Aunque no te conocí personalmente, sabía que existías … vos y los tuyos. Sí, los otros correctores de Tiempo Argentino. Recuerdo cuando a los que siendo grandes, más grandes que vos, Raquel, nos corregían las primeras cartas de lectores que nos atrevíamos a escribir para Tiempo. Era en la calle Amenábar. Supimos, con la sutileza que emplea la mano amiga, de las intervenciones que nos enseñaban con el ejemplo, hecho acto, en las mismas páginas de nuestro diario.
¡Es tan difícil ser corrector! Y vos fuiste una educadora silenciosa. Esa corrección que exige saber de todo pero que nunca busca solazarse con el señalamiento vano. Es más, tu pudor profesional, como el de tantos de tu especialidad, te ponía en el brete de sugerir, de insinuar, de aludir la existencia del error o el equívoco, de una manera tan sutil, tan delicada que el autor creía que se estaba autocorrigiendo.
Seguramente esta nota hubiera merecido tu necesaria intervención. De lo que estoy seguro es que –sin pensar lo mismo– pero apretando los dientes y tomados de la mano, habríamos transitado, ayer, hoy y mañana, los mismos caminos de reivindicación de tantos compañeros traicionados por quienes fueron capaces de venderlos al mejor postor.
Como en las cosas del espíritu no hay tiempo, seguirás estando a la vuelta de cada palabra, de cada nota, de cada artículo.
Tu paso por esta vida te convirtió en maestra. Y los maestros sabemos que todo lo enseñado se aloja, queda guardado como «esencia de un querer ser», en ese reducto formidable y misterioso que es el alma.
¡Hasta siempre, Raquel, y muchas gracias! «