La longko Mabel fue a avisar rápido a sus hermanos. YPF estaba construyendo en la tierra comunitaria Campo Maripe otro ducto. «Ahora nos toca parar las máquinas», cuenta a Tiempo. Entonces eran ocho hermanos, hoy quedan seis. «Uno de mis hermanos murió cuando le quitaron la tierra. Él había vivido siempre del campo, cuando le vinieron a buscar no aguantó y falleció. Tenía apenas 44 años. Mirá todo lo que hemos perdido nosotros por nuestro territorio. ¿Creés que vamos a dejar de pelear a estas alturas?».

Lo más duro empezó con la firma del acuerdo entre YPF- Chevron, en 2013. «Antes del acuerdo y de que empezara el fracking en la zona en la que nosotros vivimos, nos dedicábamos al campo y a la cría de animales». Según nos comenta el longko Albino y la longko Mabel, líderes de la comunidad, la pelea se agudizó cuando les construyeron pozos de extracción de gas y petróleo no convencional cerca de su territorio. «Nosotros logramos parar cuatro pozos», pero en los alrededores, «en la meseta, hay más de 400 pozos y eso también nos afecta».

Siguieron la lucha, los cortes de ruta, las protestas, los reclamos, y aunque fueron reprimidos y criminalizados judicialmente, lograron tener un diálogo con la provincia durante dos años. En esta negociación, la comunidad pedía la titularidad de la tierra de 11 mil hectáreas, que eran las que correspondían a la tierra ancestral. La provincia, después de hacer un relevamiento y estudiar su caso, les ofreció 700 hectáreas. Campo Maripe terminó aceptando pero las autoridades, después de varias tentativas, no firmaron.

Los antepasados de Albino y Mabel fueron los primeros pobladores de la zona, antes de que fuera conocido el pueblo como Añelo. Aunque no hay acuerdo sobre el número, se estima que en el territorio argentino viven entre 300 mil y 500 mil mapuches, sobre todo en Neuquén, Río Negro, Chubut y en la provincia de Buenos Aires. En la cuenca neuquina hay más de 65 comunidades, que representan en torno a un 20% de la población, según cifras de la Confederación Mapuche de Neuquén.

«Los mapuches siempre estuvieron aquí, mucho antes de que se formara Argentina, mapuche significa parte de la tierra. Nacimos aquí, queremos que cumplan la ley para que tengamos una vida digna», dice Albino. Según la Confederación Mapuche, el Estado no estaría teniendo en cuenta el impacto cultural que tiene el fracking en sus formas de vida. «Ser mapuche, ser parte de la tierra, es que se reconozca el derecho comunitario para retomar nuestros propios planes de vida que están siendo negados por las corporaciones y por la nula mediación del Estado», dice Jorge Nawell, vocero de esta Confederación.

Aunque tuvieron avances y pudieron retomar el diálogo con YPF, finalmente la empresa no quiso llegar a un acuerdo y dieron la orden de reanudar la construcción del ducto en territorio ancestral. Mabel y sus hermanas siguen impidiendo que las máquinas hagan su trabajo en lo alto de la meseta.


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(Foto: Sabrina Pozzi)


Entre sismos y chañares

Un poco más allá de Añelo, rodeando el embalse Mari Menuco, vive la comunidad Wircaleo. Ellos tampoco tienen la titularidad de la tierra. Hace unos años que los pozos de fracking se instalaron a pocos kilómetros de sus casas. Entre caminos de tierra, jotes y chañares viven unas diez familias.

Hoy su líder, Eduardo, trabaja en Treater, el basural a cielo abierto de Añelo, tratando los residuos que generan los pozos de fracking. Aunque trabaja en el petróleo a falta de una mejor opción, él y la comunidad están luchando por el cese de los pozos. Los sismos que se producen en la localidad rompen sus casas, causando daños en las paredes, caída de objetos e inseguridad.

«Nosotros estamos pidiendo que paren de perforar, porque necesitamos garantizar un ambiente sano y seguro para nuestros hijos». Aunque el gobierno regional quiso de algún modo compensarlos, ellos no aceptaron. «Provincia llegó a ofrecernos una casa prefabricada, pero, ¿de qué nos sirve si la contaminación continúa?», dice Eduardo.

Serafín y Elvira construyeron su casa hace 30 años, dicen que los temblores empezaron cuando las torres del fracking llegaron al paraje. «Yo tengo registrados unos cien sismos. Cuando estaban las torres activas, los movimientos eran hasta tres o cuatro veces al día. Primero se oye como una especie de explosión y luego se mueve todo, explica Serafín a Tiempo. «Yo trabajé en el petróleo por 25 años, sé cómo funciona la fractura. Se inyecta arenas a presión y millones de litros de agua por pozo, las placas bajo la tierra se humedecen y se mueven», cuenta.

Aunque las autoridades dicen que son sismos naturales, hace un año que la provincia puso testigos para medir la intensidad de los temblores. También dos sismógrafos: uno en Sauzal Bonito, donde viven, y otro en Añelo donde también se registraron.

Al final de uno de los caminos, a las orillas del río Neuquén vive Celestino. Al enseñar su casa llena de grietas y arreglos provisorios, se acuerda de cuando trabajaba arreglando motores para las bombas de la fractura. Aún tiene petróleo en las manos y algunas cicatrices por accidentes en el pozo.

Como la comunidad, también denuncia a la industria en la que trabajó por 25 años. «Es una actividad que contamina todo, la napa, las raíces de los árboles, el agua que riega nuestros cultivos y el aire que respiramos. Además, siempre deja residuo por mucho que se limpie y se trate», explica.


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(Foto: Sabrina Pozzi)


Criar sin pasto

En la meseta, rodeada de pozos, vive la comunidad mapuche Fruta Trayen. Martín Mardones nos enseña la granja, adonde invirtió largos años de su vida. Como muchos de los mapuches, su familia y antepasados se dedicaron a la cría de animales, sobre todo vacas, ovejas y cabras.

«¿Oís el mugido? Son las madres. Tuve que destetar a los terneros porque las vacas se estaban muriendo», cuenta. Tiene 62 años, nació a unos kilómetros de aquí, en el paraje Los Algarrobos. En los años ’80, llegaron nuevos dueños a la zona, con títulos de propiedad de la tierra y empezaron a asfaltar los caminos, la familia de Martín se tuvo que trasladar hacia la meseta, perdiendo el acceso a la zona baja y al río. «Me tuve que venir aquí por los animales. Hicieron rutas a los lados de la granja y los animales no podían alimentarse. Antes de las petroleras, los animales comían el pasto que rodeaba la granja. Ahora, tenemos que comprar el alimento». Otro de los problemas que notan es la falta de agua. «Mientras que no tenemos agua para sostener la pequeña ganadería, un pozo lleva 30 millones de litros de agua bombeados desde el río sin pagar nada por ella. Esa es la gran burla», cuenta.

«Ahora, los pozos están por todas partes y hay nuevas locaciones. Si empiezan con la explotación de enfrente, no sé si voy a poder seguir criando. Pero, ¿qué voy a hacer si siempre me dediqué a criar?, no es fácil la vida de uno», cuenta Martín.

Su sobrino, Diego, el actual longko de la comunidad, ayuda a su tío a sacar adelante el ganado y la granja, aunque, según nos dice, las condiciones de vida son cada vez peores. En otros momentos, Diego trabajó como chófer de un camión que transportaba arenas para la fractura. Recuerda el trabajo como pesado y sofocante. Según cuenta a Tiempo, «a veces no podía ni respirar con la nube de arena que se generaba en la fractura. Pero no te queda otra, o te dedicás al petróleo o no hay mucha opción. Más allá de vender algún animal de vez en cuando. Antiguamente, cuando no estaban las petroleras, se podía vivir de criar animales, ahora la situación se nos complica, entre otras cosas, por las explotaciones, porque destrozan el campo y son tierras que no volvés a recuperar».

Cada comunidad mapuche en Vaca Muerta vive en un entorno distinto y enfrenta sus propios problemas. Aunque tienen algo en común: denuncian el fracking y sus impactos ambientales y culturales que hacen difícil la supervivencia de su cultura.

«Ni el progresismo, ni los gobiernos conservadores avanzaron en este tema», explica Jorge Nawell. Porque «todos ellos sostienen el mismo modelo basado en el extractivismo de los recursos». La hipótesis que manejan desde la Confederación es que al reconocer la titularidad de la tierra mapuche les estarían dando la facultad para decidir si un determinado proyecto de fractura se lleva a cabo o no en su territorio. «Entonces, el Estado dice que tiene la obligación de pensar en un desarrollo para todos. Pero nosotros no podemos aceptar la lógica de que alguien tiene que perder, ya nos cansamos de ser quienes paguemos las consecuencias», continúa Nawell. «Además, este tema trasciende la cuestión mapuche: si las enfermedades aumentan, si los animales y las plantas mueren, si el agua y el aire están contaminados, ¿qué precio estamos dispuestos a pagar para continuar con Vaca Muerta?». «


Los derechos que faltan


La lucha de la comunidad mapuche de Neuquén, junto con otras comunidades originarias del país, lograron que el  Consejo de Seguridad Interior anunciara, el pasado 13 de febrero, la firma de un convenio para mejorar la relación con las comunidades mapuches de la Patagonia: abrir canales de diálogo para solucionar los conflictos existentes, evitando la criminalización y la represión hacia estos pueblos. Según Jorge Nawell, de la Confederación Mapuche de Neuquén, es una medida importante, pero se queda a mitad de camino si no se reconocen los derechos que han sido negados por años y señala que la tarea sigue siendo: “la restitución de los territorios ancestrales, el derecho a la consulta y hacer posibles los planes de vida de cada comunidad”.  Piden que se reconozca su existencia, que no es uniforme, y el cumplimiento de la ley que ya existe para garantizar sus derechos.