La escritura como acto de justicia. Así deberían comenzar los libros como el de Edgardo «Cambá» Fontana, «Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero», (Bs-As; 2024). Son 400 páginas de testimonios detallados sobre la sublevación territorializada en una zona densamente industrial de Buenos Aires durante los primeros años setenta. Y sobre cómo soportó esa generación el terrorismo de Estado y la lucha posterior dedicada a la verdad, la justicia y la memoria.

Con acierto, Sebastián «Ruso» Scolnik emparenta esta investigación con el extraordinario libro de Enrique Arrosagaray, «Los Villaflor de Avellaneda». Se trata de narraciones de un mico-cosmos barrial que permite ver de cerca las costuras de una revolución derrotada. Con no menos criterio, Scolnik -que presentó este sábado el libro de Cambá en la ex Esma– pone el acento en el autor, a quien conoció bien en su común militancia de los 90 en El Mate y de 2001 en el Colectivo Situaciones (al que Scolink hizo de Cambá uno de los personajes de su primera novela, “Nada que esperar, historia de una amistad política”).

Visto por el Ruso, Cambá es una suerte de historiador inmanente de aquel tejido vital y rebelde destruido luego por los grupos de tarea de las Fuerzas Armadas Argentinas. Un combatiente a quien el terror militar fue transformando en investigador, aunque esa transformación fuera indistinguible de la evolución de su propia militancia territorial, que no conoció interrupción siquiera en el exilio madrileño.

Cambá no dejó de circular por las mismas calles, de perseguir los mismos sueños, ni de mencionar los mismos nombres durante más de cinco décadas. En algún momento habrá visto claro que la «tarea principal» -consigna orientadora según el método de Gustavo Rearte que siempre reverenció- era precisamente dar testimonio. Pero para darlo había que construirlo. Pues el testimonio en cuestión es necesariamente el de un colectivo arrasado, desperdigado.

De modo que ese asumirse como memoria en movimiento -sensibilidad y tarea- lo envolvió en una existencia tan enraizada como inquieta, que adquirió algo del indagador detectivezco que no deja de registrar los detalles, de atar cabos y de buscar las pitas faltantes. Convencido de que el crimen condensa las claves de lo aniquilado, pero también de no pocos de los poderes que seguirán actuando también en democracia.

«Libres o muertos, jamás esclavos», el título del libro, es quizás la principal consigna combatiente, previa a las que puso en circulación el movimiento de derechos humanos. LOMJE, por sus siglas, fue lo que escribió con su sangre una fusilada en Trelew en las paredes de la prisión. Resulta conveniente tener esto presente para entender qué significan las fotos y los nombres que pueblan el libro.

En cierto sentido, el libro de Cambá es el gesto de un necio que ignora que la ciudad post-industrial habla otro lenguaje y prefiere para sí otros recuerdos. Que ha decidido obviar la nada de sentido que envuelve a la Revolución. Y menos mal que aún persisten entre nosotros los necios. Que no todo es adaptación a los nuevos tiempos.

A un K de otro siglo -a quién imagino que nadie tachará hoy de “zurdo”- le gustaba decir que sólo quienes persisten en lo suyo contra las exigencias de actualización son capaces de interesar a los ángeles, aburridos como están de ver en la vida solo un esfuerzo estéril de aggiornamento. Sólo la necesidad suena para ellos como una campana que los despierta y les hace presentir un temblor por venir. Ese K era Kierkegaard. Y otro K, Kafka, incluía esa cita en carta a Max Brod, quien la reprodujo en la biografía de su amigo. Allí la encontró Walter Benjamin, quien la adoptó -según se lo confía en misiva a Gershon Scholem- como el mejor imperativo categórico imaginable: «Actúa de modo tal que los ángeles nunca se aburran».