La historia del boxeo de Buenos Aires puede reconstruirse a partir de lo que cuentan entrenadores que a diario trabajan en clubes y gimnasios, gente poco conocida, casi anónima, que sabe muchísimo sobre box, con un caudal enorme de narraciones. Entrenadores míticos, espárrins retirados, técnicos y parientes que se crían en los gimnasios. La memoria viva del boxeo.
Nosotros tenemos raíces obreras, de trabajadores, dice Tony Sánchez, sentado con mate en mano y la espalda pegada a uno de los laterales del ventanal, de cara al ring que ocupa todo el centro. Da la impresión de que está sentado ahí desde siempre, observando a los chicos (observe, suele decir Tony, es lo primero que te hace boxeador, entender en detalle el gesto, el golpe que se conecta como un vínculo), observando entonces y sin todavía ponerse de pie para dar indicaciones a los chicos que hacen pesas (a la derecha), a los que saltan a la soga acá y a los le pegan a la bolsa (allá a la izquierda), y los que se subieron al cuadrilátero. «Soy nuevo», dice Sánchez, y se ríe del chiste.
El club Río de la Plata se funda en 1938, pero Sánchez maneja el galpón de la planta alta desde hace 30 años. Acá hay mucho corazón, mucha transpiración, dice. Hay muchos sueños. Un club de barrio significa justamente meter el barrio dentro del club: que la gente diga voy a tomar un café, voy a celebrar un cumpleaños. Suben y de golpe descubren este lugar. Con horarios que van desde la mañana hasta el mediodía, y después a la tarde hasta las 21:30, para chicos de ocho en adelante, de ambos géneros, cerca de 50 pibes y adolescentes y jóvenes y adultos entrenan en este galpón, uno de los más míticos de Villa Urquiza.
Pero la historia de Sánchez empieza en Rancagua, Chile, y narra una infancia fabulosa con dos metros de nieve en la calle. Él nace en Sewel, la ciudad debajo del campamento minero El Teniente, que comienza a operar en 1905 a cargo de la Braden Copper Company, y donde a dos mil metros de altura funciona el boxeo desde 1916. Era política de la empresa la regulación del tiempo libre, y se impulsa a los mineros a que hagan algún deporte. Entonces traen profesores, cuenta Sánchez, ingleses, españoles, y como la minería anda bien por muchos años, el entrenamiento sigue aunque no llega a consagrarse a nivel profesional: el minero no tiene pulmón. Lo frenan los problemas respiratorios. Hasta que hay un accidente grande en la mina, sigue Sánchez, y se programa deshabitar el pueblo. Entonces hicieron la ciudad abajo. Rancagua norte, Rancagua sur. Ahí vivía Sánchez, y detrás de su casa, el que fue su primer y único profesor, Luis Aranda. Porque todo lo aprendió entrenando, dice Sánchez, «el oficio es mi verdadera escuela». Hasta que creció y tuve que irme para trabajar.
«Yo soy un trabajador, nunca saqué un campeón», dice Sánchez. «La necesidad de otra persona me convoca a mí, eso es lo que me constituye. No importa de dónde venga, si es grande o chico, si viene y quiere entrenar, algo le pasa, algo necesita. Pero el problema aparece cuando no sé si el chico comió, o si tiene un lío en la casa. Nosotros somos un grupo humano, y lo primero que acá exigimos son estudios. De acuerdo a la edad. Que vaya a la primaria, que termine el secundario en la nocturna. Lo que sea. Además todos los alumnos avanzados tienen que dar la clase. Es la única forma de que el chico incorpore sentido de pertenencia, que le dé a los demás lo que aprendió. Yo quiero que disfruten y la pasen bien. El boxeo es un arte, el pan de cada día. No todos nacieron para ser campeones, el campeón es un accidente, el trabajo diario es lo que cuenta«.
A mediados de los ’80, Sánchez llega a Buenos Aires. Se conecta con Oscar y Miguel Reynoso, y a los cinco días de llegar, ya está enseñando box en Unidos de Pompeya. Ahí hacen exhibiciones a cada rato, meten cientos de personas, todo era más competitivo, por ejemplo, el chico que iba al gimnasio tenía que sacar la licencia sí o sí. Después, Sánchez pone un gimnasio en Villa Soldati, cerca de la calle Mariano Acosta. Cuando nace Karina, su hija que se destacaba como boxeadora, deciden mudarse. Y así comienza un recorrido que los lleva por toda zona norte. Exhibiciones y veladas en Pacheco, Tigre. Sánchez trabaja también con Oscar Torres en Lugano 1 y 2, y diseña, junto con un grupo entrenadores, y ya como integrante de la FAB, el primer curso de técnico de boxeo. Se asocia con Dardo Giménez, y arma red con Gonzalito y Heladio Herrera, de Almagro, con Cuello y los hermanos Rago, con Zacarías, de la Federación. «En esa época, llevábamos un colectivo lleno de boxeadores a todas las veladas», dice Sánchez, «cada gimnasio tenía al menos diez boxeadores con licencia. Ahora hay mucha televisión, mucho equipamiento, y menos deportistas». Después sigue hablando. Cuenta historias de cuando se subió por última vez al ring, una noche en Tigre en la que estaba Roña Castro, de una pelea como técnico de Chancalay, de que entrenó durante muchos años, ya en el galpón, a Analía Maradona, que ahora es referí de la FAB, y que dejó la vara muy alta. De las conversaciones que se alargan después de las veladas de box, y de esas noches estiradas en las que los entrenadores pasan el rato y hablan. En los últimos años, además, Polka grabó varias series en el galpón de Sánchez. «Polka es responsable», dice Tony. «Te cuida. Trató de que el box sea más visible, de acercarlo a la gente. Yo no quería que lo pusieran como algo morboso, sucio, desvalorizado, que es lo que se suele hacer. Pero Polka no hizo eso, al boxeo lo protegió siempre».
Así se cierra esta nota. Con Tony diciendo que no hay que dejar un mundo mejor, sino que hay que dejar personas mejores. Todavía habla desde su silla, sin quitarle el ojo a los chicos. A Tony le gusta la música, le gusta bailar. Agrega que Bruce Lee bailaba chachachá, y fijate cómo se movía Alí con cien kilos, que a Sugar Ray Robinson, que practicaba tap, cuando le preguntaron por qué quería retirarse, dijo, mis piernas no pegan como antes. La fuerza asusta, el músculo resiste, las piernas enamoran, repite Tony. Y después cambia el tono, se vuelve más grave, más solemne, mientras toma un mate y ahora sí lo dice antes de ponerse pie, de acercarse a los chicos para dar indicaciones. Si no hacemos las cosas con amor, dice, no podemos hacer nada. Si se lo respeta, al boxeo se lo puede predicar como un Evangelio. Yo creo que la vida es esto. «
Fotos: gentileza Bruno Szister