Un 28 de mayo, más de 50 mujeres se organizan para ocupar un sector inutilizado del Instituto Alvear. Toman la decisión luego de que una compañera que no tenía lugar para internarse casi muere de una sobredosis. La mayoría realiza un tratamiento por consumo de drogas bajo el paradigma de salud social en una casa comunitaria de mujeres en Open Door, Luján. La casa lleva solo 8 meses abierta y ya supera su capacidad.
Cerca del mediodía llegan al edificio principal, la puerta está abierta, entran y se dirigen a la planta alta. El lugar no está en perfectas condiciones, pero es mejor que estar hacinadas, y muchísimo mejor que tener que decirle que no a una madre desesperada que viene a internar a su hija. Deciden quedarse a vivir, saben que pueden refaccionar lo que haga falta en poco tiempo. Las acompañan coordinadores de otras casas comunitarias, cocineras de Villa Fiorito, cartoneros y cartoneras del MTE, militantes de distintos espacios. ¿Por qué hacen esto? Porque hay más pibas que se quieren salvar y el Estado no entiende que esperar no es una opción.
Este suceso no es ni aislado ni casual, es una muestra de cómo se pelea contra las adicciones en Vientos de Libertad. En sus espacios no se utiliza medicación y las puertas están abiertas. Forman parte de la CTEP y plantean el trabajo cooperativo como un paso más del proceso. La acción directa aparece cuando el Estado no da respuesta, pero en los organismos ya los conocen y respetan su trabajo. Recuperaron una isla en el Delta del Tigre totalmente abandonada donde hoy viven más de 100 pibes. Hace años que laburan en los barrios, pero hace poco que encararon el desafío de abrir un lugar solo para mujeres. La garantía del alquiler es de una compañera; la camioneta multiuso, de otra; el teléfono que suena las 24 horas es de todos. No es fácil la tarea, muchas veces las cosas salen mal, pero nunca sin que se intente hacer lo mejor.
En una época en la que todo se piensa con perspectiva de género, llama la atención que no se hable de las dificultades de las mujeres en relación con las adicciones. Es urgente hacerlo. Sobre todo si tenés que encontrar un lugar para una internación y no podés pagarlo. Los espacios suelen tratar a hombres y mujeres por separado, solo que para las mujeres no hay. Estamos ausentes de políticas de salud pública. Abordar un tratamiento con mujeres tiene complejidades y desafíos desconocidos jamás puestos en agenda para ser discutidos.
El tema ya es complejo. Hablamos de pasta base, pastillas, cocaína, en un contexto de exclusión social agravada. La juventud de los barrios populares acumula frustración, porque falta de todo, y lo único a mano y a la vuelta de la esquina es la droga. Esa complejidad estalla cuando pensamos en mujeres pobres que sufren violencia, mujeres embarazadas, mujeres con hijos, mujeres trans, mujeres que han sido secuestradas por la trata, mujeres que viven en la calle, mujeres abusadas, mujeres con enfermedades críticas. Todas estas situaciones que parecen el extremo de la dificultad para una vida, son más comunes de lo que parecen cuando metés los pies en el barro. Cada una de estas vidas tiene su lugar en la casa de Luján.
Después de 5 horas de ocupación aparecieron los funcionarios, de traje y un poco ofendidos porque se haya llegado a una medida «tan extrema». «Nosotros tampoco podemos creer que tengamos que llegar a una medida tan extrema. Les avisamos que el problema nos estaba quemando, casi se mata una piba hace dos días, ustedes nos piden que esperemos 8 meses, que presentemos un proyecto para el año que viene, pero las pibas no pueden esperar», dice una de las compañeras.
El primer pedido es que se vaya la policía. La luz del patrullero reflejándose en las ventanas y un tipo con una escopeta frente a la puerta no era un buen escenario para mujeres que han sufrido la violencia institucional más cruda. La policía no se fue, pero apagaron las luces y el de la escopeta se escondió atrás del patrullero. Los dos funcionarios gubernamentales parecían representar a un paciente terminal: «no depende de nosotros», «viste lo que es el Estado», «hay que esperar».
Como interlocutor principal estaba Juan Grabois, que oficiaba de abogado y tenía más claras cuales debían ser las prioridades del estado y del derecho, frente a un escudo burocrático que lo único que busca es librarse de responsabilidades. Pero cuando los funcionarios se mostraban incapaces, la pregunta les volvía: «¿Y qué querés que hagamos nosotros? ¿Que dejemos que las pibas se mueran?». No, claro que no, pero hay que esperar. Así que el acuerdo hasta el momento es que van a esperar, pero en el Instituto. Y como esperar no sería lo que mejor hacen las organizaciones, ya armaron una cocina improvisada, un comedor, midieron las aberturas que faltan, y se pusieron a trabajar, como todos los días, en construir un futuro sin drogas para una juventud despierta.
*Militante del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE)