La puerta de entrada a la rotisería está cerrada. El cartel plastificado, colgado en el vidrio, dice que abre a las 12. Faltan diez minutos. Hay tres personas haciendo fila. Están pegadas a los ventanales para que el techo que genera el balcón de un primer piso los cubra de la lluvia. El cielo está gris; los taxis pasan por la calle y en el aire parece escucharse una melodía del bandoneón de «Invierno porteño», de Astor Piazzolla.

–Sabés por qué se fue esa empresa –dice el joven de pelo negro y barba candado–. Porque no los dejan llevarse la guita en la Argentina. Vos venís, traes dólares para invertir, y después las ganancias no te las podés llevar. Por eso cerró Falavella durante el gobierno de Fernández.

Una abuela de pelo rubio y corto, que parece sostenerse con las dos manos del changuito de las compras, asiente con la cabeza.

–Están todos en la misma–dice–. Yo, ¿sabés por qué lo banco todavía al loco este? Porque no viene de la política. Los demás están todos en el curro.

–Y sí…–dice el joven– y ahora están viendo cómo hacen para volver.

Hay un hombre de pelo blanco, que lleva puestas botas de lluvia, parado junto al joven y la abuela.

–¿Y la droga?–dice–. Acá en el boliche que está en Rivadavia pasa cualquier cosa.

Podría tratarse de cualquier noticiero de televisión. Una serie de supuestas verdades repetidas durante décadas: los empresarios víctimas, los políticos chorros, la droga penetrando por todos los rincones. Supuestas verdades que los vecinos de Almagro repiten como si tuvieran alguna prueba fehaciente. Es un tema conocido y estudiado hace tiempo, pero no deja de sorprender cuando, en una esquina bañada por la lluvia, aparece una conversación que parece guionada.

La derecha no ganó la batalla cultural sino la batalla moral. Hay un sector muy amplio que se identifica con los valores que la derecha quiere imponer como visión de la vida, la sociedad, lo que es justo. Y la victoria no se produjo por lo “novedoso” de Milei. No hay nada de nuevo. La derecha repite lo mismo desde que este cronista (homenaje al maestro Mario Wainfeld) tiene memoria. El triunfo –parcial– se produjo por insistencia, persistencia y, por supuesto, por controlar la mayoría de los medios de comunicación.

El Estado es malo, lo público es malo, los políticos son chorros y los sindicalistas, además de chorros, mafiosos y violentos. En medio de esa jauría hay un grupo de caperucitas rojas que caminan por el bosque, que sólo quieren crear, emprender, y son castigados por las fuerzas del mal. Las víctimas: los dueños de la argentina.

Uno de los grandes problemas de este triunfo moral es que desarticula a la sociedad y la sumerge en la decadencia que hoy vive. El país cada día funciona menos. Los colectivos reducen los servicios porque sin subsidios la población viaja menos. En el conurbano hay personas que han comenzado a trasladarse en bicicleta o caminando para ahorrar uno de los viajes que tienen que hacer. El cinismo de derecha dirá que va a ser bueno para la salud cardiovascular. Lo dirá algún periodista twittero desde un departamento en Palermo con losa radiante.

El punto es que muchos de esos que caminan a las cinco de la mañana piensan que el Estado es malo, los subsidios, son malos. No es tan fácil que la población asocie el concepto global con lo que le ocurre día a día. Ahí hay un trabajo que la dirigencia opositora debe perfeccionar, explicar, machacar, insistir.

Esa persona que camina de madrugada para ahorrar un boleto se dirige a un punto de límite. Sus valores, su moral, atentan contra su propia vida. Porque está en riesgo la vida. Esa tensión en algún momento producirá un sismo y millones de argentinos tendrán que elegir entre sobrevivir o apegarse a los valores que por ahora la derecha logró imponerles. La Historia marca que sobrevivir se impone. La única manera de reconstruir una patria con igualdad de oportunidades y progreso, como la que existió hace no tantos años, entre el 2003 y el 2015, es ganar elecciones y también la batalla moral.  «