Que el General me perdone, pero su frase aparentemente indiscutible que sostiene “que la única verdad es la realidad” me parece una falacia descomunal.
En mi adolescencia me atreví a decir que la realidad no existía y mi padre, un hombre de izquierda muy compenetrado con la filosofía materialista, pensó que mi afirmación ameritaba una consulta psiquiátrica, no psicológica porque mi padre sólo creía en la materialidad cerebral y la noción misma de inconsciente, aunque era un ateo practicante, constituía para él el peor de los pecados, el de idealismo, un pecado mortal del que no es posible salvarse ni siquiera intentando aprender El Capital de memoria y repitiéndolo por el resto de nuestra vida como si fuera el Padre Nuestro.
Hoy, con muchos años más, podría decir que la realidad es una construcción. No espanta a los materialistas a ultranza y suena culto en las reuniones. Y, sin embargo, lo confieso, desconfío mucho de eso que llaman realidad.
En contraposición a su solidez supuestamente incontrovertible, es casi un lugar común decir que la realidad no es la misma para quien no llega a fin de mes que para quien nunca pasó necesidades. ¿Pero entonces en qué quedamos? ¿La verdad es la única realidad? ¿O la realidad es multiforme, fragmentaria, heterogénea al punto de no constituir un solo cuerpo, una unidad indisoluble?
La realidad no es la misma para un optimista que para un pesimista, para quien está enamorado que para quien arrastra penosamente una relación de años que no se anima a deshacer. No es la misma para el perro que percibe sonidos y olores que para nosotros son inexistentes y que sabe de nuestro regreso a casa cuando aún estamos a varias cuadras. Me resulta imposible imaginar ese escándalo auditivo y olfativo que para un perro es parte de su identidad y que para nosotros es como una melodía que suena en otro mundo.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra realidad significa «existencia real y efectiva de algo». Sus sinónimos son verdad, existencia, materialidad, objetividad, sustantividad. A su vez, verdad se define como “lo que ocurre efectivamente”.
Y aquí el sacrosanto diccionario oscurece más de lo que aclara. Nuestros ancestros lejanos no tienen materialidad, existen en los relatos familiares y, sin embargo, forman parte de nuestra existencia. ¿Y qué es “lo que ocurre efectivamente”? ¿Un enamoramiento ocurre efectivamente menos que un terremoto porque se supone que tiene menos materialidad, objetividad y sustancialidad?
¿El vocero presidencial existe más que El Quijote? Según qué se entienda por existir. Cuando en su habitual discurso matinal habló de los zurdos y lo ninguneó a Maradona, alguien predijo que el honorable vocero sería olvidado en el viaje desde su velorio al cementerio, pero Maradona sería inmortal. El Quijote recorre la manchega llanura desde principios del siglo XVII y la seguirá recorriendo mientras en el mundo haya lectores. Tan fuerte es su existencia que el poeta León Felipe se atrevió a hacerle un pedido «ponme a la grupa contigo, caballero derrotado / hazme un sitio en tu montura, /que yo también voy cargado /de amargura / y no puedo batallar». Estoy muy segura de que el Quijote no llamó a formar fila de a uno a todos los derrotados del mundo y luego, literalmente, los dejó pagando.
Otra pregunta: ¿la diputada Lidia Lemoine existe en mayor medida que Madame Bovary, es más real o verdadera? No lo creo. Gustave Flaubert no abandonaba a sus criaturas al azar de la genética literaria. Por el contrario, era un obsesivo que se anticipó al copy–paste de las computadoras pegando papelito sobre papelito cada vez que una palabra no lo conformaba, hasta encontrar la que le parecía exacta. Era de este modo que creaba personajes inolvidables que aún se mueven entre nosotros como si fueran de carne y hueso. No debe ser casualidad que se lo considera como el introductor del realismo francés. Para él la literatura era una forma, supongo, de lo que llaman realidad. Paradoja de paradojas, ¿no fue otro francés, Jaques Lacan, el que dijo que la verdad tiene estructura de ficción?
Para seguir con la literatura que también forma parte de la realidad, algunas mañanas, luego de leer los portales de noticias, pienso que la realidad es como una novela de César Aira, no porque Aira sea truculento, sino porque, a diferencia de la mayoría, descree de la verosimilitud como atributo de la literatura. La vida, en cambio que podríamos tomar como sinónimo de realidad, es de por sí inverosímil, a veces hasta límites disparatados. Así como en alguna novela de Aira los indios hablan con lenguaje filosófico, varios miembros del gobierno, comenzando por el propio presidente, hablan con un lenguaje que resultaría incómodo escuchar hasta en una cancha de fútbol.
Otras veces, cuando las noticias me dan la sensación de estar viviendo una tragedia shakespeariana, pienso que «la vida (la realidad) es como un como un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada».
Bueno, esto de la realidad es, en verdad, una ensalada (conste que no la califico de «rusa» para evitar cualquier tipo de planteo político).
Lo cierto es que la mayoría de las mañanas, luego de leer las noticias, no puedo sino recordar una escena de Amarcord en que el viejito de la familia abre la puerta de su casa y se ve envuelto en la niebla que teme que sea la muerte. Entonces, no puedo evitar decir lo mismo que él dijo él respecto de la muerte, pero refiriéndome a la realidad: «Si la realidad es esto y la única verdad es la realidad, sí que estamos jodidos».