Como en el cuento del pastorcito mentiroso, la aseveración de que la Argentina estaba “fuera del mundo”, que los partidos tradicionales se enrostraron mutuamente en cada campaña electoral de los últimos 35 años, se hizo por una vez realidad. El discurso del presidente Javier Milei en la apertura del debate de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no sólo oficializó un giro diplomático inédito, sino que abrazó aquello de lo que sus predecesores de todos los colores políticos buscaron siempre desembarazarse como si se tratara de una mancha venenosa: el aislamiento diplomático total, el lugar del paria del vecindario global. Las palabras del jefe de estado fueron el momentáneo colofón de una serie de acciones de política exterior que vienen dejando a nuestro país en los foros multilaterales no sólo en el bando de las minorías marginales, sino (¿paradójicamente?) del lado de países de los que la extrema derecha argentina se autopercibe adversaria, como Rusia, Venezuela o Afganistán.

La ruptura con la tradición diplomática argentina es nítida, brusca. Con matices que los partidos tradicionales siempre buscaron presentar a sus audiencias domésticas como diferencias mayores, la política exterior de nuestro país, bajo gobiernos democráticos, nos vio siempre encolumnados o bien en consensos amplísimos o bien en bloques que podían ser mayoritarios o al menos agrupamientos muy numerosos de países con los que compartíamos vecindario, nivel de desarrollo o valores. Entre eso y encolumnarnos con una decena de micro estados como Tuvalu y Vanuatu hay una galaxia de distancia.

Tal como sucede en política doméstica, Milei intenta encajar la realidad a la fuerza dentro de los estrechos supuestos de la concepción libresca y dogmática a la que adhiere en esta etapa de una vida que ya lo ha visto abrazar otras. El Presidente propuso desde el podio neoyorquino el mismo anacronismo que gasta en sus diatribas nocturnas en redes sociales: perseguir un fantasma que ya no recorre ningún continente. Como aquel soldado japonés olvidado en una isla del Pacífico, se imagina peleando aún una guerra. En su caso, la Guerra Fría.

Que Milei se imagine que en el mundo contemporáneo hay sistemas sociales enfrentados nos pone no frente a un problema académico, sino frente a una cuestión vital: que un jefe de estado no sepa dónde está parado desorienta estratégicamente al país que lidera. ¿Cómo llevarlo deliberadamente en cualquier dirección que se elija si se es ciego a las consecuencias de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS? ¿Si se rechaza la evidencia de que China eligió el capitalismo tras la muerte de Mao Zedong, hace casi medio siglo?

El dogmatismo presidencial, profundamente arraigado, está anclado en una visión religiosa, como lo ha señalado Juan Gabriel Tokatlián, que sale a la superficie en su tono profético. Se resiste, además, a cualquier interpelación. Esto último explica por qué Milei no sólo no buscó el consejo de la diplomacia profesional para su intervención, sino que escenificó su repudio de ésta al desterrar del recinto de la ONU al Representante Permanente argentino, Ricardo Lagorio, quien tuvo que dejar su asiento para que lo ocupe la hermana del presidente.

En la medida en que Milei sólo responde ante sí por la política exterior, es fútil esperar que se preocupe por la inconsistencia de la misma a la vista de los restantes actores de la política internacional. Por eso engloba entre los que llevan a la ONU “por el camino del socialismo” a EE.UU. e Israel, adherentes ambos a la agenda de la Cumbre del Futuro. Poco importa que sean los dos países que había elegido como sus únicos aliados en su discurso inaugural del 10 de diciembre de 2023. ¿Y si esa agenda que viajó a Nueva York a repudiar se articula con las exigencias a las que Argentina debe adecuarse para concretar su acceso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el país abandonará también el intento de sumarse a ese foro?

El discurso de Milei en la ONU es, finalmente, el más reciente recordatorio de que él se ve a la cabeza de un gobierno revolucionario, investido del mandato de hacer tabula rasa con todo atisbo de continuidad estatal. Queda por verse si en la política exterior los límites constitucionales a esa pretensión se revelarán tan débiles como lo han sido hasta ahora en casi todas las cuestiones de la política doméstica.