Alguien que tuvo una infancia tan tortuosa como la de Javier Milei solo tiene dos caminos posibles: ser un sujeto sensible ante toda injusticia o convertirse en un idealista del resentimiento. No hace falta aclarar la opción que él tomó ante ese dilema. Ni que fue un niño golpeado por su padre, mientras su mamá toleraba tal pedagogía. 

Lo cierto es que Milei no olvida una paliza en particular: “Fue el 2 de abril de 1982, cuando yo tenía 11 años –soltó, ya a fines de la década pasada, en una entrevista con Alejandro Fantino–. Veíamos en la tele lo de Malvinas y se me ocurrió decir que eso era un delirio. A mi viejo le agarró un ataque de furia y empezó a pegarme trompadas y patadas”.

Sí. La palabra “delirio” había salido de su boca.

En ese preciso instante, la pantalla exhibía a Galtieri saludando con los brazos en alto, desde un balcón de la Casa Rosada, a la multitud que llenaba la Plaza de Mayo para celebrar la reconquista.

Su vozarrón triunfalista se mezclaba con los insultos del papá al futuro presidente, sin interrumpir el castigo físico, ante la indiferencia de la madre y el horror de su hermana Karina, dos años menor.

Fue como si los golpes y patadas que recibía Javier fueran para ella. De modo que se descompensó.

La progenitora, al intentar reanimarla, le gritó a Javier una advertencia:

–Tu hermana se va a morir y es culpa tuya.

El delirio también flotaba en ese hogar, y se prolongaría en el tiempo.

Fue en semejante contexto familiar que Milei se anotó en la carrera de Economía. El papá le solventaba los salados aranceles de la Universidad de Belgrano, pero no le pasaba un peso, ni para viajar a la Facultad. Su deporte favorito era hostigarlo mientras estudiaba. Y el pobre Javier rompía en llanto como un niño, mientras se refugiaba en los brazos de Karina.

Pues bien, en tales circunstancias se topó con la denominada “Escuela Austríaca”, una rama marginal del pensamiento económico heterodoxo, cuya base de sustentación es el “individualismo metodológico” (que desestima el carácter colectivo de los procesos sociales), en franca aposición a las teorías neoclásicas, keynesia-nas, marxistas y monetaristas. Nacida y desarrollada en Viena durante la primera mitad del siglo XX, sus postulados doctrinarios pasarían a la historia como una simple extravagancia del campo de las ciencias sociales, ya que propone un programa de aplicación imposible. Sin embargo, aquel corpus teórico hizo que Milei encontrara su lugar (espiritual) en el mundo.

Dicho sea de paso, justo cuando tipos como Carl Menger y Ludwig von Meses trazaban los ejes de ese invento en la ciudad de los valses, allí mismo, otro austríaco, el doctor Sigmund Freud, revolucionaba el conocimiento de la mente humana al explorar su inconsciente a través del psicoanálisis.

En este punto, es necesario mencionar a uno de sus discípulos: Wilhelm Reich, quien se distanció de él por su posición con respecto al papel del factor político-social en las neurosis individuales, derivando así –según su óptica– en fenómenos colectivos. Tal es la idea que desgrana en su ensayo Psicología de masas del fascismo (1933), donde intenta una síntesis entre el materialismo dialéctico y el psicoanálisis.

Claro que, de ser testigo de la Argentina del presente, Reich no hubiera dado crédito a sus ojos.

Más allá de que sobre la “inestabilidad emocional” del presidente Milei ya corrieran ríos de tinta, es alarmante que sus divergencias con la realidad se extiendan, como una mancha venenosa, a sus ministros y asesores. ¿Qué decir, entonces, de la canciller Diana Mondino, y su observación de que “todos los chinos son iguales”? O de los gritos y llantos histéricos que –ese mismo día–  se filtraban desde el despacho de la ministra Sandra Petovello por un disgusto ocasional. O del pedido de cinco mil entradas gratis, efectuado –ese mismo día– por Karina al director de la Feria del Libro, para presentar un mamotreto del hermano, donde hasta se falsean sus datos biográficos. O de que tal evento, así como lo dijera –ese mismo día– la diputada nacional Lilia Lemoine, está cooptado por el “marxismo cultural”. En fin, el 3 de mayo fue un día difícil para todos. Pero no se notó demasiado.

Es que, en contraposición al asombro que estas circunstancias hubieran causado en otros tiempos al espíritu público, ahora –más allá de las marchas multitudinarias, de las huelgas y de otras medidas de resistencia– se percibe una suerte de naturalización de la irrealidad, la cual incluso normaliza la pandemia de despidos, la caída del poder adquisitivo y la destrucción del Estado, entre otras calamidades.

Tanto es así que –tomando siempre por muestra aquel viernes– no está de más hacer foco en un detalle televisivo de color: durante el anochecer, al menos tres canales de noticias (América TV, C5N y La Nación+) ofrecieron extensas coberturas sobre una efeméride insoslayable: “el Día de la Milanesa”, con movileros enviados a restaurantes especializados en dicho manjar.

¿Acaso la verdad de la milanesa sea una neurosis social? Una neurosis atizada por el estallido tardío de una certeza: la de comprender recién ahora que, en aquel 10 de diciembre que ya parece muy lejano, la vida cotidiana se quebró. El país había cambiado para siempre sin que ningún uniformado haya malogrado el orden constitucional. Un simple derrape de la voluntad popular.

Desde aquel día, la policía de Milei golpea a los ciudadanos díscolos del mismo modo que, hace ya 42 años, su papá lo hizo con él.

¿Delirio o realidad? Esa es la cuestión.