En la película Chinatown, realizada en 1974 por Roman Polanski, un detective privado que investigaba en Los Ángeles una presunta infidelidad cometida por el ingeniero de la compañía de agua que abastece la ciudad termina viéndose envuelto en una compleja trama donde subyacen los negocios, ciertos secretos familiares y mucha codicia. Una tragedia shakesperiana en clave de thriller, y que como tal arrastra una metáfora ecuménica.
De hecho, algo de eso hay en las furibundas disputas que en estos días dividen por desacuerdos sucesorios a las familias Mitre, Macri y Etchevehere. Pero en el caso de este último clan, la parentela que pretende pulverizar los derechos hereditarios de la única hija-hermana que litiga en soledad, no dudó en politizar el conflicto comparándolo con la toma de tierras en la localidad bonaerense de Guernica. Un disparate que, sin embargo, obtuvo un notable apoyo en un vasto sector del espíritu público, de la prensa y, sobre todo –como ya se vio–, del Poder Judicial. Porque el rol de la magistrada interviniente no es un dato menor. En este punto, inevitablemente, la semejanza es Vicentin.
Resulta llamativa la propensión de algunos jueces con jurisdicción sobre poblaciones pequeñas, con geografía entre urbana y rural, en fallar –en ambos sentidos de la palabra– a favor de la parte más poderosa del litigio. ¿Acaso es por presiones políticas, por empatía de clase o por algún soborno? Lo cierto es que una de estas alternativas habría incidido en las resoluciones de la vocal del Tribunal de Juicio y Apelaciones de Paraná María Carolina Castagno (sobre la disputa entre los Etchevehere por la estancia Casa Grande) y el juez comercial de Reconquista (Santa Fe) Fabián Lorenzini (sobre la quiebra fraudulenta de la cerealera Vicentin).
Ya se sabe que la primera ordenó desalojar de dicho campo a Dolores Etchevehere y a integrantes del Proyecto Artigas que habían puesto en marcha allí un modelo agrario sostenible, además de disponer la detención de la mujer por “desobediencia judicial”. Así hizo lugar al pedido del ex ministro macrista de Agricultura, Luis Miguel Etchevehere, secundado por sus hermanos y la mamá, dejando sin efecto la resolución dictada por el juez Raúl Flores.
El segundo –a comienzos de julio– ratificó a través de una resolución la permanencia del directorio de Vicentin al frente del holding mientras seguía el concurso preventivo, revocando de esa manera la intervención ordenada por el Poder Ejecutivo con un DNU para salvar la empresa y las fuentes de trabajo.
En ambos casos, las resoluciones no solo son objetables desde el punto de vista jurídico sino también desde el sentido común. Espacialmente cuando el buen nombre y honor los beneficiados por esos fallos, en uno y otro caso, no valen ni un centavo. Lo curioso es que los responsables de este raro modo de impartir justicia hasta parecen personas normales.
Sin la imagen torva que solían irradiar magistrados como César Melazo (preso actualmente por integrar una gavilla de malhechores polirubro) o como el recientemente fallecido Claudio Bonadio (cuya oscuridad radicaba en su gran apego hacia el armado de causas por intereses políticos), tanto la doctora Castagno como su colega Lorenzini pasan por dos almas impolutas.
Al menos así son vendidos por ciertos medios.
Por caso, la doctora Castagno es calificada por el portal Agrofy News, muy consultado por productores agropecuarios, como “una jueza estudiosa y muy trabajadora”. Mientras que, en su momento, el diario La Nación le dedicó a Lorenzini una nota con el siguiente título: “Hombre de campo y periodista, el hombre del que depende el futuro de Vicentin”.
Las fuentes que alimentaron las crónicas de los últimos días acerca de la jueza que falló a favor de los varones Etchevehere supieron repetir a coro que ella “con gran esfuerzo escaló todos los peldaños de la carrera judicial, y sin marearse en el trayecto”. También destacaron que no se le conocen “padrinos” dentro de la Justicia entrerriana, ni vínculos con la “familia judicial”, a diferencia –subrayan– de muchos otros jueces. También suelen destacar que “María Carolina es muy católica y que está a favor de las dos vidas”.
Con respecto a Lorenzini, para que no haya sospecha alguna acerca de una posible componenda con los poderosos del lugar, se destaca que es hijo de un trabajador rural y una peluquera. Y que se recibió a los 22 años con el apoyo de su familia, que lo ayudó económicamente en una época complicada: empezaba la segunda mitad de los ’90. Así lo explicó él en una entrevista hace varios meses para la radio Reconquista Hoy: “Fue una época de mucho sacrificio, mi viejo se jubiló cuando estaba en el segundo año de la facultad. Mi papá ganaba 300 pesos de jubilación en el 1 a 1. Gracias a Dios mucha gente nos tendió una mano, tuve la suerte de que mucha gente me abrió la puerta, me bancó una cena o un pasaje de colectivo”.
Así evocó su pasado el magistrado que condenó al oprobio las escasas esperanzas de remontar Vicentin para mantener las fuentes de trabajo.
¿Acaso la empatía procesal de magistrados como Castagno y Lorenzini hacia las partes menos vulnerables de las causas que tramitan es fruto de una especie de “clientelismo hegemónico” o, peor aun, se trata de una mutación jurídica de lo que Hanna Arendt llamaba la “banalidad del mal”. Habría que saberlo. «