Los Oscar tienen un indudable valor como entretenimiento. Se podrá discutir su importancia y hasta el criterio de los premios que se entregan, pero es innegable su carácter de juego, de pasatiempo lúdico. Los premios que entrega la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood son algo así como la final del Mundial de fútbol o el Super Bowl de los cinéfilos: la noche en la que el cine convoca todas las miradas y en la que la gente que no les presta usualmente demasiada atención a las películas se pone a hablar de ellas. No pasa tanto por determinar la calidad en realidad sino por jugar, entretenerse unos días, unas horas: ¿quién ganará el Oscar a mejor película? ¿Cuál de las nominadas tiene más méritos? ¿Se quedará con el premio nuestra favorita o tendremos que amargarnos por la derrota? Las redes sociales multiplican el efecto competitivo: el nerd puede convertirse en experto, se arman “peleas” de todo tipo y hasta se conforman equipos que defienden tal o cual película, tal o cual actor o director, en contra de otros. En el fondo todos sabemos que nada de todo esto es serio ni importante. Es, simplemente, divertido. O lo era.
En los últimos años, sin embargo, algo se perdió. Todo comenzó cuando la industria de Hollywood tomó la decisión de convertir lo que eran un par de meses de entretenimiento, apuestas y predicciones que culminaban en marzo en algo que pasó a llamarse “la temporada de premios”: una agotadora e interminable serie de premiaciones, eventos promocionales y campañas publicitarias que arrancan en septiembre del año anterior y que se extienden a lo largo de seis o más meses. Cuando llegan los consabidos Oscars ya pasaron los Globos de Oro, los premios de los actores, de los críticos, de los directores, de los productores, de los británicos y de cualquiera que tenga el presupuesto para armar un evento que convoque a las celebridades y vea luego replicado sus efectos en las redes sociales. Cuando llega marzo con su célebre ceremonia, hasta los cinéfilos menos obsesivos ya escucharon a los mismos ganadores dando los mismos discursos decenas de veces. La gracia ya no está ahí. Y por más que los Oscars sigan conservando su prestigio de ser “los premios más importantes” de todos, hoy llega demasiado tarde, con el caballo cansado y cuando todos ya queremos pasar de página.
Pero ese no es el único problema. Para el cinéfilo –o el que quiere ver quién gana y quién pierde en la ceremonia de esta noche– hay otro que es aún peor. Esa catarata de premios que se entregan a lo largo de las semanas previas va agrandando la brecha entre los candidatos reales y los que están ahí para poner la falsa sonrisa de amables y comprensivos perdedores. Cuando llega el Oscar queda poco del juego que antes esperábamos ansiosos porque ya se sabe, con un mínimo margen de error, quién ganará cada premio. Solo queda confirmar lo que más o menos todo el mundo imagina, ya que esas mismas películas ganaron una docena de premios antes. Y eso, convengamos, termina de quitarle la gracia al asunto. Queda, obviamente, el show en sí –que muy pocas veces está a la altura de lo esperado–, los vestidos, los peinados, las declaraciones, los bloopers y los incontables memes y efectos en las redes. Pero los que todavía le encontramos un gustito vagamente deportivo a todo el asunto sabemos con un 90% de seguridad quiénes ganarán la mayoría de los partidos que se juegan esta noche. Y eso hace que todo sea un tanto más aburrido.
Este año es la confirmación de ese efecto “voto cantado”. Se trata de la ceremonia en apariencia más previsible de los últimos tiempos. Nadie pone en duda que Oppenheimer, la película acerca de la invención de la bomba atómica y los efectos que tuvo en el mundo y en la vida de su creador, será la gran ganadora de la noche. Lo único que no se sabe a ciencia cierta es la cantidad de estatuillas que se llevará. Si no pasa nada muy raro se quedará con ocho Oscars: a mejor película, director (para Christopher Nolan, que nunca lo ganó), actor (el británico Cillian Murphy, que interpreta a J. Robert Oppenheimer), actor de reparto (Robert Downey Jr., el Iron Man del universo Marvel en un papel muy distinto a los que acostumbra), guión adaptado, fotografía, edición, música y quizás hasta alguno más. Solo Paul Giamatti, protagonista de la pequeña y entrañable película Los que se quedan, puede ofrecerle alguna batalla a Murphy. El resto parece cosa juzgada.
Algo parecido pasa con la mayoría de los otros galardones, que irán a los mismos que los vienen ganando en anteriores ceremonias. Desde la hasta hace poco desconocida Da’Vine Joy Randolph (número puesto como actriz de reparto por Los que se quedan) a los premios consuelo que recibirá Barbie (para la canción de Billie Eilish, el vestuario y el diseño de producción), muchas otras categorías tienen sus números puestos y difícilmente haya lugar para más de una sorpresa. Quedan, en el mejor de los casos, unas pocas categorías más o menos “abiertas”, de las cuales la única que tiene trascendencia es la de mejor actriz. Allí el Oscar está entre dos fuertes candidatas: Emma Stone, por Pobres criaturas y Lily Gladstone, por Los asesinos de la luna. Tomando en cuenta que Stone ya ganó el Oscar con La La Land y que la actriz de la película de Martin Scorsese tiene la carta fuerte del voto “políticamente correcto”, lo más probable es que se lo lleve Gladstone, en el que posiblemente sea el único premio para el film dirigido por el mítico realizador de Buenos muchachos, una potente historia centrada en una rica comunidad indígena de Oklahoma que fue devastada por los hombres blancos.
Otros rubros sin candidatos del todo firmes son los de mejor guión original y película de animación. En el primero viene creciendo mucho la película francesa Anatomía de una caída, de Justine Triet –que está ganando premios desde que se llevó la Palma de Oro de Cannes en mayo pasado– en desmedro de Los que se quedan, que era número puesto hasta hace unas semanas. Y en el segundo hay una similar rivalidad entre un título estadounidense y uno extranjero: Spider-Man: a través del Spider-verso versus la película japonesa El niño y la garza, del maestro Hayao Miyazaki, con leve ventaja para esta. Y hay un rubro, el de mejor película internacional, que parece cerrado pero quizás no lo esté tanto (ver recuadro). Quedan algunas categorías más sin ganador del todo seguro (maquillaje, efectos visuales y los cortometrajes), pero es muy poco probable que el gran público esté demasiado pendiente por saber quién gana y quién pierde allí. Esas son las premiaciones durante las cuales muchos aprovechan para ir al baño, comer algo o, simplemente, dormirse en medio de largos discursos de agradecimiento.
Con los premios más o menos “cocinados”, lo que queda por ver es lo que los rodea: el supuesto glamour, los “looks de los famosos”, algún gesto o comentario que sea replicado en redes o, claro, un accidente o escándalo que llame la atención. Casi nadie recuerda qué película ganó el premio mayor el año pasado (algo llamado Todo en todas partes al mismo tiempo que merecida y rápidamente fue olvidada, como muchas otras ganadoras a lo largo de la historia), pero nadie olvida el cachetazo de Will Smith al conductor Chris Rock hace dos años, o cuando Warren Beatty y Faye Dunaway, los presentadores del Oscar a la mejor película de 2016, se confundieron de sobre y dieron como ganadora a La La Land cuando en realidad había ganado Moonlight. La inmediatez de las redes y la brevedad de la atención del público han transformado a la ceremonia de los Oscars en eso: un par de momentos curiosos que quedarán en la memoria de los espectadores. Los premios hace tiempo que son algo secundario. «
Oscar 2024
Domingo 10 de marzo. Transmisión desde las 19. Premios, a partir de las 21. Por TNT y Max.
En busca de un nuevo milagro de los Andes
Antes conocida como mejor película en idioma extranjero, la categoría ahora llamada mejor film internacional siempre ofrece un plus para el público de otros países, en especial los que tienen títulos propios en competencia. La Argentina, se sabe, ha tenido muchas candidatas (la más reciente fue Argentina, 1985) y lo ha ganado dos veces: con La historia oficial y El secreto de sus ojos. Y si bien este año no compite, hay una película que tiene una importante participación nacional. Dirigida por J.A. Bayona y representando a España, La sociedad de la nieve cuenta el dramático caso del accidente de avión de los rugbiers uruguayos conocido como El milagro de los Andes. Si bien la producción y los rubros técnicos de la película –disponible en Netflix– son en su mayoría españoles, gran parte del elenco está integrado por jóvenes actores argentinos (Matías Recalt, Agustín Pardella, Rafael Federman, Diego Vegezzi, el también músico Louta y Esteban Bigliardi, por citar solo algunos), algunos técnicos son locales y muchos exteriores fueron filmados en Mendoza, en medio de la cordillera. Un triunfo de la película de Bayona sería una lateral victoria para el cine nacional y, por el carácter transnacional de la historia, para el cine sudamericano.
Sin embargo aquí la gran candidata es otra: La zona de interés, película del británico Jonathan Glazer que se centra en la vida del director del campo de concentración de Auschwitz quien, con su familia, vivía tranquilamente al lado de ese terrible lugar donde masacraban a miles de judíos. Se trata, sin dudas, de la película favorita en un rubro de cinco que también integran la bellísima Días perfectos, del alemán Wim Wenders (filmada en Japón y representante de ese país), la alemana The Teachers’ Lounge, de Ilker Çatak y la italiana Yo capitán, de Mateo Garrone. De todos modos, las chances de La sociedad de la nieve, que para todo el mundo es la segunda favorita, permanecen abiertas. ¿Por qué? Más allá de detalles técnicos sobre quiénes votan en esta categoría, la de Bayona es una película mucho más accesible y emotiva que la de Glazer, que es un film mucho más arduo, seco y complejo. Y si bien la británica sigue siendo la gran candidata, estamos ante una categoría que ha dado lugar a muchas sorpresas a lo largo de la historia. Veremos si esta noche hay otra.