Un avión aterriza en Kabul y yo estoy en él. Entonces, la imagen se congela.

Afganistán es un país en guerra. La nación de los talibanes, el terrorismo, la Yihad y el fundamentalismo islámico. Un Estado fallido. Vedado para los extranjeros, excepto que quieran terminar con la cabeza cortada. Pero hay un avión que aterriza. Y yo estoy en él.

Desde que comencé el viaje, Afganistán era la palabra prohibida, el tabú, la manzana tentadora. Por un lado, imposible negar la triste realidad que lo azota desde hace cuarenta años: guerras, bombas, escombros y la posibilidad siempre latente de la muerte. Por el otro, tampoco podía engañarme a mí mismo: aunque me daba miedo, era justamente eso lo que me atraía.

¿No querías ser periodista? ¿No querías comprender al ser humano? ¿Y qué mejor que hacerlo en el infierno?

En Venecia, meses atrás, había conocido a Yussuf, el primer afgano en mi vida. Trabajaba como chef en el restaurante Orient Experience. Se había escapado por la guerra y peregrinado por el mundo, hasta terminar como mendigo en una estación de trenes italiana. Allí se encontró con Ahmad, un compatriota que tenía su propio local de comidas, le ofreció empleo y le salvó la vida.

—Hoy estoy bien, que no es lo mismo que estar feliz: mi mujer y mis dos hijas viven en Kabul. Y las extraño muchísimo –me explicó.

—Me gustaría conocer Afganistán, ¿creés que es posible? –le pregunté.

—No vayas por nada. Es demasiado peligroso –respondió.

Mi segundo contacto con la realidad afgana ocurrió en Macedonia del Norte. Radko, un médico que no paraba de fumar, me había levantado a dedo y charlamos sobre mi recorrido. Entonces, cuando mencioné el nombre maldito, apagó su cigarrillo en el tapizado y me miró a los ojos: “¿Estás loco? Mi hijo es experto en informática. Se anotó para ir allí con la misión de la OTAN. Le pagaron muy bien, pero no pudo salir de la base militar. Vio morir a muchísimos soldados. Ni lo pienses”.

Las señales negativas se sumaban. “No hace falta, no te arriesgues”. Pero el deseo, incluso azuzado por esos consejos adversos, se mantenía. A veces así funciona: mientras más te dicen que no podés, más ganas te dan de hacerlo. Tampoco quería ser un mártir, pero las dudas me asaltaban: ¿sería realmente tan terrible? ¿No estarían exagerando? En todo caso, aún viajaba por los Balcanes y para Afganistán faltaban muchísimos kilómetros, no era un dilema urgente.

Además, existía otro obstáculo: la visa. En todo viaje largo, y particularmente en regiones que nos resultan ajenas, las fronteras son siempre un gran problema. En algunos países el ingreso es muy simple; otros, en cambio, lo hacen mucho más complicado. El caso de Afganistán es particular porque, al estar en guerra, todo es engorroso. Lo que había averiguado por Internet era lo siguiente: “Los argentinos pueden entrar solo si gestionan previamente su ingreso en una embajada afgana. Para eso, deben contar sí o sí con una carta de invitación de un local”.

¿Carta de invitación? Para un viajero no existe un sonido tan repulsivo como ese. Las cancillerías y embajadas que la piden saben que el término genera confusión, e incluso pareciera ser ese el objetivo: desalentar deliberadamente, con ambigüedades y trabas burocráticas, la llegada de turistas. ¿Quién debe escribir esas cartas? ¿Un amigo? ¿O debería ser un funcionario público? ¿En papel, a mano o en computadora? ¿Certificada por un escribano? ¿Qué debe decir? ¿“A quien corresponda, invito a mi amigo Fernando…”? o ¿“A las autoridades: por la presente solicito tengan a bien…”? Nadie lo sabe realmente, pero si quería caminar algún día por las calles de Kabul, necesitaba de alguien que me solucionara todas esas dudas.

En mayo, mientras estaba en Turquía, empecé a escribir en foros de Internet afganos. Una parte de mí quería ir, la otra se resistía. Pero averiguar no costaba nada. Lo primero que me sorprendió fue la disposición y voluntad de los usuarios: me respondían al instante, me pasaban sus teléfonos, se comprometían a preguntar por mi caso. Y todos me decían: “Vení, no tengas miedo, te quedás en mi casa, yo te alojo…”.

Eran los primeros indicios positivos, y contaban además con un aliciente que los volvía más robustos: provenían de locales, de los propios afganos. Ellos me invitaban y alentaban a que los visitara. “No creas lo que dice la televisión, te mostraremos la verdadera cara”.

Más allá de las buenas intenciones, conseguir la carta no era nada fácil. Ni siquiera sabía en qué fecha llegaría, lo que complicaba aún más la logística. Tras varios días de intentos, los amigos virtuales del foro me trajeron malas noticias. Al parecer, se necesitaba que la invitación estuviese certificada por un organismo público y ellos no tenían forma de obtenerla. Toda esta burocracia me desalentaba. Pero lo cierto es que en ese momento la potencial visita a Afganistán todavía ocupaba el último lugar en mi lista de prioridades. Me encontraba en Turquía, disfrutaba de Medio Oriente y ya me imaginaba las mezquitas de Irán. En el caso de que pudiese arribar a Kabul, solo sería después de unos cuantos meses y, si no se podía, tampoco era tan grave.

Hasta que conocí a Laura.

...

Laura es una mochilera colombiana –nacida en Bogotá, pero con pasaporte candiense– a quien encontré en un camping en Olympos, una noche de guitarras en la costa turca. Recorría sola el mundo desde hacía meses y soñaba con conocer la misteriosa nación afgana, pero no se animaba a ir sola: sí o sí quería compañía masculina y no había conocido a nadie que se prestase a seguirle el juego: “Hola, Laura. Soy Fernando…”.

Tras compartirnos todo el conocimiento que poseíamos, llegamos a la conclusión de que haríamos el esfuerzo. Probar no costaba nada y estábamos envalentonados. Había que conseguir una carta de invitación, eso era lo más importante. Si lo lográbamos, entonces dependería solamente de nosotros.

Los viajeros que andan con sus mochilas a cuestas durante un tiempo extenso, a merced de los vientos y los azares, saben que las compañías son fugaces y suelen obedecer solo a las coincidencias. Uno se encuentra con otro caminante, disfruta la jornada, agradece, se despide y sabe que tal vez nunca volverá a verlo. O sí, si la suerte lo permite y sus caminos se cruzan de nuevo en otro hostel, otra ciudad u otra primavera. Lo cierto es que, tras unos días juntos, con Laura nos separamos después de agendar nuestros contactos: “Si sabés de algo nuevo, por favor avisame”.

El inesperado mensaje llegó en Georgia, a fines de junio:

—Conseguí a alguien que nos puede redactar la carta. Es un empresario afgano que vive en Dubai y tiene muy buenos contactos con la embajada en Uzbekistán.

El dilema tomaba cuerpo. Dejaba de ser una pregunta retórica, un planteo inconsistente, un interrogante lanzado al aire: si pudieras ir a Afganistán, ¿irías?

—Vamos para adelante. ¿Te parece encontrarnos para charlarlo? –respondí a Laura.

Tras analizar puntos equidistantes, llegamos a un acuerdo: «Nos vemos la semana que viene en Mestia, el Cáucaso georgiano».

Al otro jueves, la situación era la siguiente: un argentino y una colombiana, atraídos por un proyecto del que todos se asustaban, discutían alternativas de viaje, costos y posibles trayectos en una cabaña de madera, con mapas, papel y lápiz en mano, mientras afuera caía un diluvio de proporciones bíblicas.

—¿Vos querés ir definitivamente? –le pregunté para cerciorarme de su entusiasmo.

—Quiero forzar la situación hasta que tengamos que decidir. ¿Y vos?

—Tengo muchas ganas, pero tampoco estoy seguro.

Laura y yo volvimos a separarnos. Ella quería conocer Asia Central y consiguió un pasaje de avión muy barato de Tbilisi a Bishkek, capital de Kirguistán. En mi caso, debí repensar todo el itinerario.

La llave de ingreso a la “tierra prohibida” parecía estar esperándonos en la embajada afgana de Tashkent, capital uzbeka, según había explicado el empresario que nos guiaba entre las marismas de la burocracia: “Allí trabaja un gran amigo”. ¿Qué significaba esto en términos prácticos? Que si finalmente la invitación se materializaba, deberíamos presentarnos allí para obtener nuestros correspondientes visados. Y eso podía suceder en un mes. O sea: “No te alejes mucho de la zona, Fernando, que tal vez, de un día para el otro, te avisan que todo marcha bien y tenés que ir a buscar los papeles a Uzbekistán”.

De cara a esa posibilidad, cambié por enésima vez mi rumbo. La idea original era llegar a Irán tras recorrer el Cáucaso, pero todos me habían hablado tan bien de la nación persa que no quería conocerla apurado. Por eso, enfilé rumbo a Rusia.

Laura volvió a escribirme a principios de julio: “Tenemos la carta”. Yo transpiraba el calor insoportable de las estepas kazajas, luego de haber viajado por Chechenia y Daguestán, y me tomó de sorpresa. Pero más con lo que vino luego: “Tuve unos problemas familiares y me tengo que volver. Tu nombre está en la solicitud y tenés un mes para gestionarla en Uzbekistán. Pero vas a ir solo”. (…)

Para ingresar a la embajada, completamente vallada por fuera y con una garita de guardia en la puerta, dejé el celular y un agente palpó mi cuerpo. La seguridad era máxima. La sección de visados se ubicaba en el piso subterráneo. Un empleado esperaba detrás de un mostrador. En las paredes colgaban diversos cuadros con paisajes afganos y un enorme cartel con la foto de un avión despegando: “Ariana Arways, volamos desde Tashkent a Kabul”. Otro hombre, ataviado con una túnica marrón, aguardaba también en la sala de espera. Entonces, extrañado por el inusual ingreso de un extranjero, el funcionario rompió el silencio, siempre en inglés:

—¿Qué busca, señor?

—Vengo por mi visa, tengo el número de trámite 1.003 –respondí con voz gruesa.

Del supuesto amigo del empresario afgano –quien nos daría el visto bueno– no había noticias. Entonces, el hombre se sentó frente a su computadora y, tras observar la pantalla con atención durante varios minutos, se volvió a mirarme y me interrogó:

—¿Qué tipo de negocios hará usted en Kabul?

Vestido con un jean gastado –el único que tenía–, una remera sin planchar y unas zapatillas de suela despegada, mis chances de pasar por un empresario se contaban entre ínfimas y nulas. Encima argentino, una nacionalidad extraña. Y no tenía pensada ninguna respuesta. “¡Qué picardía! ¡Tan cerca y dejarlo escapar por no haber planeado una coartada! ¿Por qué no me compré una buena camisa?”, pensé. En cuestión de microsegundos, millones de respuestas se chocaron en mi cabeza hasta que, del revuelo eléctrico de neuronas, emergió a mis labios la única que consideré válida: la sinceridad.

—Mire, señor, la verdad es que no soy un hombre de negocios. Soy un turista. Viajo hace seis meses y mi sueño es conocer Afganistán. Esta fue la única carta de invitación que pude conseguir. Si a usted le parece que sirve, bien. Si no, no hay problema –sostuve la mirada mientras hablaba (si hubiese sabido la capacidad llorar, lo habría hecho). El hombre me escrutó de arriba a abajo y se quedó callado unos segundos. Luego habló:

—Bueno, déjeme ver qué puedo hacer. Espere aquí sentado.

Mientras aguardaba, ansioso pero ya sin ningún peso en la espalda, el otro afgano que esperaba en la sala comenzó a hablar por teléfono en dari, uno de los idiomas locales. Al terminar la charla, fue a avisarle algo al empleado y le entregó el celular. Entonces comenzaron a observar fotos. Charlaban, pero yo no entendía nada. Hasta que logré divisar una de las imágenes. Se veía gente que lloraba, una inmensa columna de humo y policías. No parecía una buena señal.

“Recién hubo un atentado en el centro de Kabul, cerca del zoológico. Parece que explotó un coche bomba y hay varios muertos”, me miró y señaló el joven en túnica. Yo esperaba mi visa para ir justamente a ese lugar. “Pero no te preocupes, solo hay que saber cuidarse: lamentablemente, ya estamos acostumbrados”.

Me sentía aturdido, confundido y nervioso, pero extrañamente enérgico. ¿Vería de cerca cómo era la guerra? ¿Cuán seguro estaba de que eso era lo que quería? Si uno desea visitar regiones conflictivas, el consejo número uno es informarse a cada momento. Sin embargo, el día en que me aprestaba a sacar la visa, un atentado hacía estallar en pedazos la aparente calma. Se hablaba de catorce muertos y 145 heridos, la mayoría civiles. Y no era en un pueblito del interior, era en pleno centro de Kabul. Pero la suerte ya estaba echada.

El reloj marcaba las once y media de la mañana. Era el 7 de agosto de 2019. Y de la boca del funcionario, salieron las palabras esperadas: “Tu carta fue aceptada: te daremos la visa. Acá tenés el cuadro de precios. Para los argentinos sale 131 dólares. Volvé en dos horas con el dinero”. Así lo hice. Cuando regresé al hostel, a la tarde, un hormigueo recorría mi cuerpo. Abría el pasaporte y no lo creía. Un sello lila ocupaba toda una página, con el escudo afgano y dos fechas escritas a mano: “7 de agosto – 7 de septiembre”. Válido por un mes. Al llegar a mi habitación, prendí la computadora y escribí en el buscador “Ariana Airways. Tashkent – Kabul. Un pasajero. Adulto. Ninguna solicitud especial. Buscar próximos vuelos”.

Dos fechas aparecieron disponibles: 8 y 15 de agosto. Se me detuvo el mundo por un instante. “Es mañana”. (…)