre más rico del sistema solar, y desaparecerá en 2026. Las elecciones quedarían a merced de los designios presidenciales y los datos sensibles de los votantes pasarían a manos de las agencias de espionaje y en el limbo que dejará el DOGE el año que viene, cuando se disuelva.
Todo ese paquete, al que muchos identifican como un “autoritario esquema de demolición de la democracia”, se complementa con los sistemáticos ataques a los medios de prensa, que en realidad son ataques a la libertad de expresión. Esta semana Trump avanzó sobre la cadena televisiva CBS, porque en su noticiero 60 Minutes puso en el aire dos entregas que “molestaron” al presidente. Una sobre Ucrania y otra sobre Groenlandia, dos temas en los que la Casa Blanca impone el discurso único. “Esta gente está fuera de control, deben pagar por ello un alto precio”, escribió en sus redes. Todas las semanas, agregó, “me mencionan de forma despectiva, por lo que ordené al jefe de la Comisión Federal de Comunicaciones que les imponga multas máximas por su comportamiento ilegal e ilícito”.
Luego pretendió ironizar: “¿Será que estos tipos fueron educados en Harvard”, escribió.
Desde su regreso a la Casa Blanca, en enero pasado, Trump impulsa una reestructura de las mejores universidades, amenazando con retener fondos destinados básicamente a la investigación. Pero apunta contra todo el sistema educativo. Señaló como ejemplo a emular el de Texas, donde la censura sacó casi dos mil títulos de las bibliotecas escolares y se eliminó la instrucción de género de la currícula escolar. Para eso designó como ministra de Educación a Linda McMahon, una exadicta, empresaria de los juegos de azar y fanática de la lucha libre. Cuando ambos irrumpieron con sus armas cargadas de odio se ensañaron con todo, rompieron los diptongos a balazos, eliminaron el Sí del pentagrama y prohibieron la trigonometría por sus senos y cosenos, como si sus madres no los tuvieran. Llegó el turno de las universidades más selectas. «