Llegás a la guardia creyendo que será una más. Espera demoledora, igual que en la era pandémica. Y con prescripción fácil: ponele esta cremita, controlala con su pediatra. Ilusa. No sabés la que te espera. Aunque un poquito sí. Porque antes de venir, googleaste. Está mal, no sirve googlear síntomas, no lo hagan en sus casas. Pero ya está hecho. Ahora sabés que esos puntitos rojos diminutos por los que vas a consultar se llaman petequias. Y dice Google que petequias más fiebre igual todo mal. 

Te atienden y la médica dice que hay que sacarle sangre. Nunca en sus dos años le sacaron sangre. Te parece invasivo. Ja. No sabés la que te espera. La que le espera a ella. El resultado estará en una hora. Cuando volvés, algo cambió. En esa guardia pediátrica siempre atestada te reciben con un trato especial. Cuidadoso.

Te llevan a un consultorio. Tres médicas explican que hay que repetir el estudio, que lo que vieron las preocupó. Que Vera tiene las defensas por el piso, las plaquetas muy bajas. ¿Qué? Que además de repetir el estudio le van a poner una vía. Es probable que quede internada. ¿¿Qué??

Les preguntás qué puede ser. No contestan. Pero ves sus caras. Pensás en lo que googleaste. Y empezás a llorar. Los mocos se acumulan dentro del barbijo. Mientras a Vera le sacan sangre por segunda vez en su vida, cantás «La Reina Batata» tragando esos mocos. Tu mejor amiga describirá eso como un gran acto de amor. Que da arcadas.

El resultado del segundo estudio tarda. Te hacen esperar en una sala apartada del resto de la guardia. Te traen merienda. ¿Ya estamos internadas? Con la cena llega Flavia. Se presenta, dice que es médica de guardia y hematóloga. Y se sienta.

Está sentada y es hematóloga. Podría no significar nada, pero sí. Hay algo con la sangre de tu hija menor. Pasaron unas ocho horas desde que llegaste. Flavia dice con voz suave que es probable que Vera tenga leucemia. No puede ser que Google tenga razón.

***


Es miércoles 12 de octubre. Vera cumple 26 meses y el resultado de la punción de médula confirma que tiene leucemia linfoblástica aguda. Pasaron seis días desde la llegada a la guardia. Todos los lugares comunes se activan al instante. Que por qué a mí (¿y por qué no?). Que la vida puede dar un vuelco en un segundo. Que quisieras poner tu cuerpo para que sufra en lugar del suyo. Y eso que todavía no sabés cuán cruel será la quimioterapia que la va a curar. Que la tiene que curar. Porque no hay alternativa pensable. Te sentís aturdida. En shock. En las respuestas de tus amigas ves la dimensión de lo que pasa. Todas empiezan con ‘ay’. Ay, no. Ay, te abrazo. Ay, cómo te ayudo. Ay, Verita.

La quimio comienza el mismo día del diagnóstico. Las primeras mañanas arrancan con un «quiero ir a casa». Después ya deja de pedirlo. La despiertan con un pinchazo antes de las seis para el laboratorio reglamentario. A partir de las ocho, remedios en cantidades industriales. Si los vomita, a tomarlos de nuevo. Lo peor son las curaciones de lesiones en la piel. Tortura es otra cosa, obvio. Pero qué tortura.

La primera evaluación a la semana dice que el tratamiento va bien. A las piñas, pero va bien. Cuando se cumplen 15 días desde la visita a la guardia, volvés a tu casa. Te dieron tantas pautas de alarma y motivos para regresar al hospital que estás aterrada. Pero creés que en casa todo va a ser un poco como antes. Que Vera va a querer jugar. Que va a volver a reír…

La nena es un trapo. Sólo quiere upa y teta. Nada de lo que solía interesarle le llama la atención. Tiene la mirada apagada. Está triste. Que un bebé esté triste debería estar prohibido por la Constitución. Lo que te aniquila y te hace llorar con ruido es que Vera hable de su jardín. Que lo asocie con una canción. Que diga que le encanta. Que nombre a sus seños y lo mucho que extraña ese lugar al que no podrá volver durante al menos seis meses. Un cuarto de su vida.

La nueva Vera habla poco. Evitás que te vea llorar pero está a upa: siente tu respiración. Y te da palmaditas de consuelo. Ella te las da a vos.

La rutina sin jardín incluye sesiones de quimioterapia ambulatorias. Llegar al sector 17 del hospital es un viaje al futuro cercano. Lleno de niñes pelades.

Algunes tienen la piel gris, la mirada cansada. Otres no. Te detenés en una nenita. Debe tener cinco o seis. Sin pelo y con sonrisa radiante. Muestra contenta cómo le fabricó un barbijo azul brillante a su gata de peluche. Se puede estar en quimioterapia y sonreír.

Las familias se saludan con abrazos. Se preguntan cómo están hoy sus laboratorios, cómo les fue con tal o cual estudio. Hablan de tumores y trasplantes como quien habla del clima. Acá no hay eufemismos. Pero te falta un poco para entrar en sintonía.

«Qué tiene», pregunta una madre señalando a Vera.

«Dos años», respondo sin pensar.

«No, QUÉ TIENE».

Ah, claro. Le hablás de la leucemia que te tocó y ella habla de su hijo. Usa términos que desconocés. Al final baja un poco la voz y dice que está complicado. Eso sí lo entendés. El pibe está ahí, sonriendo y escuchando música. Sin pelo.

En el sector 17 todo el mundo sabe de qué se trata. Que te anestesien una, dos, tres veces en días para punzarte. Que te lleven al quirófano para ponerte un catéter por donde pasará la quimio. Que los corticoides te den un hambre voraz. Mientras el cóctel de drogas te rompe la panza. Así de mierda es esta enfermedad. No le deseás a nadie tratar de calmar a una beba en ayuno que toma corticoides y pide a gritos pollo y milanesas.

Es viernes y se cumple una semana de la vuelta a casa. El control de temperatura que se incorporó a la rutina da bien. Pero Vera está molesta. A la madrugada le sube a 37,5. Hay que rajar a la guardia.

Estás asustada pero pensás que solo estarás allí las 48 horas con antibiótico que indica el protocolo. Ilusa.

El monitor junto a la camilla de la guardia muestra que Vera tiene taquicardia y no le llega bien el oxígeno. Viene una médica apurada a ponerle mascarilla. Vera se retuerce. «Vamos a consultar a terapia intensiva.» ¿Qué?

Caminás agarrada a la camilla hasta que atraviesa la puerta de terapia y te dejan afuera. Sin aviso previo se llevan a Vera, para «acondicionarla» de cara a la hiperterapia. Es la parte más heavy de la terapia intensiva, dato que aún no tenés. Por primera vez la separan de vos. Escuchás sus gritos y llorás como ella. Viene uno de seguridad a ofrecerte un vaso con agua. Pasan siglos hasta que te dejan ingresar. Si entrar al sector 17 fue fuerte, llegar a la terapia intensiva pediátrica es pasar de nivel.

La cama de Vera está al fondo. En el camino solo ves seres diminutos llenos de cables. Una beba que sólo deja de llorar para toser y sólo para de toser para llorar. Otro que lleva -sabrás luego- 21 días inmóvil con los pulmones rotos. El vecino de cama –apenas más grande que Vera– pasó por siete operaciones, está despierto y lo tienen en ayuno. Grita pidiendo chipa.

Llegás a la camilla de Vera. Sus ojos perdidos entre monitores y alarmas que suenan todo el tiempo. En eso mirás el techo. Está pintado de cielo. Celeste con nubes blancas. ¿Un techo de cielo sobre infancias graves? ¿Quién habrá tenido semejante idea? Si tuvieras el hábito de tuitear, escribirías: si el infierno existe es una terapia intensiva pediátrica.

***

Todo lo que pasa es normal. Te avisaron que así sería. Que la quimio cura pero hace estragos. Que sin defensas cualquier cosita te hace mierda. Que la terapia intensiva era una posibilidad. No lo creías tan literal. Ni tan pronto.

Después de dos noches y dos días y medio interminables, la sala común es un paraíso. Pero a Vera se le rompe algo nuevo cada día. Una lesión en la zona de la punción. Un virus. Diarrea. La albúmina que baja. La retención de líquidos que sube. El cuerpo que pide transfusiones. Es agotador. Y esto recién comienza.

Mientras tanto, cataratas de amor. En forma de tuppers con comida. De juguetes y libros de cuentos que serán leídos en loop, como Osonino. Gente que ofrece las llaves de su casa para ir a ducharse y descansar. Que hace fila para cuidar a la hermana mayor, Jana.

La extrañás tanto como la primera y única vez hasta ahora en que te separaste de ella por algunos días, cuando nació Vera.

Era el primer pico de la pandemia y Jana no podía ni visitarlas en el hospital. Ahora puede, pero no le gusta. Vino por primera vez y entró justo cuando a la hermanita se le había salido la vía del brazo. Vio sangre. Se fue de la pieza corriendo. ¡Que todo esto sea un sueño!, gritaba.

Necesitás estar con la mayor pero no lográs separarte de la menor. Te sentís un poco puérpera. Con una recién nacida de 13 kilos.

Te esperan unos dos años de este falso puerperio, en el mejor de los casos. Sabés que no siempre será tan difícil. Pero no entendés cuándo ni cómo se podrá reconstruir algo así como una rutina familiar y laboral. Te dicen que no te preocupes por eso ahora, que todo es día a día, que trates de no planificar demasiado.

Tratás de acatar. Pero de las millones de cosas que pasan por tu cabeza, una te desespera: la posibilidad de no estar cuando la mayor egrese de su jardín. Ella te enseñó la premisa: toca, toca, la suerte es loca.

Sabés que habrá revancha. Que algún día esto será anécdota. Pensás en todas las que se bancó tu abuela con sus hijes enfermes. En lo mucho que avanzaron los tratamientos contra el cáncer.

Con tu compañero decidiste que no será un tabú. Pero cómo pesa esta palabra. Hablás de quimioterapia y te atienden oncólogas pero qué difícil es decir que tu hija tiene cáncer. Porque sí. De un día para el otro. Porque tocó. Toca, toca, la suerte es loca.

Toda esta perorata para hacer catarsis en noches de internación y decir: ¿qué esperan para terminar de reglamentar la Ley de Oncopediatría (27.674)? ¿Y para que se adhieran todas las jurisdicciones? No cura, pero ayuda. Y acá no hay tiempo de más.

Es 12 de noviembre. Pasó un mes desde el diagnóstico. La vida cambió tanto que está irreconocible. Vera cumple 27 meses.