Portadora de un ingenuo desenfado, la joven diputada de la Libertad Avanza (LLA), Lourdes Arrieta, supo lucir, a fines de mayo en el recinto de la Cámara Baja, un patito kawaii en la cabeza. Ya se sabe que dicho accesorio de origen japonés –y popularizado en Occidente a través de TikTok– es un símbolo de optimismo y positividad. ¿Acaso ambas virtudes son la marca de su ser?
Dos meses antes, ella ya había dado la nota en ese mismo lugar, cuando remató su intervención a favor de la Ley Bases, al grito de “¡Viva Cristo!”.
No le iría a la zaga su colega de bancada, el estanciero Beltrán Benedit, quien se opuso con suma vehemencia a que se declare de interés las estrellas amarillas que señalizan los accidentes fatales de tránsito con un argumento de peso: “Este país nació católico y no puedo acompañar esta expresión pagana, más cuando va en reemplazo de nuestra tradicional cruz”.
Lo cierto es que tales manifestaciones de religiosidad hubieran causado cierto pudor hasta en el mismísimo Torquemada.
Pues bien, ambos personajes, junto con otros cuatro diputados de LLA (Guillermo Montenegro, María Araujo, Alida Ferreyra y Rocío Bonacci) están ahora en el ojo de la tormenta por haber acudido, durante la mañana del 11 de julio, a la Unidad 31 del penal de Ezeiza para visitar a un grupo de represores encabezados por Alfredo Astiz.
Fue una actividad –diríase– “oficial”, aunque mantenida en secreto. Sin embargo, el asunto se filtró con el consiguiente escándalo, ya que, además, en sus hendijas se desliza un plan para liberar a los esbirros de la última dictadura condenados por crímenes de lesa humanidad.
Pero vayamos por partes.
En lo inmediato, la difusión mediática de semejante encuentro derivó en una comedia de enredos entre los legisladores involucrados.
Tanto es así que, mientras Montenegro, Araujo y Ferreyra mantenían al respecto un tenso silencio, Bonacci –quien tuvo el tino de no posar en las fotos que los congresistas se tomaron con sus sangrientos anfitriones–, adujo haber entendido que la visita era “para tomar contacto con el sistema penitenciario federal y constatar la situación actual del referido complejo”.
En tanto, la excusa de Arrieta fue sublime: “Yo no viví en esa época; nací en 1993 y no tenía idea de quién es Astiz. Lo tuve que googlear después”.
Lo cierto es que ella (hija de un cabo del Ejército acusado de torturar a soldados durante la guerra de Malvinas) corre ahora el riesgo de ser expulsada del Congreso, al igual que sus compañeros de travesía a Ezeiza, de acuerdo a un pedido de los bloques opositores.
Por su parte, ante el indeseado cariz que tomó la cuestión, Benedit –su organizador– aseguró que los visitados no eran represores sino “combatientes que libraron batallas contra la subversión marxista”.
Dicho sea de paso, sus seis acompañantes sabían a quiénes irían a ver, ya que toda visita a internos bajo la órbita del Servicio Penitenciario Federal (SPF) debe contar con su conformidad, a través de una solicitud enviada –con sus respectivos nombres, claro– por los posibles visitantes.
¿Acaso Bonacci y Arrieta no repararon en las identidades de quienes pretendían ver o, en este caso, el SPF (al mando de Patricia Bullrich) obvió tal requisito reglamentario?
De hecho, tanto el abogado Pablo Llonto como el fiscal Félix Crous pidieron al juez Daniel Obligado que declaren los legisladores involucrados para, de ese modo, determinar si el SPF, por orden de Bullrich, incumplió las normativas vigentes.
Además de Bullrich, el asunto también salpica a Martín Menem, quien, como presidente de la Cámara de Diputados, rubricó la autorización para que una combi al servicio de dicho cuerpo lleve hasta Ezeiza a los legisladores.
¿Y Benedit qué pito toca en esta trama?
Al ser entrevistada por el Canal 7 de Mendoza, a la buena de Arrieta, en plan de dejar sentada su ajenidad con el asunto, se le escapó una infidencia: “Yo sé que él está haciendo algún proyecto para indultar a esa gente”.
Sea como fuere, no hay ninguna duda de que Benedit es el operador de ello entre los diputados.
Pero sus terminales se extienden hacia otras áreas del poder libertario, las cuales hasta ahora supieron actuar con esmerado sigilo, para así evitar una reacción popular de repudio, como la que, en mayo de 2017, frenó el fallo del 2×1 suscripto por la Corte Suprema para represores con condena firme. Pero tal discreción se acaba de desplomar.
En este punto es necesario retroceder al 7 de marzo pasado, cuando dos funcionarios del Ministerio de Defensa – el subsecretario Guillermo Madero, y el director de Derechos Humanos, Lucas Erbes– acudieron a Campo de Mayo para verse con los genocidas alojados allí para regresar con un proyecto de ley que motorizaría la caída de las causas en trámite. Aquel cónclave había sido dispuesto por el ministro Luis Petri.
También se redactaba otro proyecto para que los genocidas condenados volvieran a sus hogares.
Por lo pronto, durante la reciente reunión de diputados y genocidas en Ezeiza, Astiz le entregó a Benedit un sobre con un borrador de tal proyecto.
Desde la sombra, la madre de este plan no es otra que la vicepresidenta Victoria Villarruel. Una gran titiritera que, a pesar de la furibunda interna que mantiene con el presidente y sus funcionarios más leales, continúa siendo su conductora estratégica. Y a través de Carlos Manfroni, su alfil de cabecera.
Para ello, ese tipo –que comparte con ella la autoría del libro Los otros muertos, además de ser miembro fundador de la ONG de Villarruel, el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTyV) – está en una posición privilegiada, ya que también es jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, a cargo de Bullrich, quien confía ciegamente en él.
Ya el 24 de marzo pasado, debidamente guionado por él, la ministra no vaciló en decir que había “militares injustamente presos”, mientras Manfroni acotaba que los equipos de su jefa “estudiaban una solución” con miras a que no hubiese mayores de 70 años entre los presos por delitos de lesa humanidad, cuando la mayoría supera esa edad.
Si el régimen libertario es la continuidad civil de la última dictadura, no está de más evocar una frase del denominado Documento final de las Fuerzas Armadas (dado a conocer el 28 de abril de 1983 por el entonces comandante en jefe del Ejército, Cristino Nicolaides), donde, entre otras consideraciones, afirma: “Se cometieron excesos que pudieron traspasar los Derechos Humanos fundamentales”, y que esos actos “solo serán juzgados por Dios”.
Nicolaides murió condenado por sus crímenes a perpetuidad. «