En el momento en que el primer pastor sumerio trazó una pequeña línea vertical en su tableta de arcilla para llevar la contabilidad de su ganado, quedó instituido que detrás de un número pueden esconderse una oveja o una cabra y que en la multiplicación de las líneas verticales, un rebaño entero o cientos de cabras.
Desde que el mundo es mundo, siempre contamos. Dice Pablo Neruda en Oda a los números: “Nos pasamos / la infancia / contando piedras, plantas, /dedos, arenas, dientes, /la juventud contando / pétalos /cabelleras. /Contamos / los colores/ los años, /las vidas y los besos, / en el campo / los bueyes, en el mar / las olas. Los navíos /se hicieron cifras que se fecundaban. / Los números parían. Las ciudades /eran miles, millones, /el trigo centenares /de unidades que adentro /tenían otros número pequeños, /más pequeños que un grano. /El tiempo se hizo número. La luz fue numerada (…)”
Y seguimos contando, no ya en tabletas de arcilla sino en tabletas luminosas que de la mañana a la noche escupen cifras, porcentajes, pérdidas, ganancias, riesgos y otros números que, a su vez, nos cuentan cosas, si somos capaces de ver lo que esconden detrás de ellos. Es curioso que en castellano se utilice la misma palabra, contar, para referirse al hecho de narrar historias y de contabilizar bienes (y también males).
Tras ciertos números se esconde nuestra identidad nacional. Las 8 y 25 de la noche que marcan los relojes argentinos no es la misma hora que marcan los relojes del resto de los países del mundo. Nuestra historia está escrita en cifras: 1810, 1816 (hubo quien creyó que tras esos cuatro números se escondía la angustia de declararnos independientes de España), 1955, 1976, 2001…
Suele decirse que 33 es la edad de Cristo, la que tenía cuando lo crucificaron. Quizá por eso hay quien sostiene que Dios es argentino: es la misma edad que tenía Evita cuando la oligarquía descorchó champagne mientras le daba las gracias al cáncer. Dicen que estamos hechos de palabras, pero también estamos hechos de números. Quizá por eso Paolo Giordano, escritor y físico, se compadeció de algunos de ellos, que es como decir que se compadeció de alguno de nosotros, cuando concibió uno de los títulos de mayor belleza poética que pueda tener una novela: La soledad de los números primos. Y quizá por el carácter poético que a veces tienen los números es que en 1961 Rymond Queneau escribió Cent mille milliards de poèmes, un verdadero método para producir poesía sin necesidad de ser poeta. Escribió 10 sonetos de 14 sílabas cada uno de forma que el lector pudiera sustituir cada verso de un poema por cualquiera de los otros 9. Esta posibilidad combinatoria elevaba los 10 poemas a la potencia 14 logrando así una superproducción lírica inimaginable que es precisamente la cantidad que se anuncia en el título. Sin duda, el de Queneau fue un encomiable gesto de generosidad poética. Él ofreció el método para crear poemas al por mayor para abaratar los costos y que ningún ciudadano del mundo se quedara sin su soneto e incluso tuviera para repartir entre familiares y amigos.
Pero eso solo puede hacerlo un poeta. Además, hoy vivimos en un mundo en el que han desaparecido las certezas si es que alguna vez existieron. Lo único cierto es que 2 más 2 ya no son 4, ni 4 y 2 son 6, como afirmaba plenamente convencida el personaje de una vieja canción infantil.
Los números ya no son lo que eran desde que la muerte viste una camiseta alfanumérica que dice Covid-19, como si jugara para un siniestro equipo de fútbol que ha multiplicado la cantidad de jugadores. En la Argentina y en el mundo los números sirven sobre todo para contar muertos, mientras unos pocos cuentan plata.
Cómo se sorprendería el pastor sumerio que contaba ovejas con una línea vertical en su tableta de arcilla. Hoy las ovejas no se cuentan de ese modo, pero hay quien defiende la inmunidad de rebaño: que mueran los que tengan que morir. ¿Y quiénes son los que tienen que morir? Los que parecen nacidos para ser toda la vida un cero a la izquierda, los que no cuentan, los que no tienen qué contar, los que sólo pueden contabilizar sus posesiones con un número negativo, los que se desploman en la calles de un país latinoamericano y se mueren solos con una soledad aún peor que la de los números primos.
También se desploman las Bolsas del mundo, pero esas resucitan aunque no lo hagan a los 3 días.
Mientras tanto, los que antes dictaminaban cuántos muertos eran necesarios para establecer una cuarentena, ahora se horrorizan por la cantidad de contagios debido a la flexibilización del aislamiento y levantan el índice acusador. Me refiero al dedo índice, no a otros índices como el de pobreza e indigencia, por ejemplo, que también son acusatorios aunque los responsables no acusen recibo y se la pasen acusando a los demás.
Hasta detrás de los números de muertos que contamos a diario son capaces de esconderse los que se dicen defensores de la República y de las libertades individuales. Para ellos el deseo de preservarse para vivir es inconstitucional, pero la flexibilización de la cuarentena es un signo de desgobierno. Pero, como suele decirse, lo números cantan para quien quiere escucharlos. A mí que no me la cuenten.