Para comprender qué significa la renuncia de Justin Trudeau al gobierno de Canadá debemos retroceder en el tiempo para tener perspectiva. Así volvemos a 1976, cuando el gobierno de Québec recibió un informe sobre los saberes del momento, que será publicado como La condición posmoderna por el filósofo francés Jean Francois Lyotard. Fue el libreto de las sociedades que serán posindustriales, de las culturas que serán posmodernas, alejados de los relatos explicativos, todos peligrosos, como afirmara Lyotard. Llegará el momento de los micro relatos que, siempre en competencia, explicarán algo, pero nunca del todo, que ya no es necesario. Tener una visión totalizadora es la puerta de los totalitarismos dirán los posmodernos. Es así como surgirá el prefijo “pos” a todo lo conocido: será el posestucturalismo, la posnación, posdemocracia, posverdad y más. Todo lo que viene después de lo existente, apenas un apósito aplicado sobre los problemas que existían, que se agravaron, pero que han sido ignorados con eficacia todos estos decenios. Gilles Lipovezky lo dirá en El crepúsculo del deber, publicado en 1992: “la época del deber rigorista y categórico fue reemplazada por una cultura inédita que difunde más las normas del estar bien que las obligaciones supremas del ideal, que transforma la acción moral en un show recreativo y en comunicación empresarial, que promueve los derechos subjetivos pero deja caer el deber desgarrador”. Así es como a nivel global los bienes públicos pasan al monopolio privado, como fue indicado por el Consenso de Washington; los ahorros a las finanzas, con la desregulación encabezada por Clinton; las ideas al fin de la historia, cantada por Fukuyama. Sin horizontes aparecieron los gerentes, olvidados los objetivos primaron los instrumentos, la política misma pasó de la dialéctica a la estética. Los lugares comunes del neoliberalismo reemplazaron a la argumentación.
En este contexto, el caso del mencionado Justin Trudeau puede explicar auge y caída de la posmodernidad. Es el heredero de una dinastía política canadiense, inaugurada por quien fuera varias veces Primer Ministro por el Partido Liberal de Canadá, Pierre Elliott Trudeau (1919-2000), el padre, que en 1968 legalizó el divorcio y despenalizó tanto la interrupción voluntaria del embarazo como la homosexualidad, con el lema de “el Estado no tiene nada que hacer en las camas de la Nación”. Con 44 años recién cumplidos, Justin Trudeau jura como Primer Ministro en 2015. Joven, deportista, apuesto, era la imagen misma del progresismo liberal. Practica la igualdad de género en el gobierno, promueve acciones a favor de la infancia, mejora la distribución de medicamentos, abre el diálogo con los pueblos originarios (que allí llaman “Primeras Naciones”), establece una política de inmigración abierta, crea un impuesto al carbono para combatir el calentamiento global, además de salvar a Canadá de la pandemia del COVID-19, con sólo 4% de sobre fallecimientos. Y sin embargo debe renunciar, presionado por la propia interna del partido liberal, por el bajo apoyo en la opinión pública. Encima está el sector del gas y petróleo, con el que nunca se entendió del todo bien, que clama por establecer un esquema más extractivista de los recursos naturales. Pese a que Canadá siguió la línea política de la OTAN en materia de relaciones exteriores, ahora es el futuro presidente de Estados Unidos quien amenaza con aumentar las tarifas de protección aduanera y hasta sueña con convertir a Canadá en el Estado 51 de la Unión. En este caso también parece difícil que el amor pueda vencer al odio.
Con 53 años, sale Trudeau de la escena política, y deja un electorado frustrado pese a tener un balance defendible. ¿Por qué? Quizás porque no parece que el individuo responsable que desea Lipovezky pueda vivir sin una pertenencia social, un proyecto colectivo que proyecte la persona en algo más vasto, creador de sentido. Y tal allí falló Trudeau. La posmodernidad fue eficaz en destruir los modos de pensar anteriores, la maneras de militancia política anterior, pero ha sido incapaz de crear y establecer formas de hacer propias, eso que llamamos cultura, tanto en la economía como en la sociedad. Sin referencias morales ni ideológicas, sin normas, la posmodernidad nos lega la anomia. Al fin y al cabo, no pasó de ser otro relato explicativo, ese que dice que no hay explicaciones ni deberes sino hacia uno mismo, en una relación exacerbada de las relaciones de las personas a las cosas –pantallas, por ejemplo- y no entre las personas, lo que permite la existencia de una comunidad política. La posmodernidad no nos lleva a la libertad, sino a la antimodernidad, que vemos florecer a través del planeta, y que sufrimos en carne propia en nuestro país. Dice Vladimir Putin que la historia es una maestra que castiga a los alumnos que la ignoran. Será pues. «