Igual que una participante de cualquier concurso de Miss Mundo, en el discurso inaugural de su segunda presidencia, Donald J. Trump auguró la paz en el mundo. Claro que no señaló un camino sembrado de buenas intenciones, sino que prometió usar todo el poderío estadounidense para «detener todas las guerras y traer un nuevo espíritu de unidad a un mundo que ha sido iracundo, violento y totalmente impredecible». Al describir el mundo en términos que bien podrían usarse para describir su propio estilo de liderazgo político, Trump buscó sobreimprimir en la imaginación de sus compatriotas (tal vez pensando sólo en sus seguidores) la idea del mundo exterior como amenaza, para justificar un nacionalismo autocentrado que se propone eliminar tanto ese factor exógeno como el supuesto peligro que ha internalizado con la inmigración.

El mundo que el retornado líder dibujó durante su campaña no difiere del que pintó al hablar dentro del Capitolio. Afirmado en un orgullo excepcionalista inconmovible, Trump habló de recuperar para los EE UU «el lugar que le corresponde como la nación más grande, más poderosa y más respetada de la Tierra». Ese derecho de impronta bíblica marida en su cabeza con su certeza de haber sido salvado de la muerte por Dios para poder a su vez salvar al país. En su idea de restauración, de hacer grande otra vez a EEUU, ocupa un lugar preeminente la idea de destino manifiesto, que retomó en su discurso para extender su alcance «hacia las estrellas, lanzando astronautas estadounidenses para plantar la bandera de las barras y estrellas en el planeta Marte”.

A pocos se le escapó que la referencia a un vuelo tripulado a Marte (más allá del obvio guiño al patrón de Space X, Elon Musk) implica un lapso de tiempo que la tecnología disponible alarga más allá de los cuatro años que la Constitución le fija como límite a su mandato.

Igual de ominoso que ese descalce temporal, pero mucho más tangible como amenaza fue la ratificación de que cree necesario «recuperar» el Canal de Panamá. Trump ve los puertos cercanos al canal administrados por empresas chinas casi como si fueran los misiles soviéticos en Cuba en 1962. Desde esa percepción de riesgo presente, reescribió la historia y afirmó que el pasaje bioceánico fue «tontamente entregado a Panamá», dejando planteada la cuestión de la soberanía limitada de ese país y resucitando un concepto que durante la Guerra Fría las dos superpotencias de entonces aplicaban a los países de su área de influencia. Sin nombrarla, la idea de un espacio vital estadounidense que va más allá de sus fronteras reconocidas volvió a estar presente en su discurso, así como había estado detrás de la idea de comprar Groenlandia que profirió pocos días antes de volver al gobierno.

Destino manifiesto y espacio vital son ideas que no caben dentro del concepto de orden internacional, que no casualmente estuvo ausente del discurso. Al igual que lo hizo durante su primera presidencia, Trump planea un empleo desnudo del poder estadounidense, sin enredarse en las mediaciones que implican las instituciones internacionales cuya creación fue impulsada por su propio país en la posguerra, bajo liderazgos presidenciales que se preocupaban por la legitimación de ese poder.

La primacía absoluta es la única condición que permite ejercer el poder de esa manera y ese es un objetivo que perseguirá obcecadamente. Esa búsqueda perpetua de la primacía es un trazo de continuidad con la política de defensa de Joe Biden, uno en medio de las múltiples rupturas que ya puso en marcha. El bien a preservar será la fortaleza estadounidense y no la seguridad colectiva, que Trump sigue viendo como un lujo del que los aliados de su país disfrutan a sus expensas. El idealismo bideniano queda atrás, tanto como queda en el olvido aquello de «EE UU está de vuelta»: lo que su predecesor imaginó como normalización del vínculo con los aliados habrá sido un corto interregno.

Sin los remilgos del intervencionismo idealista de varios de sus predecesores, Trump pone al interés estadounidense como único patrón de medida. En algunos casos, eso podrá significar terminar con guerras impopulares e incluso evitarlas. En otros, habrá que volver, tal vez, a lamentarse por estar tan lejos de Dios y tan cerca de los EE UU.«