“Quería no tener nada que hacer, pero sobre todo, no tener que hacer nada que no quisiera”. Con esta potente declaración de principios comienza Que pase algo pronto, la primera novela de la escritora argentina Agustina Espasandín (Buenos Aires, 1992), protagonizada por una joven treintañera que trabaja como asistente de dirección en la industria audiovisual y que un día, después de haber ahorrado un poco para poder permitírselo, decide dejar de trabajar y ver qué pasa. Por momentos, ese chicle temporal sin un marco que ordene sus días causa en el lector la sensación de que no le pasa nada. En otros, pareciera que esa pausa buscada y por momentos incómoda inaugura nuevos horizontes en los que le pasa de todo, desde entablar amistades impensadas con un sepulturero del cementerio del barrio en el que vive o con sus vecinos jubilados, dos personas a las que, hasta entonces, apenas saludaba al pasar y de lejos, como si fueran un ornamento más del PH en el que vive.
El paréntesis también le permite embarcarse en proyectos en apariencia inconducentes pero que llevan tiempo, ese tiempo que el trabajo suele comerse a mordiscones y que está condenado a ser utilitario. Sube a la terraza y filma a sus vecinos del edificio de enfrente durante horas, o mira documentales en DVD sobre los temas más diversos, desde las ostras perleras australianas o la masacre de El Mozote en El Salvador. También comienza a prestarle más atención a los animales que la rodean, desde los caranchos que sobrevuelan su terraza hasta su perro, Río, en quien, al igual que en sus vecinos jubilados, observa otra frecuencia, “una especie de estado nuevo, un estado de disponibilidad, como de levedad constante que comienza (…) cuando se deja de trabajar, y que inaugura, a su vez, una forma totalmente nueva de estar en el presente”.
En diálogo con Tiempo Argentino, Espasandín habló sobre su original novela, publicada recientemente por la editorial Sigilo.
–La novela abre con una cita de la escritora mexicana Vivian Abenshushan que dice: “La lentitud es una afrenta para el sistema nervioso del capital”. ¿Considerás que la protagonista de tu novela lleva adelante una pequeña revolución antisistema?
-Creo que el hecho de que el puntapié inicial de la novela sea todo lo que surge a partir de parar con el trabajo le da un peso y la tiñe de una reflexión no explícita sobre cómo fraccionamos nuestro tiempo, nuestra energía y nuestra disposición en la vida cotidiana. La protagonista lo piensa al mirar a sus vecinos jubilados, cuyas actividades no están organizadas según el tiempo que queda “después de», es decir, de las obligaciones. Pero no quería que fuera un manifiesto o una reflexión exhaustiva sobre el trabajo y todas las trampas del sistema. Me gustaba más la idea de que eso apareciera en negativo. Que se viera todo lo que es posible si no se trabaja o si se produce esa potencialidad de la pausa.
–Para ser una revolución también es un proyecto muy solitario.
-Sí, es un proyecto personal. Sin embargo, a partir de su proyecto, la comunidad aparece de forma más orgánica. Además se encuentra con personas, como el sepulturero, que viven el trabajo de otra manera. Él, por ejemplo, tiene una manera de estar en el trabajo que hace que le guste su trabajo. Por otro lado, es engañosa la idea de que ella no trabaja, porque hace muchas cosas, desde las labores domésticas y cuidar de sus plantas hasta ayudar a una amiga cuando tiene un problema con el hijo. Hay algo difuso ahí. Por eso ella se pregunta: “¿Qué es trabajar?”.
–Sin embargo, ella puede permitirse no trabajar. No es el caso del sepulturero, en el que no está tan claro si le gusta su trabajo o no tiene siquiera la posibilidad de imaginarse fuera de él.
-Sí, era una zona delicada. Ella se hace cargo, por eso se siente incómoda cuando le cuenta al sepulturero que no está trabajando. Sin embargo, se siente comprendida y no juzgada. El viene de otro lado, de trabajos siempre muy físicos. Me gustaba la idea de que, por momentos, él pareciera encontrar también una manera, quizás automática o no, de disfrutar de trabajar al aire libre, por ejemplo. Tiene sus dinámicas. Eso es lo lindo que me permitió la ficción: ver qué pasa en el encuentro de dos personas con realidades muy distintas si tienen la oportunidad de hablar. Y lo que pasa es esto: se arma un vínculo aunque sean muy distintas.
–En la novela hay bastante presencia de la muerte. Además de pasear por los cementerios y hacerse amiga del sepulturero, la protagonista también observa detenidamente el proceso de descomposición de una rata, por ejemplo. ¿Parar la pelota posibilita la reflexión sobre la muerte?
-Es cierto que hay mucha presencia de la muerte en la novela, y también del cuerpo, sobre todo del cuerpo de más edad, que se expresa en los vecinos jubilados. Creo que es un interrogante de fondo que ella tiene. Lo de ver descomponerse la rata tiene que ver también con el paso del tiempo. La muerte está presente en la novela, pero no de una manera demasiado oscura o temida. Creo que tiene que ver más con el vacío, con lo mortecino en el sentido de aquello que te roba la líbido. Lo del sepulturero surgió más bien porque a ella le gusta ir a pasear al cementerio. Yo viví cerca del cementerio de Chacarita y me gustaba mucho ir. Nunca lo sentí como algo sórdido, para mí es un lugar muy lindo, grande, bello, un lugar agradable para ir a caminar. Hay mucho silencio, y eso a veces habilita pensar en cosas más oscuras o introspectivas, como acerca de la muerte, pero también me parece una forma amable de pensar en ella.
–La protagonista fantasea con alejar la rutina y dejar que se imponga el deseo, pero a medida que pasa el tiempo, uno tiene la sensación de que esa falta de orden también va minando su deseo. Se nota incluso en el vínculo amoroso algo abúlico que inicia con una chica…
-Ella pasa por varios estados. Por un lado está la idea de que gobierne el deseo, de hacer lo que quiera en el momento que quiera, y eso la lleva a hacer muchos pequeños descubrimientos. Pero por otro lado, parar también es como sentarse frente a la pared y mirar la pared. A veces esa experiencia puede ser maravillosa y a veces no ves más que una pared. La vida también es eso, es como un electrocardiograma. A mí me gusta que ella haga ese recorrido, porque me parecía un poco injusto que le saliera todo bien. Esto es un año en la vida de esta chica y esa experiencia no es homogénea ni totalmente plena en sus hallazgos. Hay mucho de aguantar el vacío. Creo que eso está bastante presente y es algo muy de época: estamos todo el tiempo mamando estímulos, por ejemplo a través de las redes sociales, y cuando aparecen esos pequeños momentos de transición entre actividades, o entre un día que tenés planes y uno que no, te llenás de cosas en piloto automático. Me gustaba que parte de su proyecto fuera vérselas con esta forma oscura de vida en la que estamos presos.
–En ese sentido ella es una suerte de heroína, sobrevive a ese vacío.
-Creo que todos sobrevivimos. Abusando un poco más o menos del teléfono, viéndonos más o menos con amigos, haciendo planes… A veces ella lo hace mal, fuerza situaciones para llenar ese vacío y después el peso es doble, como cuando filma a los vecinos esperando que aparezca algo más. O va a una fiesta y después termina dos semanas deprimida en la cama. Es esto de querer hacer ruido para tapar, pero después la caída es doble. Quizá hubiera sido mejor bancar el vacío.
–La protagonista también emprende una especie de vuelta a lo analógico. No se preocupa por recuperar la conexión a internet en su casa, juega a las cartas con sus vecinos …
-No había pensado en los vecinos como algo analógico, pero qué lindo (risas). Para mí ahí está lo grandioso de la ficción, que permite hacer estas pruebas piloto de cosas que uno no puede poner en práctica como quisiera en la vida real. Fue un gusto que me di, ver qué hay en esa falta de redes. Tiene que ver con recibir menos estímulos no buscados. No es lo mismo cuando uno va a googlear algo que está buscando, que cuando agarra el teléfono y abre las redes sociales porque hubo dos segundos de silencio.
–Tenés 32 años. ¿Cómo te llevás con esos estímulos?
-Doy esa pelea todo el tiempo. Soy muy consciente del rol de la ansiedad, de esto de no poder estar tomando un mate sin tener el teléfono en la mano. No siempre salgo victoriosa pero he hecho buenos descansos. Me gustan las redes, Internet me parece algo muy mágico, pero también soy consciente de que nos gobierna, se impone. Y eso me aterroriza un poco, como si estuviéramos poseídos.
–La novela tiene algo muy generacional. En una parte, la protagonista, que anda por los 30 como vos, le dice a la hermana: “Me imaginaba que en esta parte de mi vida yo iba a sentir que estaba hecha de un material concreto, yeso, por ejemplo, o cemento”. Como si tuviera que estar más armada, tener más certezas.
-Yo lo siento así también. La idea que tenía de mi misma, de lo que proyectaba de cómo iba a ser mi vida, incluso como pensaba que iba a ser a los 23, era distinto. Y lo veo también en gente más grande, de 40, que está viviendo como una segunda adolescencia. Cuando veo gente de mi edad que tiene hijos, me parece casi un embarazo adolescente (risas). Por otro lado, es todo muy inestable. Habrá que ver qué oportunidad hay en esta inestabilidad, porque si es todo pérdida, es un bajón. Tiene que haber algo en ese no saber que pueda ser ganancia para uno, que sea semilla, sino es vivir con el culo en la mano. Y creo que esa es la situación por lo menos de la mayoría de las personas que me rodean. Trato de pensarlo así cuando tengo miedo. Con los contratos de alquiler, por ejemplo, en los que tu casa nunca es tu casa, porque en tres años te tenés que ir. Entonces intento pensar: “Bueno, quizá está bueno el departamento al que me voy…”. Trato de encontrar algún tipo de zanahoria, porque si no…
La pandemia, inspiración involuntaria
La reflexión acerca del tiempo es quizá uno de esos legados involuntarios pero inexorables que nos dejó la pandemia, ese gran parate obligado en el que se detuvieron todas las rutinas y se abrió una dimensión inédita con consecuencias inciertas hasta el día de hoy. Agustina Espasandín cree que su novela es en parte hija de ese “paréntesis raro” que se dio, aunque asegura que el proceso fue inconsciente.
La autora sostiene que nunca imaginó que su novela Que pase algo pronto sería publicada en el actual contexto del país. ”En un momento me dije ‘pucha, sale esta novela de una piba que decide probar la vida sin trabajo justo en un momento en que todos tenemos 10 trabajos para llegar a tener un sueldo ahí, o no tenerlo, o en el que estamos dedicándole un montón de horas a un trabajo por una paga que no alcanza y sin posibilidad de rellenarlo con ningún extra”, confiesa. Dice que no tenía miedo de que la novela fuera mal recibida, pero que no deja de sorprenderla la casualidad de que viera la luz en lo que describe como “una situación tan hostil”. “No me pasó desapercibido, pensé en qué extraño que se terminó dando de esta manera, en esta situación en la que vas a hacer las compras y volvés angustiado, o en la que ya no te podés juntar con alguien sin hablar de que tenés miedo a que te cambie el contrato, o de que te quedaste sin tal o cual trabajo”, cuenta. “Pero al mismo tiempo me gusta que en la novela haya algo de no perder el derecho al disfrute y al descanso. Que recordemos que, por más adverso que se ponga todo, y que el presente sea la urgencia, no tenemos que perder de vista el horizonte utópico, y que hay que seguir cuestionando esta manera en la que vivimos”, señala.