Pedro Sánchez usó el púlpito de presidente del Gobierno de España para señalar a Elon Musk como jefe de una “internacional reaccionaria”.  El líder español se puso así el sayo de presidente de la Internacional Socialista y dejó todo servido para darle a la disputa política entre progresistas y extremas derechas la escala global que corresponde. La ocasión elegida para apuntar a la frente del magnate fue la del lanzamiento de «España en libertad-50 años», el profuso programa de actividades con el que la democracia española festeja el fin del franquismo. Lo no dicho de la invectiva de Sánchez es tan claro como lo verbalizado: los postulados de los reaccionarios contemporáneos tienen una arborescencia genealógica donde está Francisco Franco. De invocar a otros antepasados de cuño similar se había encargado el propio Musk unos días antes, al augurarle la victoria electoral en los inminentes comicios a los neonazis de Alternativa por Alemania (AfD).

Tanto al desearle a los socialdemócratas que gobiernan en Berlín ser derrotados, como al afirmar que el Primer Ministro británico laborista Keir Starmer debería estar en prisión por supuestamente dejar hacer a redes de explotación sexual juvenil cuando era jefe de los fiscales británicos, Musk apunta a los compañeros de Sánchez.

Antes, el patrón de Tesla se había metido con la izquierda de su Sudáfrica natal, acusando al exdiputado Julius Malema de incitar a un “genocidio de los blancos” por cantar una canción del tiempo de la lucha contra el apartheid cuyo estribillo repite “maten al bóer”.

Como jefe de la internacional negra, Musk viene desplegando un activismo al que las declaraciones de Sánchez no llegan a hacerle, por ahora, demasiada sombra. En efecto, las extremas derechas, que en buena proporción son nacionalistas, hoy tienen una militancia global intensa, que le lleva mucha ventaja a las esporádicas reuniones de la IS que preside Sánchez o su más reciente escisión, la Alianza Progresista (impulsada fuertemente por el Partido Socialdemócrata alemán).

Con una institucionalidad más fluida y difusa, los neorreaccionarios, desde los tech bros en transición desde Silicon Valley hacia Texas, hasta los ultramontanos de Vox en España, se reúnen, apoyan y potencian mutuamente con una frecuencia y un desprejuicio respecto de las muchas cosas que los dividen que empequeñece el escuálido calendario de reuniones rituales de las más institucionalizadas organizaciones internacionales de socialistas, socialdemócratas y laboristas.

El núcleo dinámico de la internacional reaccionaria es una oligarquía de compinches del mundo tecnológico que hace un tiempo se conoce como broligarchy, una red hermanada por una cosmovisión proteica de un planeta donde las regulaciones y las consideraciones éticas dejan de estorbar a una minoría de creadores tecnológicos más que humanos y donde estos realizan su destino de salvadores de la humanidad.

De tantas categorías en las que Javier Milei se cree el máximo exponente mundial, hay sólo una en la que tal vez lo sea: la de los fans de la broligarchy. Ningún gobierno ha mostrado su vocación de plegarse a cada idea que surja de la cabeza de los Musk, de los Peter Thiel, de los Sam Altman del mundo como el experimento que Milei dirige desde la Casa Rosada. Ningún líder de ningún otro país del mundo ha abandonado tan radicalmente la relación con otros Estados en su política exterior para centrarla en el vínculo con las corporaciones tecnológicas transnacionales como lo ha hecho Milei, de la mano de un broligarch aspiracional como Demián Reidel. No es casualidad que quien le pone el cascabel al gato favorito de Donald Trump sea uno de los objetos de odio del presidente argentino. En este caso, el acusado de socialista, sí lo es y es bien socialista el instinto que lo lleva a mostrarse internacionalista. Cantando La Internacional con el puño en alto (para escándalo de sus opositores neofranquistas) en el congreso del PSOE en diciembre, Pedro Sánchez puede estar señalando el fin de la polarización asimétrica que marcó la última década: una derecha yéndose hacia el extremo sin que la izquierda se despegue del centro. Queda por verse si Pedro Sánchez y los progresistas del mundo se hacen cargo, más allá de la retórica, de las consecuencias prácticas de un señalamiento justo.