La Biblia informó sobre su existencia y su pérdida debido a la imprudencia de Eva que le dio a probar a Adán la famosa manzana, el fruto prohibido. Qué tristeza perder el paraíso por tan poca cosa. Allí no existían ni el dolor, ni la tristeza, ni la muerte. De haber perdurado aquel Edén, hoy seríamos inmortales y felices, aunque no nos daríamos cuenta porque no conoceríamos el sufrimiento. Por eso hay políticos que se empeñan en que suframos para que en un supuesto Paraíso futuro podamos valorar lo que tenemos.
Paradojas del destino, hoy no sólo las manzanas, sino todos los frutos son prohibidos debido a su precio y nadie les restituye el jardín del Edén a los hambrientos que no pueden probarlos.
Los cartógrafos de la Edad Media le dieron al Paraíso un lugar preciso en los mapas cuando el mundo era un misterio casi inexplorado, por lo que sus representaciones cartográficas estaban pobladas de especificaciones que decían terra incognita. De no haberse desarrollado la cartografía científica que voló de un plumazo el Paraíso, hoy las empresas de turismo nos llevarían a conocer sus ruinas: las raíces podridas del manzano que hubiera podido hacernos felices serían tan reputadas como las ruinas del Partenón y Sotheby’s sacaría a remate la manzana mordida por Adán a un precio superior al de una tostada mordida por John Lennon.
Lo cierto es que aquel Paraíso comunitario que podría haber hecho feliz a toda la especie humana se perdió irremisiblemente para alegría de quienes descreen de todo proyecto común y defienden el individualismo a ultranza. El Paraíso pasó al sector privado. Hoy la publicidad está plagada de paraísos encerrados en una lata de cerveza o en un auto de alta gama. Es más, hasta nos ofrecen llevarnos paraísos a domicilio a través de Mercado Libre. Pero no solo son carísimos, sino también falsos. Espejitos de colores, puro cartón pintado.
Yo no sé qué se le dio a Eva por probar y dar a probar el fruto del árbol del conocimiento. El Paraíso era alquilado y Adán y ella eran tan pobres que andaban como Dios los trajo al mundo y ya se sabe que los pobres nunca llegan a la universidad. Así fue que sobrevino la catástrofe y nos volvimos infelices. Y todo por una mujer pretenciosa que se le dio por creer en la movilidad social ascendente a partir de democratizar el conocimiento de los frutos de aquel manzano.
Pero los humanos somos animales insistentes y quién más, quién menos, todos tenemos nuestro pequeño Edén. En la cartografía medieval de nuestras vidas suele haber un espacio preciso en el que estuvo el Paraíso, un espacio en el que fuimos felices o en el que creemos haberlo sido y por eso sentimos nostalgia, una palabra en cuya etimología está presente el dolor que no es otro que el dolor de la imposibilidad del regreso. Porque a los paraísos no se vuelve y es por eso que andamos por el mundo llevando a todas partes nuestro dolor de desterrados.
Somos desterrados de la infancia que nos gusta recordar como un Paraíso aunque quizá no lo fue. Desterrados de la adolescencia en que soñamos destinos hollywoodenses y vidas de película. Desterrados de quienes quisimos ser y no fuimos. Desterrados, en fin, de un Paraíso personal que nos arrebató la realidad.
Al final del día, los consultorios de los psicoanalistas quedan sucios de restos de paraísos perdidos, pegoteados los rincones de sueños destartalados. Por eso la Organización Mundial de la Salud les recomienda pasar diariamente el cepillo a los divanes, plumerear los sillones y repasar las molduras del cielorraso si las hubiera. Allí, las asociaciones libres de los pacientes tejen mirando el techo persistentes telarañas de paraísos frustrados. La evocación es una máquina de embellecer el pasado en el caso de los paraísos perdidos o de hacer más agudo el dolor, si se trata de la pesadilla siempre reencontrada.
Nuestra historia está tejida con esa lana vieja y rizada de las prendas que nos iban quedando chicas y nuestras abuelas destejían y volvían a ovillar para reutilizar la lana en una prenda nueva. El relato de nuestra existencia no escapa a las leyes de la economía doméstica más primaria. Las agujas de la historia que nos contamos tejen, inexorablemente, con hebras viejas.
Obcecados, siempre tomamos la precaución de guardar un vestigio de Paraíso en el que perdure aunque sea un fragmento testimonial de su existencia. Así conformamos nuestro museo personal. La industria turística descubrió tempranamente que el souvenir es una suerte de cápsula del tiempo, un intento fallido de hacerle un corte de manga a Heráclito para demostrarle que no es cierto que no podamos bañarnos dos veces en el mismo río.
Es así que pergeñamos horribles souvenires de hechos institucionales, desde el bautismo al casamiento, tristemente destinados a juntar polvo en el lugar menos visible de muebles propios y ajenos. Son demasiado feos para mostrarlos con orgullo y demasiado queridos para tirarlos, derecho viejo, a la basura.
También atesoramos souvenires fuera de catálogo: la servilleta de papel de una confitería, un caracol, una piedrita, con los que nos topamos de vez en cuando para comprobar que siguen juntando pelusa en los cajones. Veneramos: un libro dedicado, una carta de la época en que se escribían cartas, un juguete de infancia desportillado, una foto familiar en la que todos los retratados están muertos …
Cada recuerdo a su modo enciende de vez en cuando la máquina de la nostalgia y nos pone sal en las heridas. Nadie sabe por qué algunos días estamos especialmente sensibles a “esas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas”. Es que la mayor parte de nuestro territorio íntimo continúa siendo terra incognita. Todos esos objetos nos recuerdan un Paraíso, pero no nos regresan a él. Hay que aceptar la verdad de una vez por todas: todo Paraíso es un paraíso perdido. Los paraísos solo existen para perderse. «