No importa el tiempo, el lugar o el contexto global: Nick Cave nunca fue un músico más. En su parábola de casi cinco décadas de carrera estuvo atiborrado de testosterona, hundido en la heroína, intentó incendiar el mundo -y en el proceso a sí mismo-, importunó a ángeles, demonios y dioses, se obsesionó con historias de asesinos y se preguntó si realmente había encontrado el amor que buscaba, entre otros asuntos que revisó y persiguió. Luego recobró la sobriedad y se lanzó a una productividad artística de tasas chinas y 360º -discos, shows, bandas de sonido, guiones de película, libros, cerámica, su blog The Red Hand Files-. Más allá de todos esos contrastes, subidas y bajadas, siempre quedó algo muy claro: Cave es un hombre con una misión. Que su obra se escuche, sí. Pero ante todo que tenga toda la profundidad y variantes para que lo sobreviva. El documental 20.000 días en la Tierra parecía funcionar como un testimonio perfecto de lo que fue y de hasta qué punto su pulsión de trascendencia estaba más viva que nunca e iba por más.
Pero el destino, la suerte o vaya a saber qué suelen obrar de formas misteriosas. Y en este caso lo hicieron con una ironía y crueldad brutal. En julio de 2015 su hijo Arthur, de solo 15 años, murió al caer de un acantilado, desorientado luego de tomar por primera vez LSD. ¿Quién o qué protegió a Nick Cave durante décadas de consumo permanente de heroína, cocaína, anfetaminas, alcohol y más? ¿Quién o qué no le dio ni la más mínima oportunidad a Arthur? Estas y miles de atronadoras preguntas seguramente sacudieron los cimientos del músico australiano. Parecía víctima de un castigo entre bíblico y mafioso. Muchos dudaron de si el dolor no sacaría a Cave de la música y la exposición pública para siempre. La sensación de impotencia debe haber sido asfixiante. Pero aquella pulsión original atravesada por el dolor más irreparable lo hizo escapar hacia adelante. Así lanzó Skeleton Tree (2016) –un disco que había comenzado a grabar antes de la tragedia, pero al que la partida de Arthur lo hizo más ascético y lúgubre-; Ghosteen (2019) –la consagración del dolor y el anhelo imposible de reencuentro- y Carnage (2021) –todavía entre tinieblas, un principio de búsqueda para seguir viviendo-. En mayo de 2024 murió otro de sus hijos, Jethro, de 31 años, quien vivía en Australia con su ex esposa Beau Lazenby. La desgracia lo sacudía nuevamente, pero su hiperactividad tampoco cesó.
Sensación de alegría
Cave expresó en más de una oportunidad que Wild God, su flamante décimo octavo disco de estudio junto a The Bad Seeds, transmite una sensación de alegría. En una entrevista en el diario El País de España hasta confesó estar viviendo un proceso de crecimiento. “No sé dónde estaría si mi hijo no hubiera muerto. El dolor te convierte en persona. Antes estaba a medio hacer” –explicó en referencia a Arthur, la madre de Jethro le pidió expresamente que no lo mencione en forma pública–. Esas afirmaciones no dejan de parecer certeras, más allá de que encierran y eluden complejidades y contradicciones naturales que Cave conoce más que nadie. El recorrido que proponen las diez canciones del flamante álbum –claro está para quien lo conoce- no es el de una fiesta de fin de año ni el de una entrega de premios precedida de reiterados brindis. Pero entre tinieblas y angustias, pedidos de clemencia y sueños de familiares muertos, aparece cierta aceptación y/o aprendizaje que deposita a Wild God en un lugar finalmente luminoso. Cave –con la ayuda de Warren Ellis, su mano derecha– parece haber encontrado la fórmula perfecta de un góspel herético, creado a su imagen y semejanza, con el que finalmente abraza y proyecta cierto regocijo y redención.
Su hijo Arthur, de solo 15 años, murió al caer de un acantilado, desorientado luego de tomar por primera vez LSD.
El primer tema, “Song of the Lake”, comienza con un colorido tapiz de teclados –que hasta podría recordar a Flaming Lips- y se desarrolla entre una batería machacante, coros celestiales y campanas que van y vienen. Cave cuenta una historia que concluye casi como una liberación: “Porque hay remedio o no lo hay / Y si no lo hay no importa, no importa, no importa –repite casi para convencerse–”. “Joy”, por su parte, se presenta como en una nebulosa de teclados atmosféricos, algunas notas de piano y arreglos de trompetas lejanas. Cave parece perdido entre borbotones de palabras que cuentan pesadillas, miedos y pedidos de misericordia y alegría. La canción suena casi como un rosario, mientras el protagonista implora y ese coro multitudinario lo envuelve y, al parecer, protege. Pero ni siquiera el Dios salvaje acude y las respuestas no aparecen.
“Final Rescue Attempt” funciona como un vals que se sostiene en un motivo circular de teclado, a partir del cual Cave marca el ritmo con el piano y la voz clara y precisa. Es una canción de amor a alguien que lo rescata –¿Sussie, su esposa desde 1999, el Dios salvaje?–. La instrumentación nos lleva a los tiempos de The Botman’s Call (1997), con un estribillo que atrapa y promete: “Y mi mano, buscando tu mano, buscando mi mano / Buscando tu mano, buscando la mía/ Y siempre te amaré/ Y siempre te amaré”.
Cumbre extática
“Conversion” lo tiene todo. Por dinámica musical y emotiva quizás sea el mejor tema de un disco sin fisuras. Otra vez comienza entre teclados fantasmagóricos y un piano minimalista al que se le incorpora un arreglo muy puntual de flauta. Hasta que entra la batería marcando el pulso, se suma el coro celestial que se pregunta y responde mientras Cave se proyecta y exige su garganta al máximo. Esa secuencia va en crescendo hasta llegar a su cumbre extática. Puesto en perspectiva, el australiano hará cantar “¡¡¡Tocado por el espíritu, tocado por la llama!!!” a punks, góticos, nihilistas y misántropos de todo el mundo –su base histórica de fans–. Será un triunfo para todos.
“Cinnamon Horses” parece desarrollarse en los mismos cielos. Arreglos de cuerdas elevan a Cave quien, nuevamente con un coro que lo envuelve y ocasionales irrupciones de percusión, encuentra el pie para contarle a sus amigos que la vida es dulce, pero también les recuerda que “no podemos amar a alguien sin lastimar a alguien.”
Wild God tiene más temas para celebrar y nunca deja de sorprender. La experiencia, de hecho, se enriquece y profundiza de escucha a escucha. Pero más allá de sensibilidades y gustos personales, el disco oficia de testimonio incontrastable de la integridad y voracidad creativa de Cave. Un artista pronto a cumplir 67 años, con sus facultades plenas, decidido a dejar una obra y, desde hace unos años, obsesionado con lo imposible: encontrar y compartir el antídoto a las pérdidas irreparables y acaso descubrir otros misterios de nuestro paso por la Tierra. Es una tarea condenada al fracaso, se sabe. Pero tan sólo cargársela a los hombros implica un ejercicio de entrega descarnado y conmovedor. Mientras tanto, podremos seguir disfrutando discos sorprendentes y emocionantes de Nick Cave. Para todo lo demás, que el Dios salvaje nos ayude. «
Wild God – Nick Cave & the Bad Seeds
- «Song of the Lake».
- «Wild God».
- «Frogs».
- «Joy».
- «Final Rescue Attempt».
- «Conversion».
- «Cinnamon Horses».
- «Long Dark Night».
- «O Wow O Wow (How Wonderful She Is)».
- «As the Waters Cover the Sea».