«Y si no cualquier presente puede conectarse con cualquier pasado, sino solamente con aquellos que conforman su singular genealogía o árbol de raíces específicas, también debe de ser claro que el pasado no posee nunca una “imagen ‘eterna’” y ya acabada, sino que es siempre algo vivo y abierto, algo cuyos sentidos últimos no terminan de revelarse».
Walter Benjamin
Este nuevo aniversario del 24 de marzo nos encuentra en un momento en el que todo lo que se había logrado, casi como una política de Estado, en materia de Memoria, aplicación de justicia y políticas de reparación del Terror de Estado ejercido por la última dictadura cívico militar, se intenta anular para legitimar la violación de derechos por parte de la entidad que debiera garantizarlos.
Reaparecen argumentos de épocas del terror o de los sucesivos golpes militares, que buscan legitimar la violencia contra quienes ejercen el derecho a manifestarse, para justificar despidos masivos o la indiferencia y la crueldad frente al sufrimiento que causa, ya no la represión directa, sino esa otra forma de violencia clasista que es la privación del acceso a cuidados básicos.
Se trata, por un lado, de la vieja práctica de culpabilizar a la víctima y de la objetivación del otro por la vía de su descalificación deshumanizante con el fin de justificar su destrucción, su subordinación o su desamparo, privándole de derechos por la condición asignada. El general Videla declaraba respecto a los detenidos políticos: “(y hay) algún cupo de personas que, pese a no tener proceso, no pueden vivir en libertad porque no merecen tener esa calidad”. En esa frase sintetizaba la negación a esas personas del derecho a la defensa o a un juicio justo. No mucho después definiría a los desaparecidos como no merecedores de un tratamiento especial porque no estaban “ni muertos, ni vivos”.
Recientemente se repitió un despliegue represivo cruel sobre las manifestaciones de los jubilados, que escaló hasta lo criminal cuando hubo apoyo social masivo a tal reclamo. El joven fotógrafo gravemente herido fue calificado como “militante” por la ministra de Seguridad, quien definió la tragedia como “daño colateral” al tiempo que se lo culpabilizaba por estar en ese lugar. Para justificar el daño se nominó a los manifestantes como “enemigos”, “violentos” y “golpistas”. Nada que no recuerde el “por algo habrá sido” de la época de la dictadura.
Por desgracia, no estamos ante una escalada de violencia restringida a un país y perpetrada por un gobierno local y la coalición de poder que lo sustenta, sino de una tendencia mundial a la abolición de los principios de los Derechos Humanos, tal como se enunciaron durante la creación de la ONU en la posguerra. Aquel fue un momento decisivo, cuando se definía la redistribución geopolítica del mundo que hoy está en tensión y transformación desde la caída del bloque socialista, el fin del mundo bipolar y la aparición de nuevas potencias que cuestionan la hegemonía de los Estados Unidos.
También, esta faz del desarrollo capitalista, atrapada en la ficción de que es posible producir dinero con dinero sin que medie trabajo vivo, avanza sin pausa ni tregua contra los derechos de los trabajadores, largamente ganados desde la lucha por la jornada de trabajo en adelante, contra los derechos de las mujeres y las disidencias de género porque requiere de un neoconservadurismo que revierta a lo doméstico del trabajo invisible de los cuidados necesarios para la producción y reproducción de la fuerza de trabajo, y mucho más profundamente demanda reforzar el modelo de poder basado en la lógica “viril” de dominación por la fuerza. En la misma línea, regresa a discriminaciones y exclusiones varias, racistas o de clase, que en el Foro de Davos el presidente Milei sintetizó en una frase: “Occidente representa el punto más alto de la especie humana”. De allí la estigmatización de los originarios y de los “no occidentales” en general. También, mientras se ofrece una prolongación infinita de la vida para quienes puedan acceder a ello en el mercado, se considera que las jubilaciones son una causa de desequilibrio fiscal y no un derecho ganado por los trabajadores.
Finalmente, ya no se trata solo de los Derechos Humanos sino de los derechos de la naturaleza de la que somos parte y, por ende, de la vida en general. Tenemos mucho que aprender de culturas que nos precedieron y fueron sometidas acerca del Buen Vivir/Vivir Bien, antes que el afán de acumulación sin límites nos arrastre a catástrofes ecológicas masivas.
Ante cada crisis, nuestro pueblo ha generado un actor nuevo: un grupo de mujeres, Madres y Abuelas fue capaz de erosionar con la presencia de sus cuerpos a la dictadura más sangrienta, marcando una huella no sólo en nuestra sociedad sino a nivel mundial. La reforma neoliberal de los ’90, que culminó en la crisis del 2001, dio nacimiento a los movimientos sociales. Mucho antes, en el país conservador que consolidó el golpe de Uriburu, se gestó el movimiento peronista.
Hoy, frente a la crisis de las formaciones políticas tradicionales aparecen actores inesperados. La diatriba del presidente en Davos tuvo una respuesta antifascista multitudinaria, que se inició por una convocatoria de los colectivos LGTB y de género, en tanto que la movilización en soledad de los jubilados comenzó a tener el apoyo social que requería a partir de la iniciativa de los hinchas de futbol.
Aquí y ahora, se trata de superar la fragmentación sectorial de la lucha por los derechos sin perder su diversidad y de recrear la política con nuevas formas de liderazgo. Más que nunca se requiere de redoblar la lucha por los Derechos Humanos y de la vida y profundizar radicalmente la democracia amenazada.