Alejandra Flechner lleva actuando más de la mitad de su vida. Es parte de una camada mítica de actores, actrices y performers que surgieron en el Parakultural porteño durante los años ’80, donde junto a Verónica Llinás, María José Gabin y Laura Market desplegaron un humor ácido y bizarro con las Gambas al Ajillo. Desde ahí, hizo de todo: entre muchos otros proyectos, en televisión fue parte de Chachachá, En terapia y El Tigre Verón; en cine, filmó Samy y yo, Pájaros volando, y a fines de septiembre, se la podrá ver en Argentina, 1985, de Santiago Mitre. Este año volvió al teatro con Tarascones, Turba (obra que dirige) y los primeros días de agosto estará reponiendo La madre del desierto, donde pone el cuerpo a un texto de Nacho Bartolone. Inquieta, gran conversadora y obsesiva confesa, se anima a recorrer parte de aquello y más, no sin antes avisar que es “malísima con las anécdotas”.
–¿En qué barrio te criaste?
–En el Cid Campeador, Avenida Ángel Gallardo, a una cuadra de las diez esquinas.
–¿Cómo era tu familia de origen?
–Madre, padre, yo (la primogénita), y mi hermana menor. Familia tipo.
–¿Y cómo fue ser la hija mayor de una “familia tipo”?
–Cuando era chica era medio Mafaldita. Mucho interés por lo social, mucha observación del mundo. Digamos que era una nena que quería ser grande. La pasé bomba en la niñez, pero siempre con ese impulso de crecer.
–¿Y en la pubertad qué pasó?
–¡Quería seguir creciendo, obvio! Pero vino la dictadura. Y fue un momento tremendo. Mis viejos habían sido militantes, y todo lo que se vivía era con la consciencia y la inconsciencia del peligro, todo a la vez.
–Un bajón, después de la infancia feliz.
–Yo estaba en segundo año cuando fue el golpe, y en mi escuela de repente se fue a la mierda el centro de estudiantes, el proyecto pedagógico. Había que usar pollera y era una lucha para llevar pantalones en invierno. Y después tuvimos compañeras desaparecidas.
–¿Cómo se piloteaba todo eso?
–En la adolescencia hay un impulso vital incontrolable. Hacía música, tocaba el piano, cantaba en un coro, me iba a las librerías de la calle Corrientes tratando de que la policía no me pare…
–¿Pero querías o no ser actriz?
–No, yo me iba a dedicar a la música. Quería ser directora de orquesta. Y más o menos por esa época entré en conflicto con eso. A los 18 me puse a estudiar como una loca para ser bailarina.
–¿Cómo una loca en qué sentido?
–¡Porque soy obsesiva! Pero a los tres años me entró la duda y empecé a estudiar teatro con Miguel Guerberoff. Después estudié flamenco, clases prácticamente a diario.
–En criollo, digamos que sos una manija.
–Sí, soy manija, exigente, me pongo la vara muy alta. Antes de salir a mostrar cualquier cosa estoy años internada, estudiando. El deseo y el terror van de la mano (risas). Pero cuando hay que tirarse a la pileta, me tiro.
–¿Y qué pasó con la bailarina?
–Casi me voy a España a estudiar, pero fue justo la previa del Parakultural y llegó Cristina Moreira con los cursos de clown, entre otros, donde nos cruzábamos con Omar Chabán, los chicos del Clú del Claun, Batato (Barea)… Todo un grupo de personas que nos formábamos en espacios alternativos y hacíamos lo nuestro.
–¿Así conociste a las otras actrices de las Gambas al Ajillo?
–Sí, porque medio que nos cruzábamos en todos lados y nos íbamos convocando para otras cosas. Así nos juntamos con las Gambas y cuando Omar Viola abrió el Parakultural, en el 87, empezamos a laburar ahí.
–Y cambió todo.
–Y sí, imaginate. Dejé de bailar, aunque había hecho ya muchas cosas. Pero algo se estaba fraguando y yo no me iba a ir a Madrid a limpiar inodoros para pagarme una que otra clase de flamenco (risas).
–¿Y cómo fue esa gesta heroica del under?
–Arrancamos picando, y desde un lugar grupal, de laburo diario. Mucho, mucho trabajo, y mucha conciencia de eso. Me considero una megalaburante.
–¿Y cómo era ser mujeres humoristas en ese momento?
–No existían grupos de mujeres que hicieran comedia. Pensaban que éramos un grupo de rock, no les entraba en el cerebro que fuéramos mujeres haciendo humor. Creían que éramos Las Viudas e Hijas del Roque Enroll. No había ningún antecedente, y menos haciendo las monstruosidades que hacíamos.
–¿Por ejemplo?
–Y, siendo mujeres jóvenes, hacíamos un número disfrazadas de unas viejas de mierda en un geriátrico (risas). Siempre en una zona de mucha provocación, muy de esa época.
–¿Te cruzás todavía con gente que te dice que te veía por esos días?
–Sí, y me alucina que muchos tenían 12 o 13 años en ese momento y me dicen que la mamá los llevaba al Parakultural. Un nivel de «flashismo» total (risas). Fueron muchos años. Todos los fines de semana pagabas una entrada de dos pesos a las 11 de la noche y te ibas a las cinco de la mañana después de ver un desfile de gente.
–¿Alguna anécdota que puedas contar sin sufrir consecuencias?
–Pasaban cosas absurdas, realmente. Me acuerdo mucho de los camarines. Como la noche era larga, hacías un número, volvías; salías de nuevo al escenario, entraba al camarín (Alejandro) Urdapilleta, por ejemplo, después volvías vos… Y los camarines eran como la alcantarilla de un subte, dejabas un saquito de una semana a la otra y se te llenaba de hongos (risas).
–Literalmente el under.
–Éramos una comunidad, había camaradería y diversidad, una palabra que está muy de moda pero que no resulta tan fácil ponerla en práctica. Pero en esa época hacíamos lo nuestro y cada propuesta era muy diferente. Pero había una aceptación de la diferencia y una colaboración que era de lo más genial que sucedía ahí.
–Y la pasarían bomba.
–Después nos íbamos a Cemento, a Palladium, estaba el Bar Bolivia, había una conexión entre todos los espacios artísticos. El neoliberalismo en los ’90 «anichó» y polarizó eso.
–¿Y en qué se notó?
–Cada uno empezó a tener «su» estética, «su» escuelita. Se perdió ese caos de gente que colaboraba e interactuaba. Pensar que uno inventa algo de lo que produce, hace o dice, es ser un salame importante.
–¿Nos podemos reír de lo bueno y de lo bello o es imposible?
–Para hacer humor hay que tener una mirada crítica. El humor se construye con las partes falladas de lo humano.
–¿El paso del tiempo enseña o se ensaña?
–Ambas cosas.
–¿La peor invitación que te pueden hacer?
–Ir a un shopping o a un evento. Todos los eventos me dan alergia, incluso las entregas de premios.
–¿Y la mejor?
–Ir a la playa.
–¿Un motivo para seguir eligiendo hacer teatro?
–No tiene mucha explicación: es una felicidad y lo necesito como si fuera respirar.
–¿Y un motivo para dejarlo?
–Ninguno, pero digamos que las partes que no están relacionadas específicamente con actuar a veces me embolan. «