Las manos de Antonia, la tejedora más antigua de Itauguá, enhebran el hilo blanco de algodón en el ojo de la aguja con precisión quirúrgica. La aguja se introduce en el centro de un círculo trazado en una tela tensada sobre un bastidor y viaja hasta un punto de la circunferencia y vuelve al centro y viaja hasta otro punto contiguo y vuelve y así lo hará unas tres mil veces y será sólo el comienzo, el tendido de la red de uno de los tejidos más hermosos y característicos de Latinoamérica: el ñandutí.

En Itauguá, una pequeña ciudad del departamento central del Paraguay, el centenario tejido conserva vivo un hilo de su fascinante historia. Con antecedentes en los Soles bordados de la isla española de Tenerife, la historia cuenta que la artesanía textil paraguaya por excelencia logró su madurez durante el gobierno del doctor Francia, el Karai Guasu -el «Gran Señor»- en los albores del siglo XIX, poco antes de que el Paraguay fuera visto como un mal ejemplo de país nacional, popular y autosustentable. La Guerra de la Triple Alianza, las recurrentes crisis económicas y el exilio masivo casi condenaron al ñandutí al arcón de los recuerdos. Sin embargo, en Itauguá, el ñandutí resiste y parece ser la reliquia viva de un país que nunca fue, que no dejaron ser.

Go East

Electrónicos. Es lo primero que escuchás cuando entrás al Paraguay, si lo hacés por Ciudad del Este. A primera vista, East City es un Big Once, un vasto mercado persa con calles atestadas de puestos por las que apenas puede pasar una persona a través de un estrecho corredor. La vereda egoísta de un solo carril en la que el paso del transeúnte activa el infinito pregón intermitente de la venta: cueros, cueros, zapatillas, zapatillas, relojes, relojes, radios, radios y a cada paso la boca de una galería que acoge en sus entrañas los nueve círculos del consumo. Nuestra visita es efímera, apenas el tiempo suficiente para comprar unas chucherías electrónicas y seguir viaje rumbo a Itauguá y sus tejedoras.

Ciudad del Este: sueño de una noche de verano de la política colonial británica circa S. XIX, fiesta interminable de los servicios de inteligencia, borrachera del compra vende. Electrónicos, electrónicos. Pareciera que regalan pendraivs por la calle, como si los obsequiaran de souvenirs por la visita. El poco cielo visible está tramado por una nervadura de cables tendidos a la marchanta. En el puente que une la East con Foz do Iguazú la mototaxi viene y va y por dos dólares. Las combis llevan cajas de electrodomésticos que llevan droga para los narcos brasileros y cajas de electrodomésticos que llevan M32 y M16 para los narcos brasileros y cajas de electrodomésticos que llevan electrodomésticos. Ciudad del Este: paisaje del mundo, extracto puro de capitalismo.

Ya es mediodía y caminamos apurados por la avenida de los Pioneros del Este, buscando la terminal. “Asunción, Asunción. Encarnación, Encarnación”, vocean los pregones prometiendo paradisíacos destinos mitad terrenales, mitad celestiales. El bus sale justo a tiempo de la terminal. Próxima parada: Itauguá, a pasitos de la mítica laguna de Ypacaraí. La pequeña ciudad de casco colonial del siglo XVIII, que lejos de la orgía de la producción posfordista, sigue apostando por el textil artesanal y sus tejedoras.

En el camino

El bus avanza a los tirones por la ruta que une Ciudad del Este con Asunción. “La desnudó y todo, pero no pudo violarla porque… nodikói ra’e”, leen los pasajeros sumidos en los experimentos lingüísticos del diario Popular, mientras comparten el omnipresente brebaje de hierbas y agua helada. El tereré es como la extensión natural del brazo de los paraguayos.

Cual posta de corredoras olímpicas, cada 20 kilómetros, las vendedoras de chipá suben al micro para ofrecer la maza milagrosa. Mujeres que hacen equilibro en el pequeño pasillo del bus con la cesta sobre sus cabezas y que venden su jornal por céntimos de dólar. Y a cada parada, en cada estación, una nube de vendedoras se arremolina alrededor del bus para ofrecer sus refrescos, sus sándwiches de milanesa, sus modestos paliativos para el calor y el polvo del camino. Pasando la ciudad de Coronel Oviedo, a mitad de camino de nuestro destino, los asentamientos de campesinos desplazados forman islotes en el océano de soja transgénica. Carpas deshechas forjadas con bolsas de nylon, perros escuálidos y unos chiquitos que corretean bajo un sol impiadoso. Náufragos a la espera del salvavidas de la postergada reforma agraria. Ya lo escribió el anarquista Rafael Barrett hace justo un siglo, cuando recorrió estas tierras que a veces destiñen en color rojo infierno: “Y esta gente ¿qué come? ¿De qué manera se trata? ¿Qué salario se le abona y qué ganancia produce a los habilitados y a la empresa? Contestar a esto es revelar una serie de crímenes. Hagámoslo.”

El teje

En la municipalidad de Itauguá, la directora de cultura Jacqueline Villalba teje los contactos políticos necesarios para que un vecino pueda conseguir una docena de sillas, para realizar una kermés el viernes por la tarde. Las negociaciones en el municipio gobernado por el Partido Liberal parecen complicadas, y la licenciada Villalba pone cara de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que el vecino se vaya con las sillas.

“Disculpen la interrupción –dice Villalba-. Como les empezaba a comentar, el ñandutí es el tesoro que tenemos los itagüeños. Dicen que viene de España, de la zona de Tenerife, y que llegó al Paraguay a principios del 1700. Pero también hay varias leyendas que le ligan al ñandutí con nuestra raíz guaranítica. La más conocida habla del cacique que quería hacer casar a su hija y pide como recompensa un obsequio importante.”

-¿Cómo pedir la dote a un candidato?

-Algo así. Cuentan que por ahí había un huesito, como le decimos acá. ¿Cómo le dicen en Argentina?

-Un candidato.

-Un candidato es más de político, mejor un huesito. Un muchacho que le tenía en ojos a la chica. Dicen que el chico salió desesperado al monte para ver qué le podía regalar. Ya en el monte, en unas ramas, ve cómo una araña tejía su red y queda enamorado. Resulta que el chico quiere llevarse el tejido, pero cuando va a agarrarlo, se le deshilacha entre las manos. Entonces regresa a la aldea y le cuenta a su mamá sobre el tejido de la araña. La madre, entonces, acompaña al chico al monte nuevamente y decide darle una mano.

-Siempre la mamá salvadora.

– Siempre las madres paraguayas solucionando los problemas de los hijos, cheraá. Se dice que la madre agarró una aguja, y usando sus cabellos blancos, empezó a tejer para emular el tejido arácnido. Por eso ñandutí, que significa tela de araña en guaraní.

Mientras cruzamos el derruido salón de actos municipal, Villalba cuenta que durante las décadas del ’70 y ’80 –las dos últimas en el poder de la prolongada dictadura de Alfredo Stroessner- el ñandutí vivió sus años dorados. Pero también aclara que la recesión económica de finales de los ochenta -con caída incluida del tirano colorado en cuestión- deshilachó en un suspiro la incipiente industria aceitera local, las visitas turísticas y la manufactura textil que daba de comer a cientos de itagüeños.

Villalba quiere que conozcamos el ala renovada de la municipalidad. Tres pisos copiados de un shopping miamesco, protegidos por vidrios espejados. La licenciada señala la cúpula del edificio y destaca cómo reproduce las formas de la renombrada artesanía textil. En el despacho central de la municipalidad, enmarcados y decorados con barrocas tipografías tropicales, las paredes guardan los retratos de los habitantes ilustres de la ciudad. Hay deportistas, militares, poetas, docentes, religiosos, ex combatientes de la Guerra del Chaco y, por supuesto, tejedoras. “Entre ellas está la madre del intendente- aclara Villalba- que fue elegida hace varios años”. El retrato muestra a una sonriente señora, con una virginal mantilla de ñandutí sobre su cabeza. La anciana parece una santa. A pocos centímetros, junto al cuadro del desgraciado futbolista Salvador Cabañas, un retrato muestra a un hombre sonriente de bigotes. Villalba aclara que es el actual intendente. El hombre va por su segundo mandato. En el pueblo dicen que sabe tejer muy buenas alianzas políticas.

Chiquita dime por qué

El monumento al ñandutí está sobre la calle teniente Martínez, justo frente a su casa. Es casi mediodía y Chiquita juega con una aguja en el living. Hilo amarillo, hilo verde y los dedos curtidos de la tejedora que llevan y traen el delgado trozo de metal a través del lienzo blanco. Uno, dos, treinta, noventa, doscientos, miles de puntos abrazados y el perfil espigado de la avati poty (flor de maíz) ya se dibujan sobre el trozo de algodón. “Mi nombre es Eleodora Ramos de Martínez, pero díganme Chiquita, que así todos me conocen en Itauguá”, explica la mujer desde un voluptuoso sillón, franqueado por un retrato de Fidel Castro y una añeja Biblia.

Chiquita cuenta que empezó a tejer ñandutí a los siete años, durante las tardes de tereré a la sombra, junto a su abuela y sus tías. “Tejía, mi mamá vendía, y con lo que ganaba me compraba juguetes y muñecas, sobre todo muñecas. En su Itauguá, Eleodora es toda una celebridad. Una artista de la aguja y el hilo, que hasta fue reconocida con un premio de la UNESCO en el 2008. Desde hace años, Chiquita dedica sus horas a innovar con el ñandutí. “Sin perder el diseño original, comencé a adaptar el tejido en ropa, zapatos y hasta en veladores”, explica mientras destaca los más de 100 dechados que integran un caleidoscópico árbol enmarcado, que cuelga en la pared de su taller.

Como una ludista en pleno siglo XXI, Chiquita está orgullosa de que ninguna máquina china haya podido imitar hasta ahora la delicada orfebrería del ñandutí. “Hace algunos años, un coreano vino hasta mi casa para pedirme que le entregue 100 piezas de tejido mensuales y yo le dije que era imposible. El hombre se fue enojadísimo y me dijo que no quería ganar plata. De ninguna manera me podía comprometer, porque yo trabajo solita”. Cuentan que la palabra guaraní que designa al tejido es ao po’i e incluye dentro suyo la palabra “mano” (po). Parece que en esta lengua no hay lugar para que las máquinas confeccionen los objetos del hombre.

En el patio de su casa, Chiquita teje en trance. Su índice y su pulgar ensayan el eterno retorno del hilo sobre el bastidor. Chiquita dice que trabajó como docente toda su vida, y que desde hace casi una década, comenzó a rastrear la genealogía del ñandutí, para recuperar algunos dechados (puntos) ya olvidados. “Antes, todo el tejido estaba destinado para adornar las iglesias con mantelería y ropas para los santos. Después se comenzaron a tejer manteles para las casas, servilletas y apliques para las damas. Fue todo un proceso que llevó años y años. Con mi hija y tres primas, rescatamos ñandutí y dechados que estaban casi perdidos. Las tejedoras de ahora solo tejen los puntos más sencillos, porque a la gente le interesa solo vender.”

Casi un a mujer araña full time. Chiquita explica que bordar una mantilla de novia puede demorarle de seis a ocho meses, y un traje completo puede llevarle hasta un año entero. Además, critica a los diseñadores de moda de Asunción porque “compran un mantel, cortan, unen, los apliques no tienen historia y cobran cualquier cosa”. Chiquita prefiere trabajar durante meses a la vieja usanza, con medidas exactas y diseños completamente trazados sobre el bastidor. Cuentan que sus diseños han dejado en éxtasis a más de una novia, pero no solo por su belleza: su precio puede llegar a trepar hasta los 10 millones de guaraníes. 

Antes de despedirnos, Chiquita recuerda la historia de un centenario aplique en tono crudo que pasó de generación en generación entre las mujeres de su familia, y que ella donó al museo del pueblo hace algunos años. “Creo que es como un símbolo, todo un sentimiento de las mujeres que se entretejen ahí. Toda una historia de la mujer paraguaya hecha ñandutí.”

La guerra de las tejedoras

El aplique ancestral donado por Chiquita preside la sala del Museo Parroquial San Rafael, en la que Celia teje y espera a los escasos visitantes, mientras cuida los tesoros culturales de la época de la colonia y la Guerra de la Triple Alianza, perdón, mejor dicho «Cuádruple» (cómo olvidarnos de las libras inglesas que financiaron la campaña aliada). Celia explica que mamó el ñandutí y el crochet de su madre, pero que es muy difícil vivir del tejido -“la ganancia económica no da”- y que dedica sus tardes a la docencia en un colegio de Itauguá.

En sus salones coloniales del S XVIII el museo narra la historia del ñandutí y sus variopintos y coloridos diseños. Pero también hay lugar para rezagos oxidados de la guerra fraticida que desangró al Paraguay en la segunda parte del siglo XIX. Celia dice que en aquellos años, las tejedoras del pueblo solían reunirse en la casa quinta de Madame Lynch, la mujer del mariscal Francisco Solano López. “Lynch tenía una quinta no muy lejos del centro de Itauguá. Cuentan que ante el avance de los invasores argentinos y brasileros, todas las tejedoras fueron arrastradas por la vorágine hacia Cerro Corá, donde muchas murieron junto a las últimas tropas del mariscal”.

Celia explica que del Itauguá previo a la guerra sólo quedaron ruinas y vestigios. La memoria la mantuvieron viva algunas de aquellas tejedoras que regresaron al pueblo. La historia pasó de generación en generación. De ñandutí en ñandutí. Así también la aprendió Celia.

Made in Paraguay

Despacito por la colectora, casi al costado del camino. Así Francisco recuerda como creció su tienda Bienvenidos, en los márgenes de la Ruta Nacional 2, que cruza el corazón de Itauguá. “A pasitos y progresos que nos llevaron años de trabajo. Casi un calco de cómo nacieron nuestras artesanías nacionales, que surgen por la propia necesidad del pueblo. Y todo nace desde la post independencia, porque con la dictadura del Doctor Francia se empieza a pensar que era posible crear una cultura diferente, generar el autoabastecimiento, formar una amalgama perfecta entre el criollo y el guaraní”.

Hamacas, camisas, zapatos de taco, botinetas y manteles crudos. La vidriera de la tienda de Francisco advierte a los turistas que: “Aquí se venden productos 100 % paraguayos”. Y ese no es un dato menor, sobre todo en un país que hace 170 años fue punta de lanza en el desarrollo industrial, pero que luego de la Guerra Guasú, las masacres civiles y la prolongada hegemonía del Partido Colorado quedó casi hecho cenizas. “Fuimos el primer país de Sudamérica que nos propusimos suplir con industria nacional, los productos que venía de Europa. Así también nació el ñandutí, para remplazar los encajes que en aquel entonces llegaban desde Inglaterra, España y Bélgica”, aclara Francisco mientras ofrece una hamaca paraguaya a una turista alemana. 

Francisco recuerda con nostalgia las épocas en que las tiendas de venta de ñandutí crecían como las flores de mburucuyá al costado de la ruta que llega hasta la Asunciónl. “Por la necesidad, ahora también el hombre colabora en el tejido. Antes era peyorativo ser tejedor, pero los hombres tuvimos que dejar la vergüenza de lado. Si antes pensábamos en el autoabastecimiento, ahora hay que pensar en como hacemos para comprar la canasta familiar”.  

Para ponerlo en un cuadro

Filomena Caballero de Aguilera es otra de las innovadoras en el arte del ñandutí. Un día, un tanto cansada de ver el tejido en los escaparates de las tiendas, los apliques de las polleras, las carpetitas y manteles, menoscabado por la baja cotización simbólica de la artesanía, acometió una operación que el arte moderno llamaría de resignificación: puso al ñandutí dentro de un cuadro.

“Yo aprendí con mi mamá a tejer desde los 9 años. Soy pensionada y una vez libre del trabajo me dediqué a esto. Claro que siempre hacía un poquito antes de jubilarme. Una innovación que introduje son los paisajes y la combinación de pintura sobre tela con ñandutí. El follaje pintado y las flores hechas de ñandutí”, explica Filomena en el living de su casa, repleto de cuadros que muestran bucólicas escenas de la campiña paraguaya, paisajes del lago de Ypacaraí o, en plan metadiscursivo, la mujer paraguaya sentada bajo el alero de la casa, bastidor en mano, tramando con inmemorial paciencia los hilos sobre la tela. Aunque no deja de sorprendernos otra de sus especialidades: los banderines de equipos de fútbol, como el que le encargó el Cerro Porteño para exhibir en las vitrinas del club y las banderas de diversos países, un poco más pequeñas que aquella gigante, hecha íntegramente de ñandutí con la que desfiló la delegación paraguaya en unos juegos olímpicos.

Filomena explica que nunca se puede saber cuánto va a tardar en hacer una pieza: “Es algo que no se puede predecir porque es un trabajo muy minucioso, lleva mucho tiempo y mucha concentración, mucha tranquilidad se necesita”, dice, hace una pausa  con la serenidad y paciencia que caracteriza a su labor, y como si recordara la célebre frase de François Mauriac: trabajo, opio único, agrega: “El momento de tejer es como una evasión del mundo, te olvidás. Sucede que se pasa el tiempo y uno no se da cuenta. Pero cansa también. Cansa la vista, el cuerpo, todo.” Consultada sobre su “estudio de trabajo” la artista que concilió al bastidor con el caballete no duda: “Yo tejo en cualquier lugar, pero prefiero en el patio, a la sombra, con un tereré a mano.”

Kachaka en Beirut

Desde los parlantes del auto, el locutor de Ñandutí AM habla de las bondades irresistibles de la caña típica El Aristócrata y de un poderoso afrodisíaco hecho a base de flores de mburucuyá. La licenciada Villalba maneja su destartalado Honda por la ruta 2 y nos cuenta que la Ñandutí fue la emisora más combativa contra la dictadura del “Tiranosaurio”, como solía llamar el escritor Augusto Roa Bastos al difunto Stroessner.

Luego de un rápido paseo por el la ciudad, Villalba detiene el auto y nos deja justo frente a un parador rutero. Ya es casi mediodía y las melodías de la kachaka inundan el ambiente del Aló Beirut. El comedor está casi vacío y un mozo peinado a la gomina sirve cervezas al ritmo de la típica cumbia paraguaya. El almuerzo de shawarma y mandiocas fritas se disfruta con las míseras ráfagas de aire fresco que sociabiliza un avejentado ventilador de paré. “Ahora, al ñandutí lo tienen que poner obligatorio en los colegios, porque a los chicos no les interesa. Yo lo sé por mis hijos, cheraá. En la campiña pueden encontrar a las tejedoras de verdad. Ya no le es como antes, que en todas las casas de Itauguá se tejía”, nos advierte el mozo mientras hace malabares con su bandeja cargada de dos suculentos bifes de coyguá.

El calor derrite la tarde. Lentos y pesados camiones, sin prisa y sin pausa, pasan por la ruta cargados con árboles y cereales. “De a poco se llevan el monte –dice resignado el mozo cuando le pagamos por la comida-. Pronto nos van a llevar hasta la bandera”. 

Recuerdos de Ypacaraí

“No hay ni una pieza de tejido que haya guardado y no haya vendido, no hay una pieza mejor que otra porque todas son especiales. El ñandutí es importante para mí porque ha sido mi sustento familiar. Con el ñandutí yo he vivido y les he criado a mis hijos”, dice en guaraní Antonia Agustina González. Sentada en el frente de su casa, en los suburbios del pueblo, Antonia juega con un tejido de hilo blanco que sus manos sabias componen y deshilachan, como si se tratara de su propio destino. Esas mismas manos supieron ser diminutas y torpes enhebrando con dificultad los primeros dechados que le enseñaba su madre a mediados de los años veinte. Eran las épocas de esplendor de la línea ferroviaria que unía Encarnación con Asunción. Cuenta Antonia que ya de muy joven esperaba la llegada del tren a la estación de Yparacaí y que se apretaba con otras tantas vendedoras junto a las ventanillas para ofrecer las mantillas y cuellos que hacía con su madre. «Umi yvoty che sýpe guarâ», decía Antonia, cada vez que recogía flores para llevarle a su madre en el camino de vuelta a casa. Ahora, a sus casi 90 años, se sonroja al aclarar que está un poco más lenta y ya no puede tejer en hilo fino pero, eso sí, todavía no usa anteojos. Imposible sustraerse de esas manos con las que tejió y destejió paciente la espera de su menarâ cuando partió a la Guerra del Chaco y lo vio volver a su Itauguá natal para desposarla.

La encontramos con el perro echado a sus pies, tejiendo como todas las mañanas, después de darle de comer a las gallinas que picotean en el fondo de su casa y antes de preparar el almuerzo. “La mujer paraguaya es aguerrida, trabaja, no tiene problemas, anda con los animales y cría a los hijos, cocina, lava, plancha, hace de todo. La mujer paraguaya es una mujer muy sacrificada”, asegura Antonia, que no sabe si su próximo aplique servirá para ornar un mantel de los que venden en los comercios de la Ruta 2 o resaltar el aplique de la última colección de un modisto de Asunción y tampoco le importa. Antonia sonríe y no deja de mover sus manos, esas manos diestras que son por sí mismas el monumento vivo de una tradición, las manos que hilvanan el hilo del que pende la historia misma de un país.

Que no se corte.

Esta crónica forma parte del libro Por los caminos del Che. Crónicas de viaje por Latinoamérica (2012, Editorial Sudestada), compilado por Tomás Astelarra.