Toda existencia tiene algo de irremplazable. Nora Cortiñas encarna esa condición de manera ejemplar, fue y sigue siendo en sus efectos una existencia a la altura de esa cifra. Nora fue, como alguien dijo alguna vez de los anarquistas, una persona irreductible. Resistente, lúcida, perseverante, dulce… Lo que Nora provocaba en una reunión cuando entraba, siempre jocosa, empapada de una actividad previa (porque no paraba); lo que pasaba cuando en las marchas la identificaban y se entregaba como un Jesús cualquiera en un mar de gente… era tan capaz de recibir todos los abrazos como de abrazar ella sola a la multitud entera; lo que provocaba en la atmósfera en una escena cotidiana. Es difícil explicarlo, pero no se trata de metáforas.

Norita, a pesar de todo, no es un ícono. Le corrió cuanto pudo el arco a la idolatría, pero no lo hizo con solemnidad (como nada de lo que hizo), sino con afecto. Le conocimos una especial capacidad de ablandar el espíritu rígido de la militancia, de proponer sin proponérselo el cariño como canal natural para los vínculos y la lucha. En eso también fue intransigente.

Preocupados por su estado, después de una visita a su casa en Castelar en agosto del año pasado, escribíamos con Bruno Napoli: “Es una luchadora muy singular. Humorística, sensible, cuidadosa, intransigente. No esconde su fragilidad y no puede evitar transmitir una fortaleza conmovedora. Lúcida políticamente y atenta a cada experiencia, a cada pelea, a cada tristeza de un laburante…”. Pero todo lo que podamos decir es poco, aunque lo escribamos con el desespero por fijar lo que sentimos, con oficio o rudimento. Animales crédulos, pocas veces experimentamos la imposibilidad del lenguaje de abarcar la experiencia, hecha, claro, en parte de lenguaje, pero desbordante también a la hora de establecerla como algo que pueda ser mostrado, compartido. Eso que pasa siempre y en alguna medida con todo (la imposibilidad de capturar con palabras la vitalidad), adquiere en relación a la figura de Norita una expresión singularísima.

Las Madres pelearon contra un Estado terrorista, lo hicieron desde la intimidad de un dolor que volvieron público; hicieron política desde el cuerpo y aprendieron en la calle. Desde la calle también nos enseñaron que no hay jerarquía en el dolor y en la injusticia. Norita se forjó una ideología, cantaba la Internacional, pero estaba atenta a cada abuso patronal, estatal, patriarcal, desde una complicidad que excede lo ideológico. Su primer reflejo cuando alguien se le acercaba para abrazarla o besarla fue siempre agarrarle fuerte la mano. Contenedora, aliada, una más y la mejor al mismo tiempo…  

¿Tenemos que referirnos a su fortaleza? ¿Se trata de alguien que venció al dolor? No necesariamente, el dolor permaneció en su cuerpo hasta el último día. No hubo vez que, al mencionar a Gustavo, su hijo aún desaparecido, no le brotara una lágrima. Fue con y a pesar de ese trauma único en su especie que caminó junto a cada dolido por las miserias de un sistema injusto y violento. Cercana a Osvaldo Bayer, compartió con él una particular semblanza de luchadores: pacifismo, serenidad y radicalidad. Nunca dieron el brazo a torcer, nunca se callaron nada, nunca dejaron de arriesgar y ponerse en juego; al mismo tiempo, nunca se creyeron dueños de la razón del mundo, sólo defendieron verdades concretas y palpables, frente al poder que fuera.

La pregunta recurrente que Nora se hacía y nos hacía últimamente era una sola: “¿Qué va a pasar cuando nos estemos las Madres?” El poder de los pañuelos se funda en la legitimidad de sus vidas, y Norita lo usó con sabiduría y justeza. A veces se sorprendía de lo que generaba, y esa sorpresa que experimentaba la ponía a resguardo de la tentación que todo poder –más aun cuando se trata de “causas nobles”– genera. Pero no era precisamente una santa, simplemente no creía en el poder, no lo deseaba. Tampoco era lerda ni perezosa, mucho menos ingenua, sabía usar el pañuelo para intervenir con precisión en situaciones concretas. Ese periplo de más de cuarenta años en la calle fue el pedregoso camino de su sabiduría, incisiva, risueña, amorosa.

Mientras nuestros cuerpos buscan reubicarse en un mundo sin la presencia mágica de Norita, mientras acompañamos a las madres y a las abuelas que nos quedan, no podemos evitar la recurrencia de esa pregunta: “¿Qué va a pasar cuando no estemos las Madres?” Es decir, ¿desde dónde vamos a continuar esa lucha que, sin olvido ni perdón, nos toca afrontar, ahora sin Nora? ¿Cómo reorganizarnos, reinventarnos al calor de Madres? ¿Cómo generar las condiciones de una fidelidad política que resuene con la legitimidad de esa nueva institución que sigue siendo Madres? A diferencia de las instituciones estatales, Madres no está por sobre todos desde la legalidad, sino que es abierta a todo el mundo desde la legitimidad de unas vidas y unas prácticas. Es decir, que también depende de nosotras y nosotros, de lo que podamos en común, de cuán capaces seamos no solo a sostener a Madres, sino de prolongar su vitalidad con nuestras acciones.

Norita nos dejó un jueves, nos recordó que hay ciclos, que ahora nos toca averiguar qué va a pasar cuando no estén las Madres…       

El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), codirector de Red Editorial, encargado del área de Nuevas Tecnologías del IEF CTA A, integrante del Grupo de Estudios Sociales y Filosóficos en el IIGG-UBA. Autor de Nuevas instituciones (del común), Papa Negra y Globalización. Sacralización del mercado; coautor de La inteligencia artificial no piensa (con Miguel Benasayag), Del contra poder a la complejidad (con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag), El anarca. Filosofía y política en Max Stirner (con Adrián Cangi), entre otros.