EE UU se rindió ante Rusia en nombre de Ucrania. No hay otra manera de resumir lo que ocurrió en dos tiempos el pasado miércoles: primero, la declaración del secretario de Defensa estadounidense Pete Hegseth calificando de “impracticable” la vuelta de Ucrania a sus fronteras previas a 2014; enseguida, una conversación con Vladimir Putin que Donald Trump calificó de “altamente productiva”. La segunda escena, que incluyó la cuestión ucraniana, pero fue mucho más allá de ella, fue también el momento inaugural de una diplomacia de los machos alfa, donde estos hablan mientras el decorado se calla, para citar a una impensada intelectual argentina.
Empecemos por esto último. Trump improvisó una especie de Yalta, donde dejó ver clara e intencionadamente que no se había hecho preparar siquiera unos talking points por sus asesores. La referencia hiperbólica a los “millones” de muertos en un conflicto donde los muertos están en un orden diez veces menor fue su manera de evidenciar que improvisaba a su gusto y de exagerar la cuestión ante la opinión pública doméstica como prolegómeno al autoelogio por el tamaño de su victoria cuando logre (como está convencido de que será el caso) el fin de la guerra.
Si el mensaje de Trump a Putin fue claro respecto de prescindir de los intereses de Ucrania para alcanzar un trato simultáneamente conveniente para Rusia y EE UU, el metamensaje fue más claro aún: en la “era dorada” que anunció que acaba de comenzar, no hay derecho internacional, no hay siquiera gobiernos, sino que son los grandes hombres los que se imponen. Aunque los arsenales nucleares sigan allí y la destrucción mutua asegurada sea el principio subyacente que organiza las relaciones ruso-estadounidenses, en la escena diplomática Trump inaugura un orden basado en el reconocimiento mutuo de atributos personales con otros líderes que él considera de su misma liga.
En una semana que tiene todo para ser recordada como el momento de una ruptura epocal, Trump señaló con su ausencia de la Cumbre de Seguridad de Múnich que no había allí más que hombres pequeños y, para peor, europeos. El nuevo gobierno estadounidense no se limitó al ninguneo. Por el contrario, envió al Vicepresidente J. D. Vance a usar el bully pulpit para apartarse completamente de la agenda de seguridad europea y despacharse con una doctrina basada en la defensa de fronteras ideológicas.
Vance omitió toda delicadeza retórica. Se presentó como el deputy del nuevo sheriff del pueblo (esto último, sic) y eximió tácitamente a Rusia de su condición de peligro. Espetó a las autoridades presentes que “la amenaza que más me preocupa viene de dentro de Europa y es el abandono de sus valores más fundamentales”. Defendió abiertamente a la extrema derecha y su libertad de expresión supuestamente limitada por los actuales gobiernos europeos. Apenas dejó el atril, fue a reunirse con la candidata a jefa de gobierno por Alternativa por Alemania (AfD), Alice Weidel, metiéndose de lleno en la campaña para la elección del próximo 23 de febrero.
Alemania alistó a su presidente, Frank-Walter Steinmeier, su Canciller, Olaf Scholz, y su ministro de Defensa, Boris Pistorius, para rechazar las “inaceptables” palabras de Vance, aunque el daño a los anfitriones de la conferencia ya estaba hecho. Una intromisión estadounidense de características tan espectaculares en una campaña electoral europea no se había visto jamás. Lejos queda la relativa discreción con que EE UU vetó durante la Guerra Fría la participación de comunistas en los gobiernos de Europa Occidental: la toma de posición en favor de una corriente política específica es algo que nunca había ocurrido. EE UU le ha propuesto a Europa poco menos que firmar papeles de divorcio. Habrá que ver si el flirteo de Trump con Putin lleva al Viejo Continente a aceptarlo o si silenciosamente admite abrir la pareja. Entretanto, en la Casa Blanca se sientan a esperar que la extrema derecha encumbre en las capitales europeas a grandes hombres que merezcan su atención.