Silvia, Facundo, Danilo, Camila, Gonzalo, Aníbal y Rocío son sólo algunos de los nombres de miles de niñas, niños, adolescentes y jóvenes víctimas de la violencia institucional desplegada por el accionar de las fuerzas estatales. Este colectivo está expuesto a la más absoluta y permanente vulnerabilidad: aunque parezca una broma macabra, les jóvenes deben cuidarse del Estado, el mismo Estado que está obligado a protegerlos de manera especial.
Es en el entramado de la desigualdad donde se evidencia con mayor contundencia el vínculo conflictivo entre jóvenes y policías, una problemática en la que el despliegue de la violencia institucional va ocupando vertiginosamente la escena cotidiana. La brutal muerte policial los acecha dando vueltas a la laguna de un tranquilo pueblo bonaerense, o exigiendo la orden de allanamiento judicial para permitir el ingreso a un domicilio, o bien por el simple hecho de ir como acompañante en una moto.
El correlato de estas violencias es la idea de jóvenes como productores de peligro que se amplifica, fundamentalmente, a través de los medios que utilizan hasta el hartazgo denominaciones como «delincuentes, menores, encapuchados y motochorros», contribuyendo así a construir la figura de un sujeto peligroso y despersonalizado.
En un marco de carencia de políticas públicas activas para su inserción educativa, laboral y cultural, con niveles de desocupación y pobreza en ascenso, la contrapartida estatal es una política represiva que se materializa a través de la doctrina «Chocobar», la legalización de las pistolas Taser y su potencial uso como elemento de tortura.
En definitiva, la promoción de un accionar criminal que otorga «carta blanca» a las fuerzas policiales y vulnera las mínimas garantías normativas produciendo la muerte de nuestr@s pib@s. «
* Directora del Programa de Litigio Estratégico de la CPM