«Ciruja cultural», así se definía el arquitecto José María Peña, fundador del Museo de la Ciudad, poeta de lo inútil. Atesoraba desde sartenes viejas y tostadoras desportilladas que daban testimonio de cómo era la cocina de los argentinos en el pasado hasta baldecitos de lata para juntar arena en la playa y levantar castillos. Eran otros tiempos y este poeta de lo inútil permitía pagar la entrada al museo con un balero.
Hay por los menos dos maneras de viajar en el tiempo: construir una máquina como la que H.G. Wells concibió en 1895 que iba hacia adelante y hacia atrás o ser más modesto y, como hacía el arquitecto Peña, juntar objetos que sólo nos lleven al pasado, desde una silla vieja a una máquina de coser, y nos hagan volver al presente por nuestros propios medios.
Si la memoria misma es un volquete donde están los escombros de nuestro pasado por qué deberíamos ceder a los dictados del minimalismo y tirar por la borda todo aquello que no encaja con las revistas de decoración que promueven lo «net» y despejado. «Quién dijo que menos es más», me preguntó retóricamente una vez en una entrevista la escritora Gabriela Cabezón Cámara y agregó: «yo soy barroca para escribir, ¿y qué»? No pude menos que acordar con ella no sólo por la identificación con su barroquismo sino también por su rebeldía valiente de cuestionar lo que a fuerza de repetido, parece incuestionable.
Yo –perdón por la autorreferencia– soy barroca para vivir, no tengo «alma de diamante», como dice una letra de Spinetta, sino alma de volquete.
Hay quien ve en las viejas valijas de cartón objetos ideales para tirar a la basura. Yo veo la historia de mis abuelos inmigrantes. La primera vez que entré al Museo de la Inmigración y las vi colgadas de a cientos en una misma sala tuve un ataque de llanto convulsivo. Es que los objetos nos hablan, pero a todos nos dicen cosas distintas. A mí las valijas de cartón me susurran cosas de Prepezzano, el pequeño pueblo de Italia de donde llegaron mis antepasados maternos y donde mi madre vivió algunos años de su niñez. El cartón pintado de ocre y los herrajes oxidados tienen su propio lenguaje silente, su propio alfabeto del exilio y la nostalgia.
Como el arquitecto Peña, también yo tengo algo de ciruja cultural o, quizá, de ciruja a secas. A diferencia de él no fundé ni fundaré ningún museo, pero sé que los objetos están preñados de pasado y que son la única forma de recuperar algo de lo que fue y ya no es, de viajar en reversa en una precaria máquina del tiempo.
Alguna vez, caminando por el pueblo bonaerense donde nació mi padre, vi en un jardín diversos pupitres escolares, de esos de madera con hueco para poner el tintero de porcelana blanca y una hendidura para dejar descansar la lapicera del esfuerzo de las primeras letras. Sí, de esos pupitres antiguos que tienen en los costados, hermosos arabescos de hierro fundido.
Me acerqué y vi que se trataba de un consejo escolar y para espanto de mi marido y mi hija que huyeron de inmediato, toqué el timbre y le expresé a la mujer que me atendió mi deseo de comprar uno. Me explicó que los pupitres estaban allí porque habían sido renovados por otros más nuevos y me preguntó la razón de mi interés en alguno de ellos. Le expliqué que mi padre, que ya no estaba en este mundo y que había sido maestro, había nacido en ese pueblo y que me haría feliz tener un pupitre de una escuela de su lugar natal que yo visité durante todos los febreros de mi infancia. Me pidió que escribiera una carta dirigida al consejo explicando las razones de mi interés en un pupitre y que volviera en cuatro días, que en una reunión próxima se trataría mi «caso».
Seguí las instrucciones al pie de letra. Al volver, la mujer me dijo que no podían venderme un pupitre porque era propiedad del Estado. «Pero en honor a sus recuerdos de infancia –me dijo– le vamos a regalar uno». Sólo había una condición: que comprara un elemento para la escuela de la zona carenciada donde mi prima era directora. En los pueblos todos se conocen y mi apellido le permitió ubicar perfectamente a mis parientes. Me comprometí a hacerlo y le pregunté de dónde provenían los pupitres. Eran de la escuela normal del pueblo, de la que mi bisabuelo había sido cofundador y donde mi padre había hecho la primaria y la secundaria. A veces, el pasado depara más sorpresas que el futuro. Había obtenido un retazo de la infancia y la adolescencia de mi padre a cambio de unos mapas entelados que me pidió mi prima. Una transacción tan feliz como curiosa.
En otra ocasión, me traje baldosas calcáreas del hall de aquella casa donde pasé las vacaciones de mi niñez. Yo era feliz apenas los pisaba inaugurando los febreros más felices que recuerdo y los habían cambiado por baldosas de porcelanato. Había cierto costado mágico en mi decisión de traerlos. Tal vez, si volvía a pisarlos… Por las dudas nunca probé, pero me hago la ilusión de tener un pedacito de felicidad pasada a buen resguardo.
En estos días busqué con desesperación mi libreta universitaria. En ella están escritos con distintas tintas y caligrafías de profesores de la universidad pública cinco años de mi vida, está el sueño que mi padre no cumplió y yo cumplí en su nombre, la amistad con Irene con quien cursé toda la secundaria y la facultad, la historia desglosada de mi amor por las palabras. Es un objeto de mi pasado, pero me rehúso a pensarla como un objeto del pasado de un país en que los hijos de inmigrantes analfabetos podían recibirse de médicos. No voy a caer en la trampa de la nostalgia. La nostalgia es tentadora, pero no tiene derecho de ser estúpida. «
Alicia Tabarés | Socio
21 April 2024 - 10:32
Qué pupitres quería les y bellos,comparados con las mesas desportilladas