La política peruana siempre saca una carta sorpresa para regenerar un sistema institucional desde hace décadas en franca descomposición. El último capítulo tiene como protagonista, ni más ni menos, que al arquitecto de esa débil democracia formateada con su Constitución de 1993; a dos semanas de cumplir 86 años, y a pesar del impedimento legal, el dictador Alberto Fujimori volvió al centro de la escena con el anuncio de su candidatura para las presidenciales de 2026.

En diciembre pasado Fujimori abandonó la cárcel de Lima —donde cumplía cinco condenas por corrupción y delitos de lesa humanidad— luego de que el Tribunal Constitucional, con la venia de la presidenta Dina Boluarte, restituyera el indulto que le había otorgado en 2017 el entonces mandatario Pedro Pablo Kuczynski.

El octogenario autócrata había gobernado entre 1990 y 2000 dejando un tendal de violaciones a los derechos humanos y escándalos varios, con una impronta abiertamente autoritaria desde el autogolpe de 1992. Con cinco sentencias y otros varios procesos en curso, pasó 16 años preso hasta que un nuevo pacto de élites le devolvió la impunidad.

La encargada del anuncio fue su hija Keiko, su principal heredera política, con un breve mensaje en redes sociales acompañado de un video con ínfulas de emotividad: “Mi padre y yo hemos conversado y decidido juntos que él será el candidato presidencial”.

Unos días después, desde una clínica donde espera ser operado de la cadera, el propio Fujimori respondió la consulta del diario El Comercio sobre su candidatura: “Hoy reafirmó mi decisión y voluntad de asumir todos los riesgos. Quiero volver a trabajar por todos los peruanos”.

Pero para lograr esta nueva aspiración presidencial, tendrá que seguir consiguiendo favores del Poder Judicial, ya que la legislación actual impide que personas con sentencias condenatorias puedan postularse a cargos de elección popular o ejercer funciones públicas. Según Ernesto Blume, exmagistrado del Tribunal Constitucional, “el indulto humanitario le permite no cumplir su condena en un penal pero no lo exime de la responsabilidad de los delitos por los que fue sentenciado”.

Un indulto que además de ser cuestionado política y jurídicamente —había sido anulado por la Corte Suprema— luego se evidenció que hasta era una farsa el pretexto de su supuesto grave estado de salud. Su intento de candidatura no hace más que confirmarlo.

El lanzamiento de su postulación se da en un contexto casi de cogobierno entre Dina Boluarte y el fujimorismo. Y luego de que su hija Keiko fracasara tres veces consecutivas en llegar a la presidencia. Su corrimiento y la candidatura de su padre tal vez tenga que ver con su también delicada situación judicial: el 1° de julio comenzó un juicio en su contra por presunto lavado de activos en el que la Fiscalía pidió una sentencia de 30 años en prisión.

Ocurre además en la misma semana en la que el expresidente Pedro Castillo, a través de su abogado, presentara la documentación para inscribir su partido “Todos con el Pueblo” con el que también buscará candidatearse en 2026. Aunque Castillo, destituido y preso desde diciembre de 2022, la tiene más difícil: este jueves, la Justicia decidió ampliar de 14 a 18 meses su prisión preventiva.

Largo prontuario

Fujimori llegó a la presidencia en 1990 y dos años después ejecutó un “autogolpe”, cerrando el Congreso y tomando el control de todas las instituciones. Su régimen estuvo marcado por el autoritarismo, constantes violaciones a los derechos humanos y un recetario neoliberal a rajatabla. Se mantuvo durante una década en el gobierno y cuando su dictadura se desmoronaba, azotado por los escándalos de corrupción y la crisis económica, huyó a Japón en noviembre de 2000, desde donde renunció enviando un fax.

Después de arduas batallas judiciales de las víctimas de su régimen y los organismos de Derechos Humanos, entre 2007 y 2015 Fujimori cosechó cinco condenas por un total de 52 años y medio de cárcel. Un combo de múltiples delitos asociados principalmente a hechos de corrupción y diversas matanzas cometidas por escuadrones del Ejército y grupos paraestatales.

Aún no recibió sentencia por uno de sus crímenes más atroces: el plan de esterilización forzada con el cual unas 300 mil mujeres (en su mayoría campesinas e indígenas) fueron sometidas a esta práctica de “control de la natalidad” sin previa consulta.

En sintonía con el clima de época, la ultraderecha peruana entiende que son tiempos de jugar la carta más border, la que más polariza, aunque aún no quede claro si se trata de un globo de ensayo, una estrategia de distracción o efectivamente el lanzamiento del dictador.

Si bien la legislación vigente lo debería impedir, no se puede analizar al Perú como si fuese una democracia con todas las letras. Bien lo sintetiza la editorial del medio peruano Otra Mirada: “Claro que Fujimori no puede postular pues tiene condena, pero ¿cuándo las leyes han sido impedimento del fujimorismo? Que postule finalmente no dependerá de la firmeza de una ley, sino de la disputa ideológica y política. Y esto no supone sólo una batalla contra el fujimorismo partidario sino contra el fujimorismo establecido, es decir, contra el fujimorismo mediático, económico, judicial y político. La disputa es contra todo ese ecosistema de poderes”.