«El Che Guevara me dijo: ‘Ramón Ayala, yo he cantado ‘El mensú’ en los fogones de Sierra Maestra’. Yo le contesté: ‘Comandante, me halaga mucho que usted se haya fijado en esa obra’. Me dijo que era una obra revolucionaria. Me quedé encantado con el Che porque tenía una fisonomía interior parecida a la mía: creo que ambos somos revolucionarios. Nunca fui un guerrillero ni un apasionado de la guerrilla, pero siempre tuve la idea de que el hombre debía vivir bien, tener un trabajo digno, un estado de conciencia. Amo la guitarra y amo al pueblo y no concibo que Dios pueda ser tan cruel de crear una criatura para la prisión y el sufrimiento. Si es que existe, Dios vino a estas latitudes a ejercer la bondad, la maravilla, porque somos una maravilla en cuerpo y alma. En esa reunión con el Che también estaba Rodolfo Walsh y quien llegaría a ser el presidente de Chile, Salvador Allende». Llegar a la isla en ese momento no era fácil. «Tuve que viajar a Uruguay, allí tomé un avión que iba a Río de Janeiro y de ahí abordé otro avión que iba a México, desde donde recién fui a Cuba por la Cubana de Aviación. No había vuelos directos. En ese último avión iba también Salvador Allende».
La anécdota que Ramón Ayala le cuenta a Tiempo Argentino sucedió en 1962 y está recogida en el libro que acaba de publicar, Poemas, cuentos y relatos del camino, editado por la Editorial de la Universidad Nacional del Sur con un prólogo de Nidia Burgos. El volumen incluye también dibujos de él que no ilustran sus historias, sino que son independientes de ellas. Aunque nunca olvidó sus raíces misioneras, la música lo llevó por todo el mundo. Visitó lugares impensados como la Iglesia de los Adoradores del Diablo en el Kurdistán y en los dibujos del libro aparecen torres de Turquía. «Mi cuerpo –dice– podrá estar en cualquier geografía del planeta, pero mi corazón es de Misiones y de Cuba».
«A María Teresa, mi gran amor» puede leerse en la portada de su último libro. María Teresa no es una abstracción literaria, sino una mujer amable y cálida que se esmera en recibir a la prensa como si cada periodista que llega su casa fuera el primero. «Hace 38 años que estamos juntos», dice Ayala. ¿Y todavía le escribe poemas de amor como los que figuran en el libro? «Sí, che, qué te parece. Yo la llamo ‘la muchacha’. Es muy juvenil, parece una nena. Es un encantito, quizá sea por eso que hace tanto tiempo que estamos juntos».
Cuando se le pregunta por qué los poemas de amor aparecen en el libro separados del resto de los poemas, contesta: «Yo le entregué todo el material a una poeta que es la editora de la editorial de la Universidad Nacional del Sur. También a mí me sorprendió la forma en que ella lo editó porque no lo pensé de esa manera. Ese fue un trabajo posterior de la editora».
En todos sus cuentos palpita una fuerza oculta, ya sea un duende o cualquier otro elemento. Además de ser cantor, guitarrista, compositor y artista plástico, el autor de «El mensú» tiene un costado de reflexión filosófica. «Puede ser –acepta–. Si se le pudiera poner un nombre a esa fuerza –explica en relación con sus cuentos–, sería asombro. El hombre aún no se ha descubierto a sí mismo, por eso, sin saberlo, anda detrás de ese algo oculto. Nunca hemos visto tangiblemente qué puede ser esa entidad a la que se puede llamar Dios o como uno desee. La realidad tiene una magnitud esotérica y por eso hay que andar siempre dudando, siempre en la búsqueda. Es asombroso que siendo el hombre la criatura más importante en la Tierra por su inteligencia, todavía no haya podido descubrirse a sí mismo».
Infancia y adolescencia
«Tenía cinco años cuando yo mismo le cerré los ojos a mi padre, que murió en mis brazos. Se decía en esa época que estaba enfermo de ‘tiricia’, que es una deformación de la palabra ictericia. Estaba totalmente amarillo».
«Mi abuelo era de origen francés y vivía en Asunción, en Paraguay. Con 14 años se fue huyendo de la Guerra de la Triple Alianza, del fuego de López, y se refugió en Misiones. Escuché las historias de la guerra de la boca de mi madre, escuché cómo mi abuelo y un amigo de su edad huían de las esquirlas de las balas que les comían el sombrero. Cuando escuchaba esos relatos era muy chico y no tenía capacidad para entender la dimensión de esa guerra y sus menesteres, pero sí entendía que la guerra era un monstruo».
En 2015, el entonces Ministerio de Cultura de la Nación publicó en una edición muy cuidada Las trincheras ardientes del Paraguay. Canto popular sobre la Guerra Grande, un libro escrito en lo que su autor llama «décimas ayalescas». «Es que yo soy Ayalesco y hace tiempo», bromea. «Puedo decir que escribir ese libro me llevó toda la vida. Además de lo que contaba mi madre, siempre aparecía alguien que tenía conocimiento sobre esa guerra, entonces yo siempre tenía una tajada para cortar en esas charlas que fueron muy buenas para mí».
Cuando estaba entrando en la adolescencia viajó con su madre a Buenos Aires con el propósito de instalarse en esta ciudad. «Vinimos a Buenos Aires –recuerda– recomendados por un hombre que trabajaba en el Congreso que había sido amigo de mi papá, pero que admiraba a mi mamá. Mi madre era entonces una mujer joven y linda. Ese hombre nos quería dar una mano por el afecto que sentía por la familia. En Posadas una noche invitó a mi madre a cenar. Yo escuché que iban a ir a comer juntos. El hombre conducía un Ford T. Ese auto tenía una rueda de auxilio que llevaba por afuera. Yo me dije ‘desgraciados, van a ir a comer juntos y a mí no me van a llevar’. Me puse al lado del auto, del lado de afuera y me aferré a la rueda de auxilio. Ellos no me vieron y el auto arrancó. Llegaron al restaurante sin saber que yo iba atrás. El lugar al que iban se llamaba El Tokio. Cuando llegaron, yo bajé de atrás. Este hombre me dijo que era un bandido, que había viajado colado. Me preguntó quién me había invitado. Le contesté que nadie y que por eso había viajado así. Entramos al restaurante. Me senté como un rey y me comí un bife a caballo. Tendría unos 7 u 8 años. No sé si estaba celoso, pero sí perturbado. Me preguntaba cómo era posible que mi madre se fuera con un hombre a cenar y me dejara en la casa. Eso no podía ser. Por suerte, se tomaron a risa mi actitud. El mío fue un acto tragicómico».
«En Buenos Aires trabajé de todo un poco. Repartí volantes para los cines y falsifiqué mi libreta de enrolamiento para poder entrar al frigorífico Anglo. Tenía 15 años y para entrar tenía que tener por lo menos dieciocho».
El nacimiento de un artista
«Siempre estuve enamorado de la guitarra –cuenta–.Tenía una guitarra de cuarta que parecía un mandolín. Alguien la había tirado por ahí. Siempre esperé que de la guitarra surgiera una canción linda, pero resulta que la guitarra debía ser tocada por el hombre, por el guitarrista. La guitarra no accedía a mostrarme sus voces, de modo que tuve que estudiar. Creo que siempre fui mejor guitarrero que cantor. Para mí la voz siempre fue un problema. Para componer hay que trabajar mucho. Sólo de vez en cuando salen melodías que parecen perfectas. Con la voz pasa lo mismo».
Para explicar de qué modo se inició en la música, menciona a su madre: «Mi madre era guitarrera, tocaba la guitarra y cantaba. Decía cosas importantes y tan bellas que eran dignas de un Neruda. No me explico cómo una viejita como ella podía decir cosas tan hermosas. Qué vieja bárbara. Siempre iba al frente con su guitarra. En el puerto de Buenos Aires trabajaba un hombre de apellido Tuchi que se dedicaba al mantenimiento de los barcos. Algunas veces iba con él y me enseñó a cantar y a tocar la guitarra. Yo tendría unos 15 años. Luego de un tiempo me pareció que mi actitud respecto de la música era valedera y pensé que tenía que hacerme un futuro a partir de ella».
«También me gustaba dibujar y pintar. Tengo cientos de dibujos. Creo que es lo que más tengo. En el dibujo y la pintura siempre fui un intuitivo, nunca estudié. Lo que sé me lo dio la práctica, la observación. Además me di cuenta de que los grandes artistas, una vez que aprendieron, han hecho su propia figura humana. Modigliani, por ejemplo, la transformó de acuerdo con su propia concepción. Por eso, yo seguí por la senda de mi propia originalidad y trabajé sobre eso».
Asegura que se da cuenta de inmediato cuándo un poema se va a transformar en canción «porque la música se perfila, empieza a salir enseguida. Recién, cuando estaba sacándome la fotografía para el diario, comenzó a nacer una canción. Es así, las canciones brotan. Es algo increíble. La música nace con un destino popular, como ‘El mensú’. No recuerdo cómo nació, pero sí dónde. Estábamos en Dock Sud con mi hermano Vicente, pero yo siempre estuve prendido del paisaje misionero. Íbamos en el colectivo 7 para el centro. Mi hermano iba con su violín. Siempre ando con una libretita. La canción comenzó a surgir y yo la anoté. En mis canciones siempre tengo una inclinación social. ‘El mensú’ es de la década del ’50. ‘Mensú’ es la adaptación de una voz española al guaraní. Quiere decir ‘trabajador mensual’, al que se le paga por mes. Neike es una voz de mando presurosa que emplean los capangas, una voz que creo que viene del español capataz. Es una adaptación guaranítica acriollada».
En 2013 Marcos López filmó un documental que tiene a Ayala como protagonista. «Es la primera película de la que participo, pero vaya a saber qué es lo que tengo aún por delante. Marcos López es un personaje increíble. Parece un niño por su forma de ser».
También ha sido distinguido con un doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de Misiones.
Cuando se le señala que ha sido merecidamente reconocido dice: «Sí, me han reconocido en muchos lugares y en otros me han desconocido». Y de inmediato hace un balance de su vida: «Pero si muriera y volviera a nacer, querría ser como he sido». «