«No se ha acabado el proceso de independencia», expresó con indisimulable emoción. Lo dijo en un video desde su refugio belga. Fueron ocho minutos difundidos en redes sociales a las 21.05 del viernes. Similar escenografía a la del último miércoles cuando anunció que «había emprendido el viaje de regreso».
Carles Puigdemont i Casamajó, natural de Amer, Gerona, 61 años, tiene registro domiciliario en la Casa de la República (la sede de la Generalitat de Cataluña) y en una vieja casona de Vallespir. Pero vive refugiado en un sólido bunker de Waterloo, emblemática comarca de Bélgica, desde su exilio hace siete años, tras el controversial referéndum celebrado en 2017.
El jueves regresó a su tierra. Lo definitivo se convirtió en un viaje relámpago. “Fueron unos días extremadamente difíciles”, aseguró en el mensaje. Regresó con la intención de participar de la asunción del socialista Salvador Illa como 133° presidente de la Generalitat de Cataluña, con el apoyo de PSC, ERC y Comuns. Pero, este sábado, cuando en Barcelona se desarrollaba la ceremonia en la que el flamante mandatario aseguraba que llegaba con la finalidad de «unir y servir», el líder independentista ya había difundido el video de los ocho minutos, cargado de definiciones.
El viaje de regreso había tenido dos avisos peligrosos: la posibilidad de que el dirigente exiliado fuera apresado cuando pisara su tierra natal y la advertencia del presidente de Vox, Santiago Abascal, quien ordenó: «Hay que dar al prófugo golpista el recibimiento que se merece si se atreve a pisar España». Puigdemont regresó, dio un breve y encendido discurso ante cerca de 3500 conmovidos fieles frente al Arco de Triunfo de Barcelona, al repetido grito de «independencia» con miles de banderas catalanas.
Dijo: «¡Vine a recordarles que todavía estamos aquí porque no tenemos derecho a rendirnos!».
Y desapareció, en una nueva huida de película, desorientando a los Mossos d’Esquadra. Se dijo que lo hizo con un sobrero que le cambió la apariencia dentro del baúl del coche. Luego lo negaron. Incluso quedó libre el Mosso dueño del auto blanco, a quien apresaron bajo la acusación de que en su móvil huyó el dirigente.
Lo que nadie pudo negar fueron las imágenes de la frustración policial mientras rastreaba por las calles de Barcelona, lo que provocó un colosal caos de tránsito. Tampoco la desmentida de la versión de que se había acordado una detención discreta, no arrestarlo delante de sus simpatizantes para que hubiera incidentes y la acusación posterior de que no cumplió el pacto. «Ya dije que no he tenido nunca la voluntad de entregarme voluntariamente ni de facilitar mi detención (…) ante una autoridad judicial que no es competente”, subrayó en esos ocho minutos.
También aseguró que intentó «lo que a todos nos parecía imposible» y denunció una «caza de brujas» desatada contra parte de la militancia «protagonizada desde ámbitos políticos que se llenan la boca de lucha antirrepresiva» y acusó al conseller de Interior, Joan Ignasi Elena, y del comisario jefe de Mossos, Eduard Sallent. «El espantoso, incomprensible y a veces delirante dispositivo policial no lo ha entendido nadie y sólo ha servido para molestar a los ciudadanos y gastar, inútilmente, dineros públicos».
Y volvió a cargar: «Debo denunciar internacionalmente a un Estado español que no se comporta de manera democrática cuando permite que jueces del Tribunal Supremo se burlen de leyes aprobadas» por el Congreso, en alusión a la ley de amnistía. Reiteró, como si fuera necesario, que no cesa en «defender el derecho a la autodeterminación». Y el personal “derecho a hablar y a votar».
También reiteró que «hay que analizar la situación política y poner en perspectiva la razón profunda de la operación que hizo posible lo que ocurrió» el jueves y apuntó casi íntimamente a sus seguidores: «Fueron miles de kilómetros en muy pocos días y muchas jornadas de una tensión difícil de explicar (…) Confío en que se entienda que necesito todavía unas horas para reposar y tomar aire».