Nada es para siempre”, dice la canción de Fabiana Cantilo. El gobierno del presidente Javier Milei sintió esta semana el rigor de ese estribillo. Las imágenes de la firma del famoso Pacto de Mayo, que se realizó el nueve de julio en Tucumán, con Milei parado detrás del atril y 18 gobernadores flanqueándolo y agachando la cabeza, quedó como un momento de esplendor del poder presidencial que ahora parece haber quedado atrás.

Esta semana Milei sufrió tres derrotas claves en el Congreso Nacional: el rechazo al DNU que incrementaba los fondos reservados de la SIDE por parte de la Cámara de Diputados; la sanción de la movilidad jubilatoria en el Senado; y en la misma Cámara la elección de Martín Lousteau al frente de la Comisión Bicameral de Seguimiento de los Servicios de Inteligencia.

Las cosas no llegan solas. Las últimas semanas circularon varias encuestas que comienzan a mostrar un desgaste más pronunciado de la figura presidencial. Varias de las fuerzas políticas que acompañaron iniciativas del gobierno, el radicalismo y el bloque que conduce Miguel Pichetto, por ejemplo, lo hicieron en buena medida para sintonizar con un sector del electorado que consideran parte de sus propias bases.

En el caso de la UCR los números son muy claros. En las provincias en las que ganó el radicalismo, Mendoza, Santa Fe, Jujuy, por mencionar algunas, Milei se impuso cómodo en el balotaje del año pasado. En ese sentido no es errónea la evaluación de que hubo una porción grande de los votantes que acompañaron a los candidatos radicales para la gobernación y a la extrema derecha para la Casa Rosada. Esa geografía del voto es en parte lo que explica el posicionamiento de varios sectores de la política argentina en los últimos meses.

El presidente comienza a perder respaldo y la ecuación se invierte. Para mantener la sintonía con esa base electoral ya no hay que acompañar a Milei sino tomar distancia. Porque en este caso es imposible para el gobierno apelar a la lealtad partidaria, algo que de todas formas está devaluado, lamentablemente.

En marzo de 2008, Cristina perdió el respaldo de una buena porción de senadores peronistas cuando estalló el conflicto por la Resolución 125. CFK había ganado en primera vuelta con casi el 47% de los votos unos meses antes. A pesar de eso, los dirigentes peronistas que olfatearon que en sus provincias el rechazo a la 125 era muy masivo cambiaron de posición como quien se pone una nueva camisa. Al vicepresidente Julio Cobos le tocó desempatar y a Pichetto desplegar una de sus frases célebres, citando la Biblia: “Lo que tenga que hacer, hágalo rápido”. El final ya se sabe cuál fue.

Hay muchas críticas al peronismo por su falta de claridad. Es cierto que la murga está más desordenada que en otros momentos. El fracaso del gobierno de Alberto Fernández en el terreno económico produjo una implosión con una onda expansiva que todavía persiste. A esto se suman las internas de siempre, en especial en la Provincia de Buenos Aires, que quedó como bastión principal del peronismo con la reelección de Axel Kicillof. Sin embargo, en ying yang de la política, hay una cuestión positiva en ese desorden. Al aparecer debilitado, el fantasma de la vuelta del peronismo al poder se vuelve más difícil de utilizar por parte del gobierno para ordenar a una buena parte de su tropa con el miedo al cuco.

También ese es el límite que encuentra Mauricio Macri en su ejercicio de diferenciación de la gestión libertaria. La porción de votantes que el expresidente podría intentar reconquistar pueden perdonarle decenas de cosas, menos una: que sea responsable del retorno de los “Orcos”, como llama Macri al campo nacional y popular.

En esa delgada línea tiene que transitar con sus gambetas para jugar a ser opositor sin dejar jamás de ser, ante todo, un antiperonista, cuyo objetivo principal es que el cuco no vuelva a la Casa Rosada. Todo–por supuesto– mientras Milei no siga cayendo en las encuestas y  preserve al menos al núcleo duro del antiperonismo. «